Los espacios materiales que evocan a los dictadores fallecidos han sido un quebradero de cabeza para las democracias europeas desde el fin de la II Guerra Mundial. El Valle de los Caídos se revela en un ejemplo extremo de esa ardua (di)gestión de una memoria traumática, pero casos parecidos se registran por todo el continente: la casa natal de Mussolini en Predappio, la de Hitler en Austria, el mausoleo de Lenin en Moscú... El análisis de cómo todos estos países han manejado el legado de sus déspotas es el sujeto de estudio de Guaridas del lobo (Crítica), la nueva obra del historiador Xosé M. Núñez Seixas (Ourense, 1966), Premio Nacional de Ensayo 2019.
Aunque su fin se debiese a una guerra o a una muerte natural, a todas las democracias europeas les ha resultado difícil lidiar con sus pasados dictatoriales. ¿Por qué resulta tan compleja esta tarea?
Habría que diferenciar situaciones, épocas y procesos de tránsito a la democracia. Yo he escogido un ángulo concreto que es ese que llamo "lugares de dictador", determinados legados materiales, como pueden ser casas natales, mausoleos, tumbas, palacios de verano, etc., que estaban vinculados de manera muy íntima a la biografía de los dictadores, donde de algún modo se producía una conexión entre su carisma y su dimensión privada como hombres.
Ahí uno se encuentra, incluso en los casos en los que la gestión de la política de la memoria fue más coherente, que esos espacios acostumbraban a constituir una excepción a la norma: solían ser una suerte de elemento incómodo a los que se les daban soluciones provisionales. Gestionar el pasado dictatorial suele ser complejo en la mayor parte de los casos, pero gestionar determinados tipos de legados materiales de las dictaduras es aún más complejo. Es más fácil retirar estatuas de lugares públicos, impulsar una narrativa en los libros de texto o todo aquello que tiene que ver con la dignificación de las víctimas.
Hace unas semanas retiraron en Melilla la última estatua de Franco. ¿España ha sido una anomalía en la gestión de estos espacios o quizá es que esa época es demasiado reciente?
Las dos cosas. España es distinta pero no tanto. Aquí pesa mucho el hecho de que se produjese una transición pactada a la democracia y no hubiese una caída de la dictadura por causas exógenas, como una guerra, o una revolución interna, como sucedió en buena parte de los países comunistas. También hay que tener en cuenta que esa transición se realiza a partir de 1975, cuando todas democracias occidentales que siguieron a los regímenes fascistas, autoritarios o colaboracionistas tuvieron 30 años más.
Es verdad que en España determinados símbolos muy visibles tardaron más en ser removidos. No hubo una normativa hasta 2007, y como su aplicación dependía de las autoridades locales había muchos subterfugios, que fue lo que argumentó en su momento el Gobierno de Melilla. Hay unas declaraciones de Juan José Imbroda en las que decía que la estatua fue inaugurada después de la muerte de Franco para conmemorar la defensa de la ciudad por la Legión. Se le presentaba como comandante de la Legión y no como caudillo. A ello se aferraron hasta febrero de este año.
Las calles dedicadas a los caídos de la División Azul pasan inadvertidas porque a nadie les suenan
Las referencias a la dictadura también han ido desapareciendo del callejero. ¿Queda mucho por hacer?
Quedan muchas calles que están dedicadas a supuestos héroes y personalidades del bando franquista, o por ejemplo a los caídos de la Divisón Azul, que como hoy en día a nadie les suenan, pasan inadvertidos. En A Coruña, el Gobierno de Marea Atlántica retiró la calle División Azul, pero sigue existiendo otra dedicada a un cabo coruñés que murió en batalla en Rusia y fue condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando. Como nadie sabe ya quién era el cabo Ponte Anido, la calle continúa ahí.
Teniendo en cuenta la diferencia temporal con otros países, ¿qué podemos aprender de lo que han hecho con estos lugares conflictivos?
La primacía de los valores cívicos: el convencimiento de que una democracia de calidad se basa en una visión crítica del pasado reciente. Esto afecta a muchos elementos actuales de higiene democrática. Si queremos un sistema judicial que funcione, una ética en los cargos públicos, que los valores básicos de cualquier constitución democrática estén engrasados, hay que tener una visión suficientemente bien informada del pasado reciente. El concepto de patriotismo constitucional, del que mucha gente se llena la boca, pasa por una crítica reciente al pasado dictatorial. Ver en eso solamente revanchismo es muy alicorto por parte de muchos.
En el caso español hay un elemento que no necesariamente se registra en otros: la Guerra Civil, cuyas culpas no se pueden externalizar. En Italia del norte, entre la segunda mitad de 1943 y mayo de 1945, hubo una guerra entre partisanos y antifascistas y partidarios de la República de Saló. Después eso se obvió y se sumergió en un magma en el que todos los italianos habían sido víctimas directas o indirectas del fascismo y todas las culpas eran de los invasores alemanes. En Francia se silenciaron cuestiones como la colaboración y lo mismo ocurrió en otros países de Europa occidental. En el caso español, al ser el conflicto anterior a la II Guerra Mundial, no se podía subsumir en ninguna ocupación ni echar las culpas a otro. Eso también hace difícil la resignificación de algunos de estos lugares de memoria.
Da la sensación de que los tentáculos de la Guerra Civil llegan hasta hoy en día y todavía condicionan muchos comportamientos…
En otros países no entienden que haya una suerte de patriotismo antifascita español. O que frente al desafío secesionista no se puedan poner de acuerdo izquierda y derecha en una serie de puntos mínimos. Pues porque tienen visiones muy divergentes del pasado y de la propia dictadura. Hacer como que el franquismo y la guerra no existieron es lo que se intentó durante treinta años, pero acabó estallando igual.
¿Hay grandes diferencias a la hora de gestionar estos espacios entre los países que sufrieron una dictadura fascista y los que vivieron una comunista?
Una cosa que sorprende bastante en las políticas de la memoria de algunos países poscomunistas es su carácter bastante acrítico respecto a algunos símbolos y, sobre todo, lugares de memoria heredados. En países como Rusia, Georgia o Rumanía hay una cierta tendencia a la disneylandización del recuerdo de la dictadura. En Hungría, una caso evidente, hay una cierta reivindicación ahora mismo de la dictadura del almirante Horthy y bastante silencio sobre la comunista. Pero bueno, con Rusia asistimos ahora a una suerte de revival de la figura de Stalin desprovisto de sus características de dictador sanguinario y visto como gran líder militar y estadista y vencedor de la "gran guerra patriótica".
Es verdad que cuando hablamos de las dificultades de la política de la memoria en España a veces olvidamos que en la Europa del Este, con pocas excepciones, la tendencia es hacia una banalización cada vez mayor. En cambio, en Europa occidental, hay una mayor sensibilidad hacia las víctimas de las dictaduras y una menor tolerancia hacia sus supuestos logros. Pero como decía antes, también hay que verlo con perspectiva.
En el libro destaca que el Valle de los Caídos es un "lugar de dictador" sin parangón en Europa. Si de usted dependiera la decisión, ¿qué haría con él?
Habría que resignificarlo de manera bastante radical. En primer lugar, creo que habría que desacralizar todo el recinto.
¿Eso implicar volar la cruz?
¿Habría que convertir aquello en un lugar de educación cívica, de recuerdo de las víctimas, pero también de respeto por los allí enterrados? Sí. La cruz igual se cae un día de estos porque está en muy mal estado. Pero hay que debatir sobre si los evangelistas que la sostienen pueden ser considerados patrimonio nacional. Se podría mantener, pero precisamente la compensación a la cruz sería la desacralización del espacio en su integridad y su conversión en un lugar de memoria gestionado públicamente. Por supuesto también facilitar la identificación de los restos en la medida que sea posible.
El concepto de patriotismo constitucional, del que mucha gente se llena la boca, pasa por una crítica reciente al pasado dictatorial
¿Y con el Pazo de Meirás? Usted está en el comité que aconseja sobre qué decisiones tomar…
Estamos trabajando en ello. Nosotros vamos a recomendar, la decisión la van a tomar las administraciones públicas. Meirás tiene una peculiaridad con respecto a otras residencias de verano de dictadores de Europa: un pasado anterior. Esas torres fueron construidas por Emilia Pardo Bazán. Es además un recinto muy amplio y variado, con muchas posibilidades de usos. Abogaremos por que tanto la memoria de Pardo Bazán como la memoria crítica del franquismo y la memoria de lo que fue la reivindicación por Meirás —a partir de 1975 fue símbolo de olvido y después de reivindicación de conciencia social acerca del pasado reciente—se conjuguen en una narrativa que propicie valores de encuentro, de la ciudadanía democrática.
En su obra analiza algunos lugares de peregrinación de nostálgicos, como Predappio, la ciudad natal de Mussolini. A corto plazo, ¿puede aparecer en España un lugar similar?
Siempre puede aparecer un lugar de peregrinación porque la imaginación de los nostálgicos, de ese turismo negro que siente la atracción por el morbo de los chicos malos, es muy amplia. En Austria o Alemania no hubo tumba del dictador al que veneraron. Pues se utilizó como sucedáneo la tumba de los padres de Hitler, muertos antes de la I Guerra Mundial; o la de Rudolf Hess u otros jerarcas nazis. Las autoridades fueron jugando al ratón y el gato, estableciendo normas ad hoc para impedir este tipo de concentraciones.
Aquí está por ejemplo la casa natal de Franco. Nadie le hace caso, pero quién no te dice que cuando el Valle de los Caídos esté lleno de referencias críticas busquen un lugar como ese o se vayan a venerar a Mola a Alcocero de Mola o se concentren en la quinta de Queipo de Llano. Hasta ahora no ha aparecido, pero como contraejemplo está esa historia tan curiosa del empresario que compra el famoso yate Azor y lo planta en un pueblo de Burgos, al lado de un restaurante, para hacer una suerte de complejo temático… Luego no va nadie.
Izquierda y derecha tienen visiones muy divergentes del pasado y del franquismo
En Alemania es inconcebible ver a alguien por la calle con una esvástica. Aquí habitualmente vemos banderas franquistas y saludos fascistas. ¿Deberían estar penados estos comportamientos?
Creo que sí. Si tanto se habla sobre los respetos a la enseña española y lo mal que le parece a muchos que se haga en otros ámbitos, como los independentistas, otra bandera que ya no es oficial debería estar penada de algún modo. A veces prohibir tiene efectos contraproducentes: la Segunda República prohibió el uso de la bandera bicolor por considerarla monárquica, y lo único que consiguió fue que se convirtiese en un símbolo de reivindicación.
¿Cree que la ley de memoria democrática puede resolver algunas de las cuestiones que hemos mencionado o teme que encone todavía más el debate?
La ley contiene puntos muy razonables. Incluso la propia denominación, memoria democrática, que evita un poco ese término que no aparecía en ley de Zapatero de 2007, que es una ley de resarcimiento de las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo, sobre todo. Esta incide más en valores cívicos y proactivos, mira hacia el futuro. Me parece un paso hacia adelante y que va en una buena dirección. Aquí en Galicia con el tema de Meirás ha habido unanimidad con mayores o menores matices y por eso ha funcionado. Si esto es posible aquí, también lo es en otros lugares.