Upton Sinclair fue uno de ellos. También Lincoln Steffens, Peter Finley Dunne, Ida Tarbell, David Graham Phillips, Will Irwin… Todos han pasado a la historia por un apodo que nadie escogió, muckrakers. Un nombre que surgió de un discurso del presidente Theodore Roosevelt en 1906 en el que les criticaba: los comparó con jardineros que limpian con un rastrillo, rake, el estiércol, muck,sin mirar al cielo, lo elevado, lo bueno de la sociedad. Pese a ello, muchos acabaron llevando el mote con orgullo. Porque ya entonces tenían conciencia de estar creando una nueva forma de periodismo: la denuncia, la guerrilla, el ataque kamikaze. El muckraker no se casaba con nadie, no temía al poder y no se doblegaba. El editor y traductor Vicente Campos se ha encargado de reunir una selección de aquellos artículos en el libro ¡Extra, extra! Muckrakers, orígenes del periodismo de denuncia (Ed. Ariel).
El volumen es una interesante compilación y capítulos del editor que los contextualiza y explica. Un recorrido apasionante por la historia de hombres y mujeres valientes. “Capitalistas, obreros, políticos, ciudadanos: todos infringiendo la ley o permitiéndolo. ¿Quién queda para respaldarla?”, se preguntaba el editorial de la revista McLure's de enero de 1903, el texto que se considera fundacional de este tipo de periodismo. “No queda nadie; nadie salvo todos nosotros”, respondía.
¡Extra, extra! es un libro al que cabe poner sin embargo una objeción: su caótica estructura induce a un esfuerzo innecesario por parte del lector para entender, al comienzo de cada capítulo, si éste se trata de un texto sobre muckrakers o de muckrakers, si es explicación o texto histórico.
Sobornos y trampas
Los miembros de aquel nada selecto club atacaron sin pelos en la lengua al Senado, como hizo David Graham Phillips en 1906, con nombres y apellidos en su objetivo: el senador por Rhode Islad Nelson W. Aldrich. Poderoso e intrigante, elegía a los gobernadores con “sobornos”, “manipulación de las listas de inscripción de votantes” y “todas las trampas con la legislación estatal que le facilitan las cosas”. En 1901, su hija se casó con el heredero de John D. Rockefeller. “Así, el principal expoliador del pueblo americano es un aliado, emparentado por matrimonio, del principal intrigante y manipulador al servicio de los expoliadores. Ése es un hecho que ningún americano debería perder jamás de vista”, advierte Phillips.
Lincoln Steffens denunció la corrupción en su serie La vergüenza de las ciudades (1903). En el que dedica a Minneapolis, comienza hablando de los bosses, los “caciques locales” de cada gran urbe. El de Minneapolis era por aquel entonces Doc Ames, “un sinvergüenza generoso y afable”. Un auténtico mafioso, a tenor del artículo: compró votos para salir elegido candidato, aunque fuese del partido contrario, nombró capitán de policía al dueño de un prostíbulo, sacó a presos de la cárcel y legisló de forma torticera los burdeles, con mordida incluida. Metió mano en el juego, en el negocio de la leña, en el alcohol, mientras se ganaba a los votantes con buenas causas. “Ames era la alegría no sólo de los enfermos y los indigentes. También ofrecía consuelo a viciosos y depravados”, dice Steffens en su artículo de McLure's, donde da nombres de todos sus compinches y lugartenientes y explica cómo funcionaba aquel ayuntamiento en el que todo olía a podrido.
Quizá el más famoso de los muckrakers fuera Upton Sinclair, con un artículo, ¿Es verdad La jungla?, que desnudó las insalubres condiciones de la industria cárnica. Hubo también mujeres muckrakers. La más famosa fue Ida Tarbell, que se atrevió con la Standard Oil Company de Rockefeller desde las páginas de McLure's. Fue una de las primeras periodistas de investigación económica.
Ida Tarbell acusó a la Standard Oil Company de Rockefeller de conspirar para hacerse con el control del negocio del petróleo
En su artículo, Tarbell ofrece cifras que no tienen ni los tribunales sobre el excedente, beneficios y dividendos de la compañía, creados mediante argucias legales, filiales, empresas encadenadas... Unos 45 millones de dólares anuales de beneficio, cuenta. “Cuando pensamos que probablemente una tercera parte de esos inmensos ingresos anuales va a las manos del señor John D. Rockefeller (…), la Standard Oil se convierte en una cuestión de interés público mucho más grave de lo que ya lo era en 1872, cuando se delató a sí misma al conspirar para hacerse con el control absoluto del negocio del petróleo”.
Gran fraude
La otra cara del poder era el pueblo. Muckrakers como Jacob A. Riis documentaron, con su pluma y su cámara, las paupérrimas condiciones de vida de buena parte de la población. La industria de la medicina no se libró tampoco del análisis de otra fiera, Samuel Hopkins Adams, en octubre de 1905. Lo tituló El gran fraude americano.
Los muckrakers surgieron oficialmente en 1906. Pero casi un cuarto de siglo antes, en 1883, John Swinton ya les había sacado los colores a sus compañeros de banquete. Aquel redactor jefe del New York Times se desmarcó de las palmaditas en la espalda con un discurso ante los principales colegas de profesión que daba idea de qué pasaba en los Estados Unidos de América, una joven y, ya entonces, corrupta nación. “Vosotros lo sabéis y yo también, y menuda estupidez es ésta de brindar aquí ¡por una prensa independiente! Somos las herramientas y los lacayos de los ricos, que permanecen entre bastidores. Somos sus marionetas. Ellos mueven los hilos y nosotros bailamos”.
El amarillismo fue objeto de ataques: '¿Por qué atender a los hechos cuando hay diatribas a mano?', se pregunta con ironía Hapgood
La denuncia alcanzaba a los propios denunciantes, y así vemos entre estos ilustres pepitos grillo de la vida norteamericana a Norman Hapgood, que arremetió contra la “epidemia de la vida pública” desde las páginas de Collier's. Se refería al amarillismo. Y, en particular, a su bestia negra, Hearst y sus publicaciones. Aunque no exclusivamente. Era toda una escuela: “¿Por qué atender a los hechos cuando hay diatribas a mano? El periodismo amarillo más descarnado está siendo imitado en incontables publicaciones. Todas dispuestas a vociferar más alto que Lawson, Hearst o Russell”, escribe Hapgood en marzo de 1905.
Profesionales como Will Irwin diseccionaron el amarillismo. Interesante en el artículo reproducido es el reflejo que hace Irwin de la irrupción en los periódicos de otra clase de noticias, "o supuestas noticias": "La simple tontería". Contenidos ligeros, pintorescos, superficiales... Pero que daban lectores. ¿Les suena? Al bueno de Irwin le habría dado grima asomarse a parte de la prensa actual.
Vidas curiosas, como la de Nellie Bly, que dio la vuelta al mundo convertida en reportera todo terreno, y anécdotas como el origen del nombre Teddy Bear -osito de peluche en inglés-, relacionada de forma tangencial con la historia de los muckrakers y con Theodore Roosevelt, alimentan también las páginas de este volumen, de lectura obligada para periodistas del siglo XXI y recomendable para cualquiera, se dedique o no a este oficio, esa curiosa palabra que tan poco le gusta al editor del libro.