La masacre total de un contingente militar de unos 18.000 soldados en los bosques de Germania en el año 9 d.C. provocó un auténtico terremoto en Roma. El Imperio —y antes la República— había sufrido catástrofes similares e incluso peores a nivel cuantitativo, pero ninguna había provocado semejante impacto psicológico en la capital de la potencia más poderosa del planeta. Suetonio cuenta que el emperador Augusto quedó tan consternado que se dejó crecer la barba y se golpeaba la cabeza contra las puertas gritando: "¡Quintilio Varo, devuélveme mis legiones!".
Publio Quintilio Varo era el legado del prínceps en Germania. Un experimentado general que debía encargarse de sofocar un conato de rebelión entre las tribus locales. Sin embargo, su marcha por las desconocidas tierras más allá del Rin se saldó con una auténtica carnicería: la pérdida de tres legiones completas y sus correspondientes águilas imperiales, sus estandartes, que contribuyeron a ahondar en la humillación sufrida por Roma.
Si hace unas semanas la batalla de Teutoburgo —que tuvo lugar al pie de la actual colina de Kalkriese, en el sur de Sajonia— volvía a la actualidad con el hallazgo en este yacimiento de la armadura romana más antigua y completa jamás descubierta, ahora es la serie Bárbaros la que ahonda en este dramático episodio para el transcurrir del Imperio. Estrenada en Netflix la semana pasada, la producción alemana ficciona de forma bastante libre la historia, centrándose fundamentalmente en la figura de Arminio (Laurence Rupp) y en su pueblo, los queruscos.
El joven caudillo, una vez sometidas sus tierras por los invasores, fue reclutado por los romanos, entrenándose y descubriendo el engranaje de su eficaz maquinaria militar. Cuando regresó a su hogar tribal hablaba latín perfectamente y había sido colmado de honores, como el rango de ecuestre. Fue él quien informó a Varo del levantamiento que se estaba gestando en las tierras del norte de Germania, pero en realidad todo consistía en una artimaña: Arminio era el principal artífice del plan que acabaría empujando a las tres legiones a una trampa mortal.
Bárbaros, como se deduce del episodio histórico, es un relato de traición y venganza... sazonado con elementos melodramáticos; la conjura de un hijo adoptivo (Arminio) contra su padre (Roma; aunque en la serie se juegue intencionadamente con que el propio Varo crio al querusco) que regresa para salvar a su pueblo de las garras y tributos exigidos por los legionarios. Un producto más digerible que recientes creaciones audiovisuales sobre la Antigua Roma como la decepcionante Britannia, en HBO, pero que no da para mucho más que una tarde entretenida —solo tiene seis episodios de menos de 50 minutos—.
El principal fallo de la serie, sin entrar a analizar las tramas secundarias, es la batalla en sí. Un enfrentamiento que suscitó un auténtico shock en el Imperio romano durante los años y décadas posteriores no se puede solventar en un escaso cuarto de hora. Y ya no solo por el tiempo dedicado, sino porque el choque entre romanos y bárbaros, que duró al menos cuatro días, queda resumido a un simple lance directo entre ambos bandos. Una propuesta narrativa que obvia las operaciones de guerrilla lanzadas sin descanso por las tribus germanas.
Bárbaros pretende ser un Vikingos de la Antigua Roma pero se queda un par de escalones por debajo. Tampoco ayuda que los guionistas no hayan querido ahondar demasiado en la encrucijada interna de Arminio, que ha de decidir entre la mano que le da de comer y le embriaga de reconocimientos y la obligación, por lazos de sangre, de ayudar a su pueblo a despojarse del dominio de Roma. Lo más sorprendente y acertado de la serie es la apuesta por el uso del latín.
La historia
Cuando las legiones de Varo, formadas por unos 18.000 hombres, se adentraron en territorio bárbaro, Arminio se ofreció a adelantarse para comprobar que no había ninguna emboscada. El legado de Augusto, que no sospechaba del hombre que había alertado de la rebelión, aceptó. Pero el querusco nunca regresaría. El ejército romano atravesaba el bosque, internándose en territorio desconocido, como si fuese una serpiente, cuando fue sorprendido por una lluvia de lanzas. Las emboscadas eran algo habitual en aquellas tierras salvajes, pensó el general, y decidió continuar.
La columna siguió avanzando otro día más, haciendo frente a las tropas espectrales que emergían de entre los árboles para arrojar sus armas y luego regresar al cobijo de la espesura. Despreciando el modo germano de hacer la guerra, se sentían superiores tanto por adiestramiento y disciplina como por equipamiento. A la tercera jornada de marcha, bajo un prolongado aguacero, los romanos entraron en una zona de ciénagas y descubrieron unas alteraciones sobre el terreno que llevaban su inconfundible sello constructivo. Habían caído en la trampa de Arminio.
"Para los legionarios fue como si monstruos creados de la misma madera y piedra del bosque emergieran tras sus baluartes y se abalanzaran sobre ellos, aullando en lenguas bárbaras, y miles y miles, una horda mayor de lo que ninguna tribu individual podía haber reunido", escribe el historiador Tom Holland en su magnífico Dinastía (Ático de los Libros). "El caos se adueñó por completo de la columna romana. Una multitud de cuerpos atravesados por lanzas se desplomó en los bajíos de la ciénaga como prólogo de una matanza todavía más terrible. Los bárbaros se lanzaron a la carga y sus espadas atravesaron a los legionarios sembrando muerte y terror".
Tres divisiones enteras de la fuerza militar más formidable de la Antigüedad se ahogaron entre el barro del paso de Teutoburgo y una traición. Publio Quintilio Varo se suicidó antes de caer prisionero para no morir como otros oficiales: asfixiados en la ciénga, ahorcados o decapitados por un mandoble de espada. "La presunción de invencibilidad, que el propio pueblo romano casi había llegado a creerse, dio paso entre muchos de sus ciudadanos a la creencia opuesta: una convicción desesperante de que el Imperio estaba condenado a hundirse", añade Holland.
Pero Roma acabaría vengándose de Arminio: hacia el otoño de 16, Germánico, sobrino e hijo adoptivo del emperador Tiberio, había recuperado dos de las tres águilas. Durante dos años persiguió de forma implacable al caudillo querusco, capturó a su esposa embarazada, sobornó a sus aliados, acorraló a sus soldados y los pasó por la espada. Visitó también el paso de Teutoburgo y él mismo echó la primera palada de tierra al túmulo funerario. Aunque no logró capturar al traidor, los germanos habían sido castigados con masacres y destrucción. En el año 43, durante el reinado de Claudio, sería recuperada el tercer águila.