El pequeño Jenaro Vinagre, mientras sus dos tíos empleaban la tarde del domingo fabricando tejas en un horno emplazado en la propiedad familiar en Aliseda (Cáceres), jugueteaba en la zona aledaña con un pico. En uno de los impactos contra el suelo, el niño se topó con algo duro, un obstáculo. Empezó a remover la tierra y sacó a la luz una vasija rota de la que emergieron unas cadenas y pulseras de oro. Alertó enseguida a Victoriano y Jesús-Juan Rodríguez Santano, que rebuscaron y llenaron hasta dos cubos de alhajas lavadas inmediatamente en el cercano arroyo Cagancha.
Ese 29 de febrero de 1920, de manera totalmente fortuita, se halló el Tesoro de Aliseda, un conjunto de 354 valiosas joyas y objetos vinculados a la cultura tartésica que probablemente formaban parte del ajuar de una tumba tumular orientalizante de una mujer perteneciente a la élite local. El lote, fechado entre finales del siglo VII y principios del VI a.C. y expuesto en la actualidad en el Museo Arqueológico Nacional, está compuesto por adornos personales como anillos, pulseras, diademas o un cinturón, además de otras piezas como un brasero, dos vasos de plata, un espejo de bronce y una jarrita de bronce importada de Egipto.
Pero durante los primeros compases del descubrimiento, el conjunto a punto estuvo de perderse para siempre. El 6 de marzo, Juan-Jesús y Victoriano, viendo una rápida salida al negocio de las tejas y a la solución de sus problemas económicos, se desplazaron hasta Cáceres para vender el tesoro. Su comprador fue el relojero Fernando Cezón Morales, quien les pagó 2.515 pesetas por "treinta y siete onzas que arrojaban de peso tan repetidas alhajas y trozos de estas". Una fortuna nada desdeñable para la época.
Según explican Ignacio Pavón Soldevilla, Alonso Rodríguez Díaz y David M. Duque Espinio, profesores de Prehistoria en la Universidad de Extremadura y autores de las obras Historias de Tesoros, Tesoros con historia y el reciente El Tesoro de Aliseda, cien años después (Bellaterra), la noticia de la venta del hallazgo se extendió rápidamente tanto por Cáceres como por la pequeña localidad de la mancomunidad de Tajo-Salor. De hecho, el secretario del Ayuntamiento de la primera, Leopoldo Zugasti, denunció el día 10 ante la Policía la venta clandestina de unas joyas descubiertas en terreno comunal.
"El relojero Cezón y su entorno urdieron un plan consistente en ocultar a la Policía parte del tesoro y obtener de sus vendedores un recibo por importe menor al realmente abonado", de 884 pesetas, señalan los investigadores. Pero no lograrían esquivar a las autoridades: en la mañana del día 11, los hermanos Rodríguez Santano fueron interrogados, confesando la venta y entregando varios objetos preciosos que se habían guardado y las 2.515 pesetas. Los agentes también requisaron las piezas que el relojero Cazón había comprado y las reunieron en el juzgado para un preliminar análisis realizado por los expertos de la Comisión Provincial de Monumentos Histórico-Artísticos de Cáceres y el arqueólogo José Ramón Mélida.
La rápida intervención de la Policía y las autoridades había evitado que el tesoro saliese de España. Según reveló Juan Sanguino, miembro de la citada comisión y director del Museo Provincial de Bellas Artes, el relojero Cezón quería entablar contacto con el arqueólogo alemán Adolf Schulten, que se encontraba de paso por Cáceres. "Al informarle de que este había partido ya, Sanguino se ofreció a atenderle, pero el joyero declinó su disposición y le recomendó silencio", cuentan los investigadores de la UEX. "Está clara, pues, la intención de ocultar el tesoro a la Comisión y tal vez sacarlo del país —evidentemente, haciendo un buen negocio— con la eventual ayuda del erudito extranjero".
A pesar del empeño del Ayuntamiento de Aliseda por que las alhajas se conservasen en la localidad, el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes dictó el 21 de mayo una Real Orden declarándolo propiedad del Estado español en aplicación de la Ley de Excavaciones y Antigüedades de 1911. Siendo Mélida el principal valedor de esta decisión —en la prensa cacereña se le presentaba como una suerte de ave de rapiña—, el conjunto ingresaría en septiembre de 1920 en el Museo Arqueológico Nacional, pagándose posteriormente la correspondiente indemnización de 16.976,75 pesetas a Juan-Jesús y Victoriano como únicos descubridores probados, aunque el niño Jenaro había sido el verdadero hallador.
La importancia
El Tesoro de Aliseda, más allá de su intrincada historia y su enigmático contexto histórico-arqueológico, supone un material de primer orden para el estudio de los profundos cambios surgidos en el seno de la cultura tartésica, como consecuencia de la presencia fenicia en las costas del suroeste peninsular, al menos desde inicios del siglo IX a.C. La importancia del tesoro radica en el uso de las innovaciones tecnológicas de origen fenicio de las que informan muchas joyas, como son el uso de la filigrana y el granulado, así como de las soldaduras para elaborar adornos de pequeño tamaño y con decoraciones de inspiración oriental, como palmetas, rosetas, flores de loto o un héroe luchando con un león.
"El tesoro refleja la influencia orientalizante de la cultura fenicia en diversos ámbitos de la cultura de las poblaciones autóctonas, que llegaron a apreciar más el oro por la tecnología utilizada que por su valor intrínseco y que asumieron como propias o reinterpretaron unas creencias de compleja significación y unos símbolos y una iconografía que, por su fuerza simbólica, daban al oro un significado mayor de poder e influencia socio-política a sus propietarios", se explica en la página web del MAN.
Aunque la procedencia del conjunto "es en sí misma irresoluble", según los autores de El Tesoro de Aliseda, cien años después y directores de un reciente proyecto de investigación destinado a desentrañar su significado, la totalidad de sus piezas son de gran interés. En cuanto a los elementos áureos destacan las alhajas realizadas con técnicas heredadas de los colonizadores fenicios, especialmente el cinturón y la diadema. Las joyas podrían haber sido fabricadas en un taller peninsular en el que trabajarían artesanos fenicios e indígenas o sólo indígenas que hubieran estado anteriormente en contacto con los colonizadores. La factoría, además, creó un nuevo tipo de joya: la diadema de extremos triangulares, uno de los símbolos tartésicos por excelencia.
Estas joyas ya icónicas de la orfebrería orientalizante peninuslar y mediterránea, probablemente el ajuar funerario de una dama aristocrático —aunque los expertos no descartan del todo que se trate de una ocultación—, permanecieron enterradas más de 2.500 años, hasta que el pico del niño Jenaro las rescató del olvido.
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