Gabriela Ybarra (San Sebastián, 1983) no había nacido cuando el 20 de mayo de 1977, un comando de ETA secuestraba a su abuelo Javier de Ybarra, empresario y político, en su casa de Neguri, un barrio de Getxo, y lo asesinaba casi un mes después. El 20 de octubre de 2011, un mes y medio después de que su madre muriese de cáncer, ETA anunciaba el cese definitivo de su lucha armada.
En mitad de la vida estamos ante la muerte. A los 28 años Gabriela sintió que debía recomponer las piezas de su historia. La muerte abre heridas y perturba la memoria. “Al final de la enfermedad de mi madre, mi padre empezó a decir algunas frases sueltas sobre el asesinato de mi abuelo que llamaron mi atención”. La escritora acaba de publicar El comensal (Caballo de Troya, 2015), primer libro en el que narra la historia de dos desapariciones: la de su abuelo y la de su madre.
Comprendí que muchos de los conflictos que aún teníamos en mi familia provenían de su asesinato
Cuando murió necesitó escribir el duelo para asimilarlo. “Durante este proceso empecé a investigar el asesinato de mi abuelo”, cuenta a este periódico. “Al principio no sabía dónde se cruzaban las historias, pero luego comprendí que muchos de los conflictos que aún teníamos en mi familia provenían de su asesinato y de las amenazas terroristas que mi padre sufrió durante años”.
Somos pasado
La autora reconoce que la reconstrucción del asesinato de su abuelo y la enfermedad de su madre le permitieron encontrar un sentido a su herencia familiar. “Me he reconciliado con mi origen”, dice. Todos heredamos el pasado. “Las historias de 'la ETA' y del asesinato de mi abuelo se mezclaban con otras que me contaba mi padre sobre Pompeya, las bailarinas de Degas, el poema de La princesa está triste y Los hombres pájaro de Max Ernst”, añade.
La historia que de niña escuchaba Gabriela narrada a pedazos regresa transformada en un texto literario que acude a los hechos. Rescata la historia real, desprovista ya de leyenda, de lo que en ningún momento deja de ser un acto de valentía contra la barbarie.
La literatura llega a donde no llega la Historia, permite profundizar en lo que somos y en nuestras emociones
Esta es una historia que no merece caer en el olvido. Pocos autores se han enfrentado literariamente al terrorismo vasco, Bernardo Atxaga o Fernando Aramburu son algunos de ellos. Gabriela confiesa a EL ESPAÑOL que la escritura de este libro le ha permitido aprender “que la historia de nuestra familia (y por extensión la de nuestro país) es una parte fundamental de quienes somos y que no podemos vivir de espaldas a ella”. La literatura es política, la propia autora reflexiona sobre esto en su libro: “Mi intimidad aún es política. La muerte de mi madre también".
El lenguaje, los silencios, las casas, la convivencia, los sentimientos… Todo es política. Lo más fascinante de El comensal es la descripción neutra de los acontecimientos que hace Gabriela, sin dramatismo. Una novela escrita desde las ruinas, desde un territorio devastado por la muerte.
¿Para qué sirve una novela? La autora cree que “la literatura llega a donde no llega la Historia, permite profundizar en lo que somos y en nuestras emociones. Creo que es una herramienta muy buena para comprenderse”. El juez François Sureau (París, 1957) necesitaba hacerlo. Quería escribirlo para expiar sus fantasmas: participó en la Comisión de Apelaciones de Refugiados que negó el asilo a varios antiguos militantes de ETA.
Culpa y perdón
En su novela El camino de los difuntos (Periférica, 2015) cuenta lo que ocurre al otro lado de la frontera —y de la historia— con el profesor Javier Ibarrategui, antiguo militante de ETA durante el franquismo que en 1968 participó en el comando que asesinó al comisario y torturador Melitón Manzanas. El personaje de Ibarrategui, basado en tres casos parecidos con los que el jurista trabajó en aquellos años, había renunciado a la banda terrorista ya en democracia, pero solicitó el asilo a la comisión porque temía al GAL. Al poco de volver a España fue asesinado en una plaza de Pamplona.
Mirándome, dijo que no deseaba, si llegaban a asesinarlo, que nadie se sintiera responsable de su muerte
El rostro de Ibarrategui sigue en la memoria de Sureau como envuelto en una bruma perpetua. “La culpa”, escribe el autor, “tiene poderes de los que el amor carece”. Diez años después del asesinato de Ibarrategui, el narrador fue al País Vasco y visitó el cementerio donde está enterrado. También intentó hallar el camino de los difuntos, un camino particular que recorren los miembros de la familia desde la casa hasta el cementerio, propio y distinto para cada una, que se entrecruzan como en una red invisible con otros caminos. Pero Surau no lo encontró.
“Mirándome, dijo que no deseaba, si llegaban a asesinarlo, que nadie se sintiera responsable de su muerte. Ahora sé que era sincero. Pero en aquel momento, esa frase nos puso en su contra”, cuenta en la novela breve.
Entre el pasado y el presente existe una relación viva que nos obliga a hacernos preguntas
Entre el pasado y el presente existe una relación viva que nos obliga a hacernos preguntas. Walter Benjamin dijo que la memoria abre expedientes que la historia da por archivados. Cuando la memoria personal de un acontecimiento se materializa en libros como El comensal y El camino de los difuntos, también se hace pública y condiciona nuestro imaginario colectivo.
El filósofo Reyes Mate escribe que ante nosotros se abren dos caminos posibles: pasar página o enfrentarnos al pasado (como hacen Ybarra y Sureau). “Todo depende de cómo entendamos la violencia terrorista: si como una cuestión meramente política o como un asunto moral porque hay que responder del daño a las victimas”.