"México es el único país de América donde no ha muerto el rencor originado por la conquista y la dominación. Matémoslo, sepultémoslo ahora aprovechando esta magnífica coyuntura", arengaba Indalecio Prieto en una carta a la prensa mexicana de la época sobre los restos —metafóricos y físicos— de Hernán Cortés. El exministro republicano pasaba el exilio en el país centroamericano. Los huesos del conquistador coparon la imaginación y los esfuerzos de Prieto en sus días aztecas, intentando quizás olvidar a los fantasmas que poblaban la Península.
El político se dirigió en varias ocasiones desde tribunas en periódicos y a través de las ondas radiofónicas pidiendo la reconciliación y el hermanamiento entre ambos pueblos. El espectro de Cortés aparecía muchas veces, invocando al conquistador como eslabón perdido entre culturas y hablas, con una inocencia casi mística. En la década de los cuarenta sería testigo del último capítulo de la odisea de los huesos del conquistador de Tenochtitlán.
Setenta y cinco años después, el 12 de octubre de 2021, Valentín Pozo, alcalde de Medellín (Badajoz), envió hace unos días una carta a la embajadora de México en España, María Carmen Oñate Muñoz, preocupado por el destino de los restos del conquistador. La misiva informaba a Oñate de que era necesario recuperar lo que quedaba de Cortés ante la posibilidad de que su tumba fuese saqueada y se perdiese parte de la historia patria.
Pozo señalaba la "deriva antiespañola" que se vive en el país como un motivo de preocupación. Sin embargo, la problemática no es nueva y desde la independencia del país latinoamericano en 1821, los huesos de Cortés han sido objeto de todo tipo de especulaciones y secretos sobre su paradero. Unos restos que poco tienen que ver ya con las hazañas, mitos y sombras del hombre, y más con la reparación, la justicia o la venganza, cadáveres todos de la historia.
La última voluntad de Cortés
Cortés murió el 2 de diciembre de 1547 en Castillejo de la Cuesta, Sevilla. La derrota de la Jornada de Argel en 1541 le había dejado enfermo y maltrecho. Aunque ya había zafado a la muerte en otras ocasiones, la parca terminó por encontrarlo. Contrario a lo que los historiadores recogieron en los siglos posteriores, el conquistador no murió en la ruina. Una lista de prestamistas elaborada por la Corona en 1540 le nombra como a una de las posibles fortunas a las que España podía recurrir en caso de deuda.
Esteban Mira Caballos señala en Hernán Cortés, una biografía para el siglo XXI (Crítica) la controversia que todavía rodea a la vida y obra del explorador. No solo la reprobación de sus actos, muchos inhumanos y crueles; también la creación de un hombre ideal al servicio de la política de unos y otros siglos. Desde los textos que ayudaron a la forja de toda una mitología de sus hazañas en el Nuevo Mundo, hasta la carestía de escritos y fuentes originales, perdidas durante la Guerra Civil española y la de Independencia en México.
Uno de los pocos documentos que sí que pueden ser corroborados es el de su testamento, donde el extremeño manifiesta su deseo de ser enterrado en América, más concretamente en la Iglesia del Monasterio de Coyoacán. El texto, recuperado en 1925 por Mariano Cuevas, reza: "Mando que cuando los dichos mis huesos se llevaren y trasladaren a la dicha Nueva España, para darles tierra en la Iglesia del dicho Monasterio de Coyoacán, que yo mandé hacer y edificar". A esta condición se le añadía la de que no debían pasar más de diez años desde su muerte antes de que sus restos mortales llegasen a la actual Ciudad de México.
Sin embargo, no fue así y el monasterio que proyectó antes de su muerte nunca se llegó a construir. El Cabildo municipal decidió destinar los fondos a otros menesteres, quedando huérfano de sus deseos, enterrado primero en san Isidoro de Sevilla, y más tarde trasladado a San Francisco de Texcoco —esta vez sí—, en tierras mexicanas. En una urna cerrada llegaron a Nueva España los huesos del extremeño el 23 de mayo de 1566, los traía Hernán López de Calatayud, regidor Valladolid. Aunque todavía habrían de permanecer medio siglo a la espera de que el monasterio de Coyoacán terminase sus obras.
Traslados y más traslados
A mediados del siglo XVII, otras muertes notables pusieron de nuevo la atención sobre sus restos. Se preparó un gran desfile hacia la capilla mayor del convento de San Francisco de México, junto a los de Catalina Suárez Marcayda, mujer del conquistador. El féretro cerrado permaneció a la vista de cuantos se acercaron al lugar a honrar su memoria; ofreciendo, según Mira Caballos: "Unas exequias grandiosas para honrar a la vez al conquistador y a su nieto. El traslado se realizó, según las crónicas, con un gran fasto, donde los cuerpos fueron precedidos por una larga comitiva".
El siglo siguiente habría de alumbrar dos traslados más. El primero en 1716 a la nueva Iglesia de San Francisco, conservándole esta vez el altar mayor, guardado por una verja de madera dorada y cristal sobre la que se leía la inscripción: "Ferdinandi Cortés, ossa servatur hic famosa". La segunda ocurrió el 8 de noviembre de 1794 y le llevó hasta el hospital de la Concepción y Jesús Nazareno de México, el primero en construirse en la ciudad. En el mismo lugar en el que Moctezuma y Cortés se encontraron por primera vez.
Esta última fue por iniciativa del virrey de Nueva España, el conde de Revillagigedo. Disgustado con la austeridad del primer entierro, decidió edificar un mausoleo en honor del conquistador. El fastuoso monumento estaba rematado en jaspe y coronado por un escudo de armas fundido en bronce. El viaje de sus restos estuvo guardado por el tañer de todas las campanas de la ciudad y una larga homilía donde se ensalzó su papel evangelizador, como guardián de almas y otros tantos títulos.
Huesos bajo la tarima
Con el final de la Guerra de Independencia en México en 1821, los restos volvieron a entrar en el debate público. Un año después de la contienda, el Congreso Nacional del país planteó la posibilidad de desmontar el mausoleo para olvidar "el ominoso recuerdo de la conquista". Temiendo su expolio, el 16 de septiembre de 1823 fueron trasladados de nuevo al hospital de Jesús. Escondidos bajo las tarimas de la iglesia, lejos de curiosos, durante trece años más, hasta 1836, fecha en la que fueron nuevamente recolocados en la Iglesia de la Purísima Concepción y Jesús Nazareno, contigua a su anterior morada.
Sin embargo, el lugar exacto en que fueron guardados se perdió durante años, intentando mantener un secreto que podría devenir en su destrucción. Medio siglo tuvo que pasar para que en 1882 se plantease trasladarlos al Panteón de los Héroes de la Independencia, una proposición que causó protestas en todo el país, poniendo de nuevo en alerta a sus guardianes que llevaron los huesos a un lugar aún más discreto en la iglesia del Hospital de Jesús para guardarlas.
Fueron los descendientes de Lucas Alamán, el político e historiador mexicano, los que conservaron durante generaciones la llave de la cripta en la que se encontraban los huesos, pasando dicho legado de generación a generación. Alamán firmó antes de morir un acta de enterramiento en la Embajada española que revelaba el lugar en que habían sido depositados. El documento se mantuvo en el más absoluto secreto y durante 100 años nadie pudo consultarlo.
Exilio y olvido
José de Benito Mampel era un hombre de rostro enjuto, gafas finas con montura de metal, pelo ralo y el labio superior leporino. Catedrático de derecho mercantil y militante de izquierdas, la Guerra Civil le empujó al exilio, primero en Bogotá y más tarde en México, en 1942. En este último desempeñó sus funciones como subsecretario de la Presidencia del Consejo Ministerial del Gobierno Español Republicano.
Su estatus le permitió tener acceso a documentos altamente sensibles, entre ellos el acta de enterramiento de Cortés que Alamán dejó en la caja de caudales de la embajada. Descubriendo la importancia de los mismos decidió transportarlos a Europa aprovechando que Giral se llevaba el gobierno a París. Indalecio Prieto recogía los hechos en un artículo donde citaba la petición del embajador Nicolau D´Olwer a Mampel para recuperar el documento robado. Para cuando pudo ser devuelto ya había hecho copias distribuyéndolas, entre otros, a Fernando Baeza, un español trotamundos de 26 años que buscaba fortuna en el DF.
La tarde del 24 de noviembre de 1946, cuatro personas se reunieron en el Hospital de Jesús para empezar la excavación en uno de los muros. Años antes, José C de Valadés había realizado una búsqueda infructuosa a solo 25 cm de donde se halló la hornacina. La casa pía que el mismo conquistador había construido sirvió de refugio a sus huesos durante un siglo, guardados en una caja negra con esmaltes de oro.
Los restos se reinhumaron el 9 de julio de 1947, tras una placa de bronce con el escudo su escudo de armas y una discreta inscripción en la Iglesia de Jesús Nazareno: "Hernán Cortés 1485–1547". Un año más tarde se cumplieron cuatro siglos de su muerte y no hubo ninguna misa o memorial como los que antaño celebraban al metelinense. De la misma forma que lo descubrieron, lo olvidaron.
Ahora los huesos podrían enfrentarse a otro traslado a España que por ahora el Gobierno socialista ha desechado. El discreto lugar escogido para el descanso del conquistador no es un lugar turístico, las fotos están prohibidas y son pocas las personas que hasta allí se acercan para leer el nombre del extremeño y la fecha de nacimiento y defunción que adornan su nicho. Una historia larga y que parece no tener una conclusión. El historiador Arturo Arnaiz y Fren sintetizó el bochornoso episodio de una forma brillante: "Los restos de Hernán Cortés no nos dicen nada nuevo sobre el conquistador, pero sí, en cambio, nos permiten conocer cosas nuevas sobre nuestros contemporáneos".