El ilustrador francés Jean Jullien dibujaba en su estudio de Londres, la radio sonaba de fondo la noche del viernes. Las noticias sobre la cadena de atentados en París paralizaron su trabajo, pero alumbraron una imagen que se ha erigido en el icono contra la matanza yihadista, como en su día, lo fueron el eslogan 'Je suis Charlie' de Joachim Roncin y la ilustración de Ana Juan para la portada del New Yorker sobre el atentado contra la revista Charlie Hebdo. El símbolo de la paz con base de Torre Eiffel, trazado con tinta china sobre papel, en blanco y negro, ha sido adoptado, compartido y multiplicado desde que lo lanzó en su página web y desde ahí la liberó en Twitter. La potencia de la imagen ha confirmado los deseos del autor, que quiso hacer “algo espontáneo que pudiese servir a la gente”.
La referencia a la paz y al amor, entrelazados con el monumento, son un recuerdo evidente al movimiento hippy de los años sesenta, que surge como resistencia al discurso bélico que se desata en un estado de emergencia como el que vive la capital de Francia. Ni Jullien, ni el resto del mundo, podía vaticinar a esas horas el balance brutal del atentado, pero más allá del dolor y de la revancha, el dibujante reclamaba de la manera más sencilla solidaridad y cabeza fría frente al ascenso de la barbarie. Contra la violencia y la venganza, paz; todas las veces que hagan falta. Por desgracia, y si se cumplen los mandamientos de la imaginación de Michel Hoellebecq en la novela Sumisión, asistimos al nacimiento de un icono rotundo condenado a reaparecer.
Jullien no pide rezar por París, sino paz para París. El dibujante ha excluido la idea de la religión y de la guerra global contra el terrorismo entre la civilización y la barbarie. Un simple dibujo es capaz de romper el marco de guerra innegociable que pretende la estrategia yihadista y a la que se suman los estados democráticos para acabar con las matanzas, olvidando en la provocación las herramientas del derecho y la democracia.
Jullien acostumbra a iluminar sus imágenes con humor y alegría, sin olvidarse de los temas más crudos como el asesinato de Michael Brown en Fergurson y el asesinato en Charlie Hebdo. Una de las particularidades de este autor es llevar el dibujo fuera de la página e incorporarlo e la realidad misma. Hace unos días se convirtió él mismo en uno de sus personajes, al fotografiarse con una careta dibujada como si fuera uno de sus monigotes; en otra imagen sus zapatillas pierden sus larguísimos cordones (dibujados en el suelo); en la taza del café de la mañana pinta unos ojos, la taza con el líquido hace de boca enorme y somnolienta; un perro dibujado asoma su cabeza en uno de los vagones del metro; incluso juega con la piel de una manzana, a la que le da forma de ser que abraza a la fruta desnuda que antes cubría; si se le rompe la pantalla de su smartphone incluye un dibujo que golpea justo en el lugar del desastre…
Este deseo de paz y amor del dibujante de 32 años es mucho más simple que todos estos otros trampantojos irónicos. Es en su simplicidad donde reside la fuerza y el calado que convierte la imagen en universal. Es algo que todo el mundo puede entender. “Sólo quería dibujar algo universal -explica a este periódico- Con tanta violencia y tragedia sólo queremos eso, un poco de paz”.