Bárbara de Braganza siempre había gozado de una "mala salud de hierro": propensión a la jaqueca, reumas, tos y ahogos constantes... Pero lo que más preocupaba en la corte española era la glotonería de la reina, esposa de Fernando VI. En su dieta abundaban los alimentos cárnicos (pollo, perdices o ternera), lo que le provocaba digestiones pesadísimas. Aunque los médicos siempre estuvieron pendientes de sus sofocos y gordura, nada pudieron hacer ante el cáncer de útero y sus consecuentes tumores que finalmente provocaron la muerte de la monarca en la madrugada del 27 de agosto de 1758.
Mientras el pueblo de Madrid, que al principio había lamentado su fallecimiento, comenzó a injuriar a Bárbara de Braganza tras airearse su testamento —legó el grueso de la herencia a Portugal, su país de origen— con versos crudos y crueles —"Bárbaramente comió, bárbaramente cagó, bárbaramente murió, bárbaramente testó"—, su marido Fernando VI decidió recluirse en el castillo de Villaviciosa de Odón, del que no saldría nunca más con vida.
Comenzó en esa fecha un periodo de depresión y locura, de arrebatos constantes y debilidad ante el recuerdo del cadáver de la esposa muerta. "El rey está energúmeno, endiablado, enemigo de rezar, irritable y asqueroso", rezaba uno de los pasquines satíricos de la época. Fernando VI, el primer borbón español, no se levantaba de la cama, humillaba a sus cortesanos y se negaba a lavarse y a cambiar la ropa de cama. Incluso en varias ocasiones llegó a fingir su propia muerte.
"El 10 de agosto de 1759, el día en que al fin dejó de existir el desgraciado, después de sufrir durante casi un año los síntomas de la enfermedad mental y física que hizo de él un cadáver viviente, se produjo en todo el personal, asistentes, ministros y palaciegos, un alivio que no necesitaban y no podían ocultar", escribe José Luis Gómez Urdáñez, catedrático de Historia Moderna de la Universidad de La Rioja, en su obra Fernando VI y la España discreta (Punto de Vista Editores).
Los efectos de la neurosis maníaco depresiva y la consecuente etiqueta de rey loco conforman la faceta en la que más énfasis ha hecho la historiografía sobre la figura del hijo de Felipe V y María Luisa Gabriela de Saboya, nacido en 1713. Sin embargo, la obra de Gómez Urdáñez, ahora reeditada y ampliada, trata poner en valor y sacar brillo a un reinado "injustamente marginado" y tildado de mediocre en comparación con el más brillante de Carlos III.
El historiador asegura que la de Fernando VI fue "una España de proyectos" y no "una sala de espera": caminos, puertos, un nuevo urbanismo, medidas fiscales como la abolición de las rentas provinciales, auge de la creación científica, literaria y artística —en esta época se puso en marcha la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando— o crecimiento económico —las arcas reales se llenaron consiguiendo al fin un saldo muy favorable para Hacienda—. Y todo ello se registró también gracias a la labor de ministros competentes como José de Carvajal y Wall o el marqués de la Ensenada, que en seis años construyó más barcos que en todo un siglo.
Pero el giro más importante del reinado de Fernando VI se registró en política exterior: España evoluciona del belicismo de Felipe V a la neutralidad fernandina, a un pacifismo —en la Guerra de los Siete Años, por ejemplo— que muchos han definido como debilidad por no someter a Inglaterra cuando hubo ocasión y recuperar así Gibraltar y Menorca, perdidas tras la "humillación" de Utrecht. "Antes que abandonarse al dulce beneficio de la paz, los ministros fueron nautas vigilantes de una coyuntura de profundos cambios internacionales que exigió más diplomacia —más negociación y en más asuntos que los del reparto de soberanías— y otra estrategia bélica, más técnica y con más soporte económico", relata el historiador. Es decir, sacar provecho de la paz para preparar la siguiente guerra.
El papel de la madrastra
Fernando creció imbuido por una profunda sensación de soledad —su madre murió no mucho después de nacer y dos de sus hermanos duraron muy poco: a un lo vio fallecer a los seis años y a otro cuando contaba con once—, propulsada por las tretas y el vil trato que le dispensaba su madrastra, Isabel de Farnesio, siempre controvertida y rodeada de corrientes maniqueas y acusaciones como la de envenenar a su propio hijo, el joven Luis I, el monarca más efímero de la historia de España.
La política de alianzas matrimoniales europeas empujó a Fernando al casamiento en Badajoz en 1728 con Bárbara de Braganza, hija del rey portugués Juan V, a quien de joven no se le permitía mostrarse en público y menos ser retratada. Los príncipes quedaron aislados y en un segundo plano hasta la muerte de Felipe V y el ascenso de Fernando al trono, que se produjo en julio de 1746.
Y la primera decisión a nivel familiar que adoptaron los reyes no puede tacharse de cobarde, ni mucho menos: Isabel de Farnesio sería enviada, junto a sus hijos el infante cardenal Luis y María Antonia, a la casa de los marqueses de Osuna, situada en la plazuela de los Afligidos, de donde vendría el significativo —y peyorativo— mote de sus seguidores. Ese destierro fue una de las acciones renovadoras acometidas por Fernando VI de quien toda Europa, al principio, vaticinaba que que no sería más que un "pelele" de la reina Bárbara de Branganza a instancias de su padre Juan V de Portugal.
Aunque no fue así, como bien señala Gómez Urdáñez: "Fernando VI llegaba al trono rodeado de una enorme popularidad y afecto de los españoles, pero era presentado en las embajadas y en las cortes europeas como un hombre sin carácter, incapaz de tomar decisiones políticas. Se pensaba que dejaría el gobierno al albur de los más intrigantes de la corte una vez que Bárbara demostrara su incapacidad natural e incluso que, mediando los 'vapores' heredados de su padre que todo el mundo pensaba que aparecerían más pronto que tarde, acabara abdicando". No lo hizo, sino que dirigió un reinado resuelto, provechoso e ilustrado, el de la España cosmopolita y discreta.