Allá por el año 1402, el Imperio Otomano -un Estado multiétnico, multiconfesional, gobernado por la dinastía osmanlí- se antojaba imparable: había podido con todos sus contrincantes de Los Balcanes, se había fortalecido en Anatolia y enervaba desde hacía casi una década a la maltrecha Constantinopla. Sin embargo, el chollo del sultán otomano Bayezid I iba a acabarse pronto: fue le rey Tarmelán, gobernador de un enorme imperio que iba desde Mesopotamia hasta el Himalaya, quien le desafió y le noqueó al atacarle por el este. Bayezid I cayó irremisiblemente en la batalla de Ankara y entonces sus hijos comenzaron a preocuparse: en cuanto su padre fue capturado por Tamerlán, corrieron a organizarse individualmente, a recoger sus apoyos y a preparar sus tropas para dividir el imperio en tres partes. Arrancó la guerra civil. ¿Quién sería el próximo líder?
Tamerlán, satisfecho por su jugada -que debilitaba al imperio Otomano en cuanto a confusión y diferentes grupos de poder- se decidió a no liberar a su enemigo y Beyazid, volviéndose loco, terminó por suicidarse. El conflicto bélico entre hermanos fue un caos y a punto estuvo de finiquitar para siempre al imperio otomano. Duró diez años, y, finalmente, Mehmed venció a los otros dos, subrayándose como sultán.
Las rivalidades internas regresaron con la llegada al trono del nieto de Mehmed: el primogénito había fallecido, tenían un tercer hermano bebé y él accedió al poder de forma medio fortuita, como un segundón. Era consciente de ello, así que, para eliminar las dudas, asesinó a su hermano pequeño, incluso a su madre, y promulgó una ley sádica con el fin de atajar los problemas hereditarios y sucesorios: la idea era que nadie le volviese a cuestionar nunca más. Esta ley obligaba a todo heredero al trono del imperio a acabar con sus hermanos.
Prohibido "derramar sangre"
¿Cuál era el problema? Que la ley coránica prohibía a los herederos del profeta Mahoma “derramar la sangre” de otros herederos del profeta: en realidad era obvio que Mahoma quería prohibir que se mataran entre ellos, pero aquí Mehmed nieto se agarró a la literalidad y promulgó la muerte de los hermanos sin, efectivamente, derramar sangre. “Por el bien del Estado, aquel de mis hijos al que Alá le ofrezca el sultanado deberá, según la norma, enviar a sus hermanos a la muerte”, rezaba el decreto imperial de Mehmed II. Fue así como en unos 150 años acabaron cayendo unos 80 integrantes de la familia Osmalí.
Los métodos de asesinato eran cada vez más sofisticados y, eso sí, pulcros: a las mujeres se las tiraba al mar Bósforo confiando en su ahogamiento inminente y a los hombres se les estrangulaba con una prenda de seda. El más perverso de todos los herederos fue Mehmed III, que mató a 26 personas en total: a sus 19 hermanos y a 7 mujeres embarazadas, amantes de su padre, para acceder al trono. A él se le puede considerar el mayor fraticida de la historia.
El fin de la tradición
Pero, ¿hasta cuándo duró esta perversa tradición y qué fue lo que la rompió? El amor, claro. El sincero amor entre hermanos. El hijo de Mehmed III, Ahmed I, sólo tenía un hermano, Mustafá, un joven con cierto retraso mental al que adoraba. Los dos se veneraban y se cuidaban mucho. Ahmed fue incapaz de matarlo, pero a la vez era consciente de que tenía que respetar de alguna manera la ley instaurada, así que la reinterpretó. Metió a su hermano en una sala de palacio a la que acabaron llamando “la jaula”, donde recibió exhaustivos cuidados y un equipo se dedicaba día y noche a agasajarle personalizadamente, conforme con su discapacidad. Puede que suene bien, pero lo grave es que también se convirtió en tradición y los posteriores sultanes lo imitaron, encerrando a sus hermanos y aislándolos del mundo exterior.
Vivir sin contacto con la sociedad les quebraba la cabeza: muchos eran mentalmente inestables y acababan enloqueciendo a los pocos años. Sus rarezas eran infinitas: Ibrahim el Loco mandó buscar a la mujer más obesa del imperio para incorporarla a su harén y más tarde le regaló una provincia; o decidió ordenar matar a todos los cristianos que encontrasen a mano -afortunadamente esta locura fue detenida por sus consejeros-. Esta tradición enfermiza alcanzó al último sultán turco, Mehmet VI, quien asumió el trono en 1918.