La civilización maya es una de las más poderosas y genuinas de la historia: abarcó un total de 350.000 km en el sureste de México y en la parte norte de América Central, incluyó la Península de Yucatán, Guatemala, Belice y parte de Honduras y El Salvador. Sigue siendo una cultura compleja y misteriosa, que ha legado infinitos testimonios incompletos y que, a su vez, ha ofrecido numerosos detalles sobre su propia historia.
Una de sus rarezas consistía en hacer bizcos a los niños nobles, es decir: a los críos de alta alcurnia les colocaban alrededor de la cabeza un cordón con una figurita colgando frente a los ojos, muy cerca de la nariz, para que forzasen la vista y cambiasen la órbita de la mirada. Nada de deformación: para ellos era un símbolo de estatus social, incluso una suerte de cirugía estética muy vanguardista.
Algo parecido hacían con las cabezas de los pertenecientes a las castas: las deformaban decorándolas con enormes tablas para cambiar su silueta original. Era un modo de adorno y por suerte no se volvía nada doloroso. A sus muertos los enterraban en la propia casa o en casa de los vecinos y, cuando moría un noble, se sacrificaba también a sus criados -eran enterrados con él, como si fueran de su propiedad: lo eran-.
Usaban las matemáticas y fueron una de las primeras civilizaciones en utilizar el “cero” en el mundo. Además, su sistema de escritura era el más avanzado de la antigüedad. Es interesante saber que empleaba la misma palabra para referirse al “amor” y al “dolor”: también tenían un estilo lacónico y metafórico en sus expresiones, por ejemplo, a los jóvenes en edad de casarse les llamaban “tallos floridos de maíz”, o al que se metía en algo que no era de su incumbencia le espetaban algo como: “¿Por qué llevas un taparrabos que no te pertenece?”.
Los mayas inventaron el chicle, extrayendo la resina de un árbol llamado zapote. Se tomaban bastante en serio los juegos… cuentan que tras los partidos de pelota, el equipo perdedor había de morir. No siempre, al menos: también podía jugarse de forma lúdica, pero el partido, en sentido profundo, se entendía especialmente como una lucha de poder entre grupos dominantes. Los esclavos que iban a ser sacrificados eran pintados de azul previamente y subidos a una de las pirámides, donde tenían que asumir una lluvia de flechas. Otro ritual recurrente era que una sacerdotisa les arrancase el corazón del pecho -¡aún latiendo!-.
Sus deidades lo regían todo, tanto lo visible como lo invisible: entendían que eran las fuerzas sobrenaturales las que condicionaban su vida, desde lo importante a lo cotidiano, como la alimentación, el comercio o la política. La mejor manera, a sus ojos, de honrar a sus dioses, era sacrificando a una vida humana: la sangre era el gran regalo. Usaban analgésicos naturales, consumían drogas alucinógenas durante los rituales y siempre tenían a mano una planta medicinal. Eran capaces de suturar heridas empleando cabellos humanos, arreglaban problemas de caries e incluso creaban prótesis dentales. La dentadura era importante para ellos, la usaban incluso para atacar y defenderse: llegaban a afilarse los dientes para poder desgarrar a sus enemigos.