Enrique VIII era conocido como el ogro inglés, célebre no por su feroz gestión gubernamental, sino por el desprecio y los tormentos que les dio a sus seis esposas: la defenestrada Catalina de Aragón, la legendaria Ana Bolena, la pusilánime Jane Seymour, Ana de Cleves -conocida como “la yegua de Flandes” por su fealdad”-, la joven y rebelde Catalina Howard y Catalina Parr. Cuando alguna de sus mujeres optaba por tener voz propia, por no ceñirse al papel de consorte silenciosa y sumisa, la corte empezaba a conspirar contra ella y acababa decapitada. Las hembras más auténticas de ese reinado pasaron, tristemente, por la Torre de Londres.
Por suerte hubo algunas que no se quedaron calladas, y que al menos se fueron del mundo haciendo ruido. Ahí Ana Bolena y su pariente Catalina Howard, con quien el rey contrajo matrimonio años después. A Bolena el pueblo la bautizó como “la mala perra” en muestra de apoyo a Catalina, pero la suerte tampoco le sonrió a ella. Padeció el aborto de un niño y el rey ni siquiera se acercó a su lecho a consolarla. Poco tiempo después, Bolena fue decapitada en la Torre de Londres. La habían acusado de emplear brujería para seducir a su esposo, de haber sido infiel con cinco hombres, de haberse acostado hasta con su hermano, de insultar al rey y de conspirar contra él. Casi nada.
Lo bueno es que Bolena jamás se mordió la lengua y dejó alguna frase célebre antes de su descalabro. No sólo su despedida al verdugo que debía decapitarla -“No le daré mucho trabajo, tengo el cuello muy fino”- sino la afrenta a Enrique VIII cuando él la acusó de “traición y adulterio”: “La espada del rey no pasa de ser una simple navaja”.