Nada más terminar la Guerra Civil, miles de republicanos que no habían logrado zarpar hacia el exilio en el buque Stanbrook fueron encerrados en el campo de concentración de Albatera (Alicante). La horquilla de prisioneros allí hacinados en condiciones terribles comprende desde un mínimo de 13.000 hasta un máximo de 20.000. Son unos cálculos aproximados en base a testimonios orales: las autoridades franquistas se encargaron de hacer desaparecer todos los documentos y ficheros. Según los datos oficiales del registro civil de la localidad, desde abril hasta octubre de 1939, cuando se cierra el recinto, solo fueron fusiladas ocho personas, y una más murió por enfermedad.
Sin embargo, los relatos de los supervivientes y los testigos arrojan una historia completamente diferente: carros cargados de cuerpos que salían del campo en dirección al cementerio o a los descampados de las inmediaciones, reclusos que fallecían a causa de trastornos intestinales como el estreñimiento, del tifus o por hambre, fusilamiento inmediato a todo aquel que amagase con escapar, sacas de presos casi diarias, especialmente durante los tres primeros meses, dirigidas por los comités falangistas... Una eficaz máquina de represión que enterró las pruebas de sus crímenes, los restos de sus víctimas, y que los agricultores han ido encontrando de forma casual, en un silencio obligado, durante las últimas décadas. Algunos han recuperado varios capazos de huesos humanos, calaveras con pelo incluidas.
La arqueología es la que ahora quiere descubrir la historia amordazada del campo de concentración de Albatera, ubicado en el término municipal de San Isidro. Un proyecto de investigación liderado por el arqueólogo e historiador Felipe Mejías y subvencionado con 17.600€ por la Consejería de Participación, Transparencia, Cooperación y Calidad Democrática de la Generalitat valenciana y el Ayuntamiento, acaba de terminar la primera campaña de investigación arqueológica con unos "resultados espectaculares". Los expertos han hallado una gran cantidad de objetos que describen el día a día de los prisioneros del campo, restos óseos de algunas de las víctimas y las cimentaciones completas de tres barracones, uno de ellos de grandes dimensiones, que en un futuro se pretende musealizar.
"Seguramente sea el campo franquista más significativo por la importancia política e intelectual de la gente que acaba allí recluida: los cuadros medios y altos del gobierno republicano, gobernadores civiles y militares, sindicalistas, diputados, artistas, médicos...", explica a este periódico Felipe Mejías, que también está realizando su tesis doctoral sobre el recinto de Albatera, de unas catorce hectáreas de extensión. Allí fueron encerrados el historiador Tuñón de Lara, el poeta Marcos Ana, Josep Almudéver, el último brigadista vivo, o el periodista Eduardo de Guzmán, que narró su paso por el campo en el libro El año de la victoria, unas memorias escalofriantes.
Es la segunda ocasión que se investiga arqueológicamente uno de los 300 campos de concentración creados por el franquismo. El primero fue el de Castuera, en Badajoz, hace una década. Mejías lleva tres años recopilando información —estudios sobre el terreno, entrevistas con testigos de los hechos y sus familiares (los que quieren hablar) o conversaciones con propietarios de las tierras donde se estableció el recinto— sobre Albatera, donde estima que se registró una cifra de muertes comprendida entre "bastantes decenas y algún centenar". La consulta de las fotografías aéreas del primer Vuelo Americano correspondientes a 1945 le permitió identificar la silueta del complejo, completamente arrasado a finales de 1939, y sobre ella georreferenciar las fosas que habían ido encontrando los vecinos. Todas las piezas iban encajando.
Fotos inéditas
El de Albatera, en sus orígenes, fue un campo de trabajo construido en 1937 por la Segunda República para encarcelar a unos 1.400-1.600 prisioneros. "Pero el planteamiento y la gestión fueron totalmente diferentes", resalta Mejías. "El trato a los reclusos fue humano en todo momento, ellos mismos lo contaron. Con la llegada de los franquistas aquello se transformó un recinto cercado donde se trató a los prisioneros de una forma cruel e inhumana". Los reclusos estaban tan hacinados en los barracones, gobernados por los parásitos, que muchos tuvieron que dormir al aire libre, también las noches de lluvia.
El arqueólogo e historiador ha encontrado unas imágenes de esa primera época en el archivo del Comité Internacional de la Cruz Roja, en Suiza. También han salido a la luz otras imágenes inéditas —estaban mal atribuidas a un campo del norte de África de la II Guerra Mundial— del reportero británico Henry Buckley, compañero de fatigas de Robert Capa y Gerda Taro, que confirman que se permitía a los periodistas y a los sanitarios acceder a las instalaciones.
La campaña de actuaciones arqueológicas se ha centrado en prospectar una zona de tres hectáreas y media que se correspondería con la entrada al recinto y otra parte donde estaban referenciadas varias fosas. Siete arqueólogos —y la antropóloga física Susana Gómez, de la Universidad de León— estudiaron la parcela con detectores de metales. Se ha recuperado todo el registro material de la vida cotidiana de los prisioneros: cubiertos, colgantes religiosos, una valiosa joya de oro y brillantes que pudo pertenecer a un republicano que esperaba poder huir de España, monedas de ambos bandos, anillos, hebillas... "A muchos de los prisioneros los expolian al entrar al campo pero otros consiguen esconder estos objetos y eso puede suponer la diferencia entre morir o seguir vivo porque podías sobornar o comprar comida", señala Mejías.
También han emergido muchos casquillos de fusiles máuser del Ejército franquista o latas de sardinas y lentejas, los únicos alimentos que se les daban a los presos: una cada dos días para dos personas y un trozo de pan para cinco. "En estos sondeos no han aparecido fosas enteras, pero sí restos humanos a un metro de profundidad, como un fragmento de cráneo u otro de tibia", expone el investigador. "Evidentemente no han llegado ahí de casualidad: están porque hay una fosa cerca, pero es muy difícil encontrarlas en un espacio tan grande". A finales de primavera esperan poder retomar el trabajo de campo.
Además de los objetos y los huesos, los arqueólogos han identificado las cimentaciones completas —los encastres de los pilares, las correas de hormigón o los tabiques divisorios— de un gran barracón que ya aparece en una de las fotografías tomadas en 1938 por Luis Vidal y que se conservan en la Biblioteca Nacional. Ese podría ser el espacio idóneo para levantar un pequeño museo en el que se resuma visualmente la historia del campo y se muestren los objetos hallados. "Da para hacer un itinerario, tiene unas posibilidades didácticas impresionantes y me gustaría que fueran los chavales de los institutos para descubrir qué fue aquello", cierra Felipe Mejías. "Llegamos tarde, pero todavía a tiempo".