El plan de Reino Unido para invadir España en 1943 y echar a Franco
Un libro analiza el papel de la inteligencia británica en la Península Ibérica durante la II Guerra Mundial y cómo influyó en el desarrollo del régimen franquista.
18 abril, 2021 02:12Noticias relacionadas
A bordo de un avión Douglas que le facilitó el general Vigón, Samuel Hoare, el embajador británico en España, aterrizó el 19 de agosto de 1943 en una improvisada pista en la localidad lucense de Guitiriz. Su llegada, en el momento de mayor tensión diplomática entre el régimen franquista y la potencia aliada durante la II Guerra Mundial, se registró en medio de unas maniobras militares en las que participaron alrededor de dos mil personas. A pesar de la delicada situación que estaba provocando la ambigüedad de su no beligerancia, el dictador no se privó de aparentar una imagen de fortaleza ante los visitantes extranjeros.
Tras hacer noche en el famoso balneario de aguas termales de la zona, Hoare emprendió el camino hacia su destino real: el Pazo de Meirás, la residencia veraniega del caudillo, que asemejó al Nido del Águila de Hitler por su difícil acceso —"unos 60 kilómetros a lo largo de un camino empinado y sinuoso y sobre un país de matas", dijo—. Allí le aguardaba una reunión de urgencia con el propio Franco, en la que el embajador manifestó una serie de demandas para garantizar el mantenimiento de las relaciones entre Reino Unido y España: frenar la ayuda encubierta al Eje, cambiar su postura de "no beligerante" y retirar a la División Azul del frente ruso.
El contenido de las discusiones se conoce gracias a los papeles privados del diplomático británico y a lo que reflejó en su libro Embajador ante Franco en misión especial —por el título en español—, publicado en 1946. El encuentro se saldó con un resultado desconcertante: "Aquí estaba el dictador de España, a cuatrocientas millas de su capital en un momento de crisis europea, sentado en una sala de fumadores, listo para hablar de los cultivos y el clima o las perspectivas de la temporada de caza con la misma voluntad que los tremendos sucesos que tienen lugar en el mundo, y todo el tiempo, autoposeído, complaciente y aparentemente confiado en su propio futuro. Mis fuertes palabras, lejos de provocar explosiones, se esfumaron como si fueran algodón", escribió Hoare.
Franco le reconoció que lo que había realizado hasta entonces era el pago de la deuda contraída con Alemania e Italia por su ayuda en la Guerra Civil, que estaba haciendo lo posible para expulsar a los "aventureros y criminales" que habían ingresado a Falange —formación que inquietaba en Inglaterra por su identificación con el fascismo— y que lo de los combatientes españoles que compartían trincheras con los nazis en el otro extremo del continente era un "gesto simbólico". A pesar de estas evasivas, la reunión fue satisfactoria para los servicios de inteligencia británicos.
Hasta el verano de 1943, Reino Unido había mantenido una curiosa posición respecto a España resumida en una máxima repetida desde antes de la contienda mundial: "Queremos echar a Franco... pero no hay alternativa". Es decir, no importaba tanto la figura del dictador como que no se lanzara de forma oficial a los brazos de Hitler. No obstante y para ese entonces, la desconfianza sobre el régimen se había disparado por numerosos motivos: la diferencia de trato entre la difusión de noticias británicas y alemanas, la utilización de los puertos de dominio español por los barcos y los agentes nazis y la persecución de los miembros del servicio diplomático inglés por todo el país.
En ese contexto, que reconstruye Emilio Grandío Seoane, profesor titular de Historia Contemporánea en la Universidad de Santiago de Compostela, en su obra Hora Zero. La inteligencia británica en España durante la Segunda Guerra Mundial (Cátedra), se enmarca la reunión del Pazo de Meirás. Los Servicios de Operaciones Especiales habían tejido una red de espías en toda la Península Ibérica desde principios del conflicto, pero el modelo de recabar información parecía agotarse. A ello se sumaba el aumento de la pasividad gestual del régimen franquista a favor de los aliados, un equilibrismo sorprendente teniendo en cuenta que la guerra empezaba a decantarse claramente tras la caída de Mussolini. Había que subir las apuestas.
Lugares de aterrizaje
La consideración interna de Franco, además, pasaba por un momento crítico. A mediados de junio, 27 procuradores en Cortes le enviaron una carta en la que pedían textualmente la Restauración de la monarquía católica tradicional. Un órdago que repetirían algunos generales como Orgaz, Kindelán, Moscardó o Saliquet a principios de septiembre. Esa era, de hecho, la solución mejor valorada por el propio Samuel Hoare, aunque desde el Gobierno de su país se le informó en mayo de que la opción de don Juan de Borbón era "impracticable". Tras el encuentro en Meirás, que fue filtrado a la prensa encendiendo las alarmas de Alemania e Italia, el embajador regresó a Londres.
Franco trató de calmar la presión de Reino Unido y EEUU con varios gestos: la retirada oficial de la División Azul —muchos voluntarios seguirían combatiendo hasta el final de la guerra bajo el nombre de Legión Azul—, el rechazo al reconocimiento de la República de Saló y la no protesta ante la decisión del dictador portugués Salazar de dejar las Azores para uso de los aliados en su campaña contra Alemania. Pero los movimientos se consideraron escasos.
"A principios del mes de octubre se envía a Londres un listado exhaustivo de lugares posibles de aterrizaje para un supuesto de intervención directa de los aliados en el noroeste español. La cantidad de lugares escogidos y detallados en la zona septentrional indica claramente cuál era la zona elegida y señalada desde hace meses por los británicos", relata Grandío Seoane. En estos informes se incluyen descripciones de Guitiriz, Virgen del Camino (León), Zamora, Vigo-Peinador, Vigo-Estuario, A Coruña, Ferrol, Lugo-As Rozas, Santiago, Valdoviño, etcétera.
A la presión interna —política, militar y social— y la intimidación constante de los aviones británicos sobrevolando territorio español —incluso se cree que una gran explosión en el puerto de Vigo pudo ser causada por una de sus bombas— se sumaba ahora la seria advertencia de invasión. "Posiblemente el régimen de Franco nunca estuvo tan amenazado como en estos momentos", destaca el historiador. Cuando Samuel Hoare regresó a Madrid a principios de octubre, se había difundido un nuevo rumor en este sentido: un desembarco aliado por el Tajo que tendría lugar el día 12.
"Cuando llegué, primero a Lisboa y luego a Madrid, se decía que algo importante iba a suceder en octubre. En Lisboa, el 8 de octubre encontré a la población parada en las calles y buscando el cielo. Algunos decían que tenían el propósito de observar un despliegue de luz diurna del planeta Venus, otros con la expectativa de que los aviones alemanes estuvieran a punto de atacar la ciudad. En Madrid, una persona tan responsable como el embajador estadounidense, que había recibido un telegrama sobre el tema, presionó (...) para decirle si los infantes de marina británicos ya habían aterrizado", relató Hoare a Anthony Eden, el secretario del Foreign Office.
El éxito en las negociaciones entre los aliados y Portugal por el control de las Azores fue una circunstancia clave para rebajar la tensión. El 14 de octubre, el embajador le envió una carta al premier Wiston Churchill diciéndole: "Hoy, una semana después de la hora cero, todo en España parece notablemente tranquilo". Franco logró controlar la rebelión monárquica interna y, a finales de mes, se produjo otro acontecimiento decisivo para descartar los planes de invasión: la caída de la "Red Sanmiguel", una de las mayores de la inteligencia británica en la Península Ibérica.
Integrada fundamentalmente por españoles contrarios a la dictadura, sus informes a la Embajada británica indicaban la movilización armada de los grupos clandestinos del norte con posibilidad de participar en una hipotética operación bélica. La desarticulación de esta red, cierra Emilio Grandío Seoane, fue "crucial hasta el grado de representar un punto de inflexión en el trato entre aliados y el régimen de Franco. Fue una de las mayores pruebas para que la dictadura adujera que Gran Bretaña había traspasado el pacto establecido de no injerencia en los asuntos españoles: la búsqueda de información era permitida, pero no que su objetivo fuera la localización de objetivos estratégicos para una posible invasión militar aliada en territorio español".