En la tradición del pueblo zulú, que significa "cielo", el mayor honor que un hombre podía alcanzar era morir sin miedo, luchando por su nación, su cultura y su rey. Un último suspiro sin gloria constituía un fracaso. Así eran concienzudamente entrenados desde los siete años, para cumplir con el leitmotiv del guerrero valiente: o matar o morir matando. Su imperio, que se extendía por el sur de África, se había erigido a principios del siglo XIX en torno al liderazgo militar y político de Shaka, el jefe capaz de aunar bajo su mando decenas de clanes y tribus diversas y enfrentadas.
Pero el líder de los belicosos y obedientes zulús, conocido como el Napoleón negro, halló una muerte terriblemente normal para un pueblo que gobernaba más con las armas que con la palabra: el asesinato. La cadena lógica de acontecimientos desató una guerra civil por el trono, que auparía a varios hermanastros de Shaka. La época sangrienta de cainisimo finalizó con la coronación de Cetshwayo y el intento de reinstauración de la gloria pasada, pero para entonces ya había una amenaza externa: el hombre blanco, las tropas coloniales británicas.
Por ese encontronazo y la consecuente guerra que se prolongó durante seis meses en 1879, el reino zulú, una suerte de monarquía anacrónica en medio de la vida llena de extranjeros de las colonias vecinas, alcanzaría fama mundial. Su historia, centrándose en la última y cruenta etapa, la repasa con prosa novelesca el periodista Carlos Roca, experto en los campos de batalla de África del Sur, en su libro El Imperio zulú (Península). De forma atractiva y ligera, describe los entresijos del acontecimiento bélico contra los casacas rojas de la reina Victoria.
Para el bando invasor, la guerra anglo-zulú arrojó uno de los mayores golpes a su prestigio de todo el siglo XIX, sobre todo por el desastre registrado en la batalla de Isandlwana. "Esta ha pasado a la historia como la más severa derrota provocada por un ejército nativo a uno moderno durante el siglo XIX, y tuvo enormes repercusiones en la Inglaterra victoriana, ya que mostró a los bóers —los por aquel entonces eternos enemigos sudafricanos de los británicos— que los casacas rojas no eran invencibles", escribe Roca.
Aquella aciaga jornada marcó el punto de inflexión de la maquinaria colonialista británica, que buscaba lanzar sus redes sobre Zululandia para obtener mano de obra y destinarla a los campos de diamantes del sur de África o crear una región sudafricana en la región. Pero la hostilidad contra el reino zulú no se avivó desde Londres, sino que la gran responsabilidad de la contienda recayó sobre un hombre: sir Henry Bartle Frere, alto comisionado y gobernador de la Colonia del Cabo, "un fervoroso imperialista con aires de procónsul romano" que dirigió todo tipo de artimañas para justificar un causus belli.
La gesta heroica
El detonante de la guerra fue el ultimátum que Frere le envió al rey Cetshwayo: desmantelar el numeroso ejército zulú en un plazo de treinta días. Al no cumplirlo, las tropas británicas invadieron Zululandia a principios de enero de 1879. Unos pocos días más tarde, el 22, se registró la impactante derrota. Los invasores habían dejado atrás, en el cerro de Isandlwana, un tercio de su contingente, unos 2.000 hombres, cuando de repente se vieron cercados por una marabunta de más de 20.000 zulús, pertrechados con sus lanzas, escudos y jabalinas.
Fueron totalmente masacrados —murieron más de 1.300 de los soldados— en un abrir y cerrar de ojos por el ímpetu y la ferocidad guerrera de los nativos, sin temor a la pólvora enemiga, que también incurrieron en el saqueo y destrucción del improvisado refugio británico. Uno de los pocos supervivientes narró así la terrible escena: "Los zulús estaban en el campamento desmembrando a nuestros soldados, y también las tiendas de campaña y todo lo que se cruzaban. La muerte no fue suficiente para calmarlos; luego fueron y desmembraron a los hombres".
En su obra, Carlos Roca, ofrece vívidos detalles del sangriento choque —así como del resto de lances de la contienda, durante la cual fallecería el exiliado príncipe imperial de Francia, Napoleón Eugenio Luis Bonaparte, esposo de Eugenia de Montijo—, pero también de la conmoción que su resultado causó en Londres y en el seno del Gobierno cuando el informe llegó un mes más tarde. El premier Benjamin Disraeli escribió: "Estoy profundamente desolado por la noticia que me ha llegado de África del Sur sobre esta terrible catástrofe".
Curiosamente, en los periódicos se dedicó muchísima más tinta a una gesta militar acontecida el mismo día en una localización cercana: Rorke’s Drift, una estación misionera. Allí, unos 140 soldados británicos repelieron durante doce horas seguidas las incansables embestidas de más de 3.000 guerreros zulús. La inverosímil defensa, escribe el periodista, "entró en la nómina del Imperio británico como una de las hazañas más importantes de su historia", consiguiendo el reconocimiento de hasta once Cruces Victoria.
Pero ello no lograría enterrar el mayor desastre de una guerra que se reveló absurda y que finalizó en agosto de 1879 con la captura del rey Cetshwayo, además de poner de manifiesto la vulnerabilidad del imperialismo británico, como señala Carlos Roca: "Lo más sorprendente de todo esto es que el principio de la decadencia del Imperio británico, el más grande que jamás haya existido en el planeta, fuera producido por otro imperio, esta vez formado por una nación de guerreros: los zulús".