La ofensiva franquista lanzada sobre Aragón culminó de forma exitosa a mediados de abril de 1938, con la ocupación de la villa de Vinaroz, en la costa mediterránea. El territorio republicano que aún resistía quedó cercenado en dos partes, cortándose las comunicaciones entre Cataluña y el eje Madrid-Valencia. El Gobierno de Juan Negrín, dividido en facciones enfrentadas, hubo de gestionar una situación crítica, de inferioridad manifiesta frene al enemigo; y en esa coyuntura brotaron planes derrotistas: el socialista Indalecio Prieto propuso ante el Consejo de Guerra retirar de la zona central todos los efectivos militares, concentrarlos en Cataluña y dejar el resto de dominios de la República a la intemperie.
La estrategia —descartada finalmente por los líderes del Ejército Popular, con Vicente Rojo a la cabeza— la describe Vicente Uribe, el ministro de Agricultura, en sus memorias, hasta ahora inéditas y que acaban de editar los investigadores Fernando Hernández y Almudena Doncel para la Editorial Renacimiento. Uribe, dirigente del Partido Comunista, carga duramente en sus recuerdos escritos contra Prieto y Manuel Azaña, presidente de la República, por el espíritu agorero que se desprendía de sus propuestas: "Se convirtieron en paladines y ejecutores en cuanto pudieron de la capitulación".
Tienen valor las memorias de Vicente Uribe porque fue testigo de las interioridades y divisiones internas del Gobierno del Frente Popular durante casi toda la Guerra Civil: asumió la cartera de Agricultura en septiembre de 1936, con el primer Ejecutivo de Largo Caballero, y la mantuvo en los siguientes gabinetes de Negrín, hasta marzo de 1939, cuando todos los dirigentes republicanos tuvieron que dirigirse al exilio. Fue, al mismo tiempo que su camarada Jesús Hernández (Instrucción Pública), el primer ministro comunista de la historia de España.
Uribe, que fue miembro del Buró Político del PCE desde 1932 y el máximo dirigente en la práctica entre 1948 y 1954 por la incapacidad de Dolores Ibárruri, La Pasionaria, convaleciente en Moscú, acabó marginado del Partido, humillado en un pleno celebrado en 1956 en Bucarest. Su caída la azuzó la nueva generación, comandada por Santiago Carrillo, que le acusó de incumplir el principio de dirección colectiva y promover su propio "culto a la personalidad". Pese a su abrupta salida del politburó, como le sucedió a otros tantos comunistas, Uribe apenas se enfanga en sus memorias, probablemente dictadas y firmadas en 1959, con críticas a su formación o a sus decisiones durante la contienda.
"Cuando cae de la dirección del PCE, se retira a la vida doméstica, con su familia, en Praga, pero no deja de ser un hombre de partido, nunca va a defender oposiciones puestas al partido", explica a este periódico Fernando Hernández, coeditor de Memorias de un ministro comunista de la República. "Únicamente, al final de su relato, recomienda la lectura de una serie de informes guardados en el archivo que ofrecen una versión alternativa a la canónica. Yo he trabajado con ellos y son todos críticos con quienes iban a ser los futuros líderes del PCE, como Carrillo".
El Uribe más oscuro
Vicente Uribe mantiene a lo largo de su narración de los hechos referentes a la Guerra Civil una postura crítica con socialistas como Largo Caballero —"viejo chocho", le llama— o Negrín, incapaz de resolver esas luchas internas de las formaciones republicanas. Presume del auge del PCE y su ascenso al "rango de primera fuerza política del país", al mismo tiempo que se arroga la defensa de Madrid como "una clara victoria del Partido (...), una fuerza que despertaba y desarrollaba las energías de las masas y que sostenía su voluntad de lucha y ardiente amor por la República y odio inextinguible al fascismo".
En ese afán partidista, carente de un cierto grado de autocrítica, asegura Uribe que el PCE "luchó con energía para terminar con los paseos, las ejecuciones incontroladas y los espectáculos que de ello resultaban, proponiendo la creación de los tribunales populares con jurisdicción legal y oficial de la República para juzgar a los detenidos fascistas o cómplices de ellos". No menciona, sin embargo, sus enganchones con Manuel Irujo, ministro de Justicia, el encargado de propulsar una investigación para depurar responsabilidades en torno a los cementerios clandestinos.
En cuanto a su política agraria, Uribe, nacido en Sestao en 1902 y trabajador metalúrgico en su juventud, defendió la incautación de las tierras y los latifundios de los simpatizantes de la sublevación y su reparto a los campesinos a través del Instituto de Reforma Agraria. "No tenía grandes conocimientos de economía pero supo rodearse de asesores que le ayudaron, por ejemplo, a crear cooperativas de consumo y controlar los recursos para ponerlos al servicio de la guerra", cuenta Fernando Hernández.
Antes de salir al exilio y saltar a México, París y Praga, donde moriría en 1961, Uribe se refugió en Elda con el resto del gabinete republicano —allí se instaló también el último cuartel general comunista en suelo español, conocido como posición Dakar—, donde les sorprendió el golpe del coronel Segismundo Casado. "Nos comunican que la radio de Madrid estaba lanzando un llamamiento contra el Gobierno. Conectamos el aparato y oímos la lectura del Consejo casadista por el que tomaba el poder", describe Uribe; y sigue haciendo mención al puritanismo del PCE: "En la Junta sublevada figuraban representantes de todos los partidos nacionales que, a su vez, lo estaban en el Gobierno, excepto como es natural el nuestro".
La parte más oscura de la vida de Uribe, y por que pasa muy por encima en sus memorias, tiene que ver con la Operación Gnomo, el plan de Stalin para extraer de la prisión de Lecumberri (México) a Ramón Mercader, el asesino de Trotski. La misión que la Komintern encargó al dirigente comunista, quien recibió el nombre en clave de Tom, fue la de dar cobertura al operativo de la NKVD, la policía secreta soviética.