Cuatro hombres, cuatro monarcas, cuatro titanes, cuatro rivales que se rifaron el dominio de Europa —y de buena parte del mundo— en la primera mitad del siglo XVI. Las historias y vidas de Enrique VIII de Inglaterra, el emperador Carlos V (I de España), Francisco I de Francia y el sultán del Imperio otomano Solimán, llamado el magnífico —aunque los turcos lo conocen como "el Legislador"— son de sobra conocidas, cuentan con numerosas biografías extensísimas, pero siempre resulta apasionante redescubrir sus hazañas y riñas, más aún si se hace en la peculiar forma de un retrato conjunto.
Así es cómo aborda Cuatro príncipes (Ático de los Libos), del difunto y prestigioso historiador británico John Julius Norwich, el periodo renacentista avasallado por el poder que manejó este cuarteto. Se trata de un ensayo —ahora lanzado en una nueva reedición— brillante por su contenido pero también por la forma en que es capaz de resumir con profundidad y elegancia los sucesos que protagonizaron los cuatro reyes en cuestión, nacidos todos en el intervalo de una década.
Leyendo el relato ensamblado por Norwich, en cuya obra destacan sendas trilogías dedicadas a Venecia y a Bizancio, no solo llega uno a la conclusión que aventura el autor —"estos cuatro hombres, en ocasiones amigos, más a menudo enemigos y siempre rivales, tuvieron a toda Europa comiendo de su mano"—. Sorprende, por encima de todo, esa diplomacia bélica edulcorada con tratados con fecha de caducidad que abanderaron Carlos, Enrique, Solimán y Francisco; cómo cada uno de ellos dirigió a sus peones y sus intereses en función del momento, sin reparar en que muchas veces chocaban con posiciones pasadas.
El libro dibuja con inteligencia y concisión las vidas cruzadas de estos aliados-enemigos, la época en la que se forjó la Europa moderna. La del inglés Enrique VIII, por ejemplo, coronado de rebote por la muerte de su hermano, estuvo enormemente marcada por su matrimonio con Catalina de Aragón, de quien renegaría por no darle un heredero varón y cuya nulidad le enfrentaría a la Iglesia católica y le haría fundar la anglicana. Fue un erudito pero también un iconoclasta —ordenó clausurar los monasterios y reemplazar los crucifijos por el escudo real—; un gobernante amado a pesar de las brutalidades que cometió —decapitó a dos de sus seis esposas—.
Al otro lado del Canal de la Mancha conoció a su homólogo francés, Francisco I, con quien compartiría brindis, como en junio de 1520 en la lujosa reunión en el Campo del Paño de Oro que sacudió las arcas de ambos Estados, pero también momentos de enemistad. El rey galo era la quintaesencia del hombre del Renacimiento, un apasionado del arte que dio cobijo en sus tierras a Leonardo da Vinci; también un mujeriego y un líder de la cristiandad al que no le tembló el pulso a la hora de aliarse con el infiel Solimán por miedo a quedar su poder oscurecido por el inmenso Imperio de Carlos V.
Cruzadas y lutos
Precisamente a estos dos últimos personajes sí se les puede tildar de némesis, pues siempre estuvieron enfrentados. El sultán otomano, bisnieto de Mehmed el Conquistador, logró el apogeo político, militar y económico de la historia de su imperio. Cuando murió, gobernaba buena parte de Europa Oriental y Oriente Medio junto con el norte de África hasta Argelia. En el plano de las relaciones, escribe Norwich con picardía, "jugaba en otra liga" gracias a su harén privado, pero era culto y progresista —reformó las leyes y el conjunto de la sociedad y fundó escuelas y universidades, etcétera—.
Solimán, que al mando de sus ejércitos llegaría a sitiar Viena en 1529, su máximo avance, hizo temblar a Europa tres años antes, cuando resultó victorioso en la batalla de Mohács, que significaría el fin de Hungría como Estado independiente durante generaciones. El historiador británico cuenta que al día siguiente de los combates, el sultán, sentado en un trono dorado, distribuyó recompensas y "ante él se alzaba una pirámide formada por dos mil cabezas humanas, entre ellas las de siete obispos húngaros". Un salvajismo que contrasta con las ejecuciones sumarias de los soldados que no respetaban a los lugareños.
El último integrante del cuarteto, Carlos V, fue el más poderoso de todos, el emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico. Sometió a Francisco —sus tropas le capturaron en la batalla de Pavía (1525) y estuvo preso en Madrid—, se alió con Enrique VIII —con quien también tuvo sus más y sus menos— y combatió a Solimán. No pudo culminar una de sus grandes ambiciones, una cruzada contra el territorio otomano, porque la inestabilidad en el norte de Europa con el estallido de la Reforma le obligó a concentrar ahí todos sus esfuerzos. Tras la muerte de su esposa, Isabel de Portugal, no volvió a casarse y se entregaría al luto el resto de sus días.
"Como individuos, difícilmente podrían haber sido más distintos; juntos, dominaron el escenario mundial y moldearon el continente europeo", resume Norwich. "Ninguno de ellos fue un gran hombre; pero todos poseyeron elementos de grandeza y cada uno de ellos dejó una huella indeleble en la tierra o tierras sobre las que reinó. Nunca antes el mundo había visto convivir a tamaños cuatro titanes. Las relaciones entre ellos cambiaban sin parar. A menudo se mostraron ferozmente hostiles; de vez en cuando —muy de vez en cuando— casi vergonzosamente amistosas. Siempre hubo un elemento de cautela y suspicacia —la confianza absoluta entre ellos era imposible— pero siempre hubo también un franco respeto; ninguno de ellos cometió nunca el error de subestimar al otro". El gran cuarteto de la historia.