Unas palabras que cambiaron los derroteros de la historia europea y que nunca llegarán a conocerse con exactitud. El discurso del papa Urbano II pronunciado en la ciudad de Clermont, en el sur de Francia, el 27 de noviembre de 1095 ante unas cuatrocientas personas, incendió el mundo de la cristiandad y convocó a los "soldados de Cristo" para participar en una guerra santa contra los musulmanes, una raza "salvaje, impía y subhumana". Las versiones que describen el belicista alegato, sin embargo, fueron redactadas a posteriori, cuando la Primera Cruzada se había culminado con la conquista de Jerusalén.
La tarea de los historiadores estas últimas décadas no ha consistido en descubrir lo que dijo el pontífice letra por letra, sino más bien en comprender cuál fue el contexto y los motivos que empujaron a Urbano II a formar un ejército y emprender una campaña de recuperación de Tierra Santa. Una exhortación a la que en los siguientes doce meses respondieron entre sesenta y cien mil hombres, mujeres y niños procedentes de toda Europa occidental y que inauguró un conflicto religioso que se prolongaría hasta finales del siglo XIII.
Un libro estupendo para entender la génesis de la guerra santa y el desarrollo de esa inaugural peregrinación violenta es La Primera Cruzada. Una nueva historia, del británico Thomas Asbridge, traducida ahora al español por Ático de los Libros. Se trata de una obra que recoge las investigaciones más recientes sobre el fenómeno cruzado —además de manejar numerosas fuentes primarias— y que ofrece un relato analítico muy accesible para el gran público, tanto a nivel lingüístico como estructural, pero sin perder un ápice de erudición.
Uno de los grandes atractivos del ensayo de Asbridge, profesor de Historia Medieval en la Universidad Queen Mary de Londres y autor del más reciente Las cruzadas (también en Ático de los Libros), es precisamente la reconstrucción de ese cristianismo medieval que gobernaba una sociedad auténticamente espiritual —y extraordinariamente violenta, con continuas y despiadadas luchas por el poder— en la que cuestionar la existencia de Dios era inverosímil. La mentalidad de esa Europa discurría alrededor de una preocupación infranqueable: el peligro del pecado.
Ese fue el caldo de cultivo en el que se inició un vulnerable pontificado de Urbano II (1088-1099), nacido en el seno de la clase guerrera franca y que alcanzó el trono de Roma tras las profundas reformas desarrolladas por Gregorio VII. En el otoño de 1095 emprendió una gran gira de predicación por Francia en la se enmarca el llamamiento a la Primera Cruzada. El argumento que esgrimió el papa para fusionar fe y violencia fue la necesidad de vengar una serie de "crímenes" terribles cometidos contra la cristiandad por los seguidores del islam en Jerusalén.
La llamada a las armas de Clermont, sin embargo, "no se inspiraba de forma directa en ninguna calamidad o atrocidad que hubiera tenido lugar en Oriente en ese periodo", escribe el historiador británico. "Es posible que el sermón de Urbano estuviera motivado, al menos en parte, por la solicitud de ayuda militar que los bizantinos habían hecho unos ocho meses antes, en el Concilio de Plasencia, pero esa petición no estaba vinculada a ninguna derrota griega reciente, sino que era el resultado de décadas de agresiones musulmanas en Asia Menor". Hasta ese momento y a excepción de lugares como la Península Ibérica, musulmanes y cristianos habían coexistido durante siglos en relativa calma.
El movimiento del pontífice se interpreta más como "un intento de consolidar el poder de la dignidad papal y ampliar la esfera de influencia de Roma". Una expedición de semejante calado buscaba aumentar la influencia latina sobre la Iglesia oriental y consolidar un nuevo periodo de distensión con Constantinopla, epicentro del Imperio bizantino. Pero, sobre todo, santificando la guerra, alentando un conflicto militar a expresión de devoción piadosa, Urbano II otorgó a la nobleza medieval su bendición para recurrir a la violencia en nombre de Dios.
Motivaciones cruzadas
Con el discurso de Clermont, el papa buscó recabar apoyos para alcanzar dos objetivos señalados: la liberación de la Iglesia oriental y la reconquista de Tierra Santa. Fue, en resumen, una "guerra de defensa y recuperación", describe Thomas Asbridge: "La cruzada no se lanzó tanto como una empresa evangelizadora para conseguir la conversión, forzada o voluntaria, de los musulmanes de Levante, sino como una expedición para proteger y recuperar territorios cristianos". Una forma de conflicto militar-religioso hasta entonces desconocida: la expedición sagrada mezclaba los rigores penitenciales del viaje del peregrino con las propiedades purificadoras de la lucha en nombre de Cristo. La limpieza de los pecados, por lo tanto, era doble.
A pesar de que tradicionalmente se pensó que la masiva respuesta a su sermón cogió a Urbano II por sorpresa, los historiadores modernos han demostrado que había medido muy bien el alcance potencial de la campaña, identificando a los hombres que debían liderara su empresa: el obispo Ademar de Le Puy, el primer cruzado de la historia; y Raimundo de Tolosa, uno de los príncipes más poderosos de toda la cristiandad latina y un aliado incondicional del papado. Con ambos probablemente se reunió el pontífice para organizar la peregrinación armada.
A finales del siglo XI, la única forma de dar a conocer una noticia era el boca a boca. Por eso, entre diciembre de 1095 y septiembre de 1096, Urbano II visitó numerosas ciudades de Francia divulgando la llamada a la acción. "El verdadero impacto de la predicación del papa durante esa gira resulta patente cuando se observa que una altísima proporción de los participantes en la Primera Cruzada de los que tenemos noticia gracias a los testimonios históricos provenían de las regiones que recorrió y sus alrededores", explica Asbridge.
Ningún rey se embarcó en la Primera Cruzada, integrada por miembros de la aristocracia de Francia, Alemania occidental, los Países Bajos y de Italia, lo que moldeó un ejército formado por contingentes dispares e incluso divididos. Los príncipes que marcaron el devenir de la empresa, marcada por una "brutalidad despiadada", fueron Bohemudo de Tarento, Godofredo de Bouillón, Tancredo de Hauteville o Balduino de Boulogne, además del citado Raimundo de Tolosa. A todos ellos les movió también la convención social y la costumbre devocional de intentar mejorar sus almas y el bienestar espiritual de sus antepasados a través del mantenimiento de las comunidades monásticas con limosnas y patrocinios.
Otro de los mitos que derriba Asbridge en su libro es el de las motivaciones de los cruzados: ni fueron fundamentalmente benjamines hambrientos de tierras ni lo que les llevó a abrazar la cruz fue la codicia. "La expedición prometía tener un coste aterrador, incluso incapacitante" a nivel físico, asegura el experto, además de los recursos económicos que era necesario movilizar: de promedio, un caballero debió reunir un capital equivalente a cinco veces su renta anual. Una hipoteca en vida y alma para combatir a miles de kilómetros del hogar, en una aventura incierta, en nombre de Dios.