A lo largo de la historia de la humanidad las puertas han cumplido funciones rituales en las que cruzar un umbral representaba el tránsito, la solemnidad o el rito. Desde las entradas de los conjuntos megalíticos hasta las catedrales europeas, las puertas son decoradas o confeccionadas como un elemento de separación entre quienes somos y lo que nos aguarda.
Óscar Martínez dedica Umbrales: un viaje por la cultura occidental a través de sus puertas (Siruela) a este propósito: relatar el devenir de nuestra propia historia a través de las entradas de edificios, recintos y monumentos. Desde la puerta de la escuela de arte Bauhaus en Dessau, con la simplicidad y sobriedad con la que fue construida como resumen de lo que la escuela que albergaba pretendía transmitir; hasta el arco de Tito en Roma y la función purificadora de aquellos que la cruzaban para "deshacerse de la sangre de la guerra".
Pero también hay un hueco para los monumentos y edificios de la Península Ibérica. Uno de los capítulos que compone Umbrales está dedicado a la Torres de Serranos en Valencia, una construcción que tuvo usos tan variopintos como el de cárcel de la nobleza, refugio de cuadros históricos o de protección contra las crecidas fluviales.
Puertas al Turia
En el año 1358 el rey Pedro IV encargó a la recién creada Fàbrica de Murs i Valls, encargada de la proyección y realización de obras públicas en el Reino de Aragón, la creación de un muro que rodease a la ciudad. La necesidad de crear un sistema defensivo alrededor de la plaza también llegó como sistema de contención contras las crecidas del Turia que desde hacía años amenazaban a Valencia.
La deforestación de parte del cauce del río, cerca de su nacimiento, había provocado que el agua bajase con una mayor violencia, poniendo en peligro a sus habitantes entre el verano y el otoño, los meses más lluviosos.
Hubo que esperar casi medio siglo, hasta 1392, para que al arquitecto Pedro Balaguer se le asignase el proyecto de la puerta de Serranos. La corona le dio una importancia enorme a la empresa, organizándole un viaje por todo el reino con el objetivo de que obtuviese inspiración para su obra de otros edificios románicos y góticos.
La monumentalidad de la puerta una vez terminada no solo la convirtió en un elemento defensivo, sino en todo un signo para la ciudad. Ricamente decorada con celosías en piedra y artesonados, el portal se acabaría convirtiendo en uno de los edificios civiles góticos más importantes de Europa, así como la imagen de la Ciudad de Valencia para quien llegase hasta sus muros.
Óscar Martínez menciona las entradas de Alfonso el Magnánimo en 1424 o Felipe II el 19 de enero de 1586 entre otros, como protagonistas de la relación que tan estrechamente se había creado entre la Ciudad de Valencia y su puerta. Tan solo cuatro años después de su inauguración, en su umbral se dio cita la comitiva nupcial de la princesa doña Blanca, hija de don Carlos, rey de Navarra, en su camino a contraer matrimonio con el infante don Martín, rey de Sicilia.
De puerta a cárcel
Sin embargo, a finales del siglo XVI, el Ayuntamiento de la ciudad ardió y con él la cárcel de nobles y caballeros. Ante este suceso, la puerta fue trasformada en presidio, modificando su parte posterior. Entre las piedras se abrieron huecos para poder ventilar las celdas y rápidamente pasó a ser conocida como las Torres de Serranos, desvinculada ya de su glorioso pasado.
Lo que podría haber sido el final de uno de los edificios de ingeniería castrense más importantes de nuestro país, se convirtió en su propia salvación. A mediados del siglo XIX los planes de Haussmann en París o Cerdá en Barcelona se convirtieron en la solución para los acuciantes problemas que acumulaban las grandes urbes europeas.
El aumento de la población y el paso de la Revolución Industrial obligó a la reconversión de este tipo de construcciones, dejando atrás el plano amurallado en favor de la entrada del ferrocarril en las ciudades o la creación de modernos ensanches. Martínez señala el año 1868, cuando el gobernador civil de Valencia, Cirilo Amorós, ordenó la destrucción de las murallas de la Ciudad de Valencia.
Sin embargo, los únicos vestigios que quedaron en pie fueron las puertas de Quart y Serranos, las únicas que se salvaron por desempeñar una función distinta de la que fueron creados: la de ser prisiones.
Velázquez en Valencia
Todavía quedaba un episodio más por el que la torre debía pasar. Con el trascurso de la Guerra Civil y el cerco cada vez más estrecho sobre Madrid de los ejércitos sublevados, Largo Caballero escogió Valencia en noviembre de 1936 como nueva sede de la República, poniendo a cargo de la Junta de Defensa de Madrid al general Miaja.
Entre el 15 de noviembre de 1936 y el 5 de febrero de 1938 se organizaron hasta 22 caravanas encargadas de transportar los mayores tesoros de la capital, por miedo a que las bombas de los ejércitos fascistas acabasen con ellos: los cuadros del Museo del Prado.
José Lino Vaaamonde fue el encargado de organizar y supervisar el traslado de los cuadros. Las obras que llegaron hasta Valencia se repartieron entre el Museo del Patriarca y las Torres de Serranos. Hasta esta última se llevaron los lienzos más valiosos por estar a buen recaudo entre sus gruesos muros.
Para mejorar la situación de los lienzos en su interior se creó una bóveda de hormigón armado de 90 centímetros, así como una base de cáscara de arroz y tierra que sirviese para amortiguar el impacto de los obuses. También se instaló un sistema de control de humedad y temperatura. De esta forma, entre las piedras de la antigua puerta convertida en prisión convivieron Las Meninas de Velázquez o la Carga de los Mamelucos de Goya, protegidos y a buen recaudo entre sus gruesos muros.
Umbrales
El viaje que Óscar Martínez nos propone en Umbrales es el de una travesía continua por la historia de Occidente. Entre sus páginas las puertas se convierten en el acceso a distintos mundos: el del tránsito a la muerte en el dolmen de Menga en Antequera; la riqueza de la Joyería Fouquet en París o la importancia del azul del manto de la virgen de la Iglesia de Santa María de los Reyes en Laguardia.
Una historia que resulta viva, transitable y sobre todo, franqueable de la mano de Martínez. Un libro que nos hace valorar aún más los pequeños detalles que han quedado diseminados a lo largo y ancho de la historia.