Zúrich. 13 de enero de 1941. James Joyce agoniza sobre su cama con una úlcera de caballo, de ésas que provoca el exceso de alcohol y de supervivencia. Había llegado hasta allí huyendo de la guerra, y su aura parecía apagarse por momentos. "Yo escribo para un hombre que se sienta al otro lado de la mesa... se llama James Joyce", había confesado, ya vetusto y marchito, en cierta ocasión. Todos sabían que no había razón para seguir aguantando. Su última obra, Finnegans Wake, había resultado una tortura para el traductor más afamado. Su hija Lucía, aquejada de una esquizofrenia galopante, agonizaba en cualquier manicomio suizo. Había sido tratada por el mismísimo Carl Jung, que veía indicios, por cierto, del mismo desequilibrio en el propio Joyce.
Pocas horas después, una peritonitis se llevaba por delante a aquel hombre que nada esperaba ya de un mundo que le daba la espalda. Sin embargo, se quedaba el otro Joyce, el que se sentaba al otro lado de la mesa cuando el más afamado de sus hijos, el polémico pero trascendental Ulises, iba desfilando por la hoja en blanco para nunca más irse.
Al cerrar la última página, me sentía como Uma Thurman después de ventilarse a todo el ejército yakuza de O-Ren
Es hora de recordar lo que queda de aquel legado, una obra que marcó un hito en la literatura universal por la complejidad y la innovación que trajo consigo. Hay un antes y un después tras acabar el Ulises porque, a partir de ese día, te verás obligado a sujetar el asiento cada vez que coloques el punto de mira en cualquier texto.
75 años después, su protagonista, Leopold Bloom, sigue trazando el mismo recorrido cada 16 de junio, perdido y absorto entre su propia creatividad. Permanezcan atentos si no quieren que sea demasiado tarde para encontrarse.
REMANDO A LA CONTRA
Se trata, probablemente, de la obra jamás compuesta que ha sido criticada con mayor saña. Yo terminé la obra magna de Joyce, sí, y aún hoy puedo decir con orgullo que no recuerdo (si es que algún día lo recordé) ni una cuarta parte de la obra. Al cerrar la última página, me sentía como Uma Thurman después de ventilarse a todo el ejército yakuza de O-Ren. Era una venganza. Navegué por sus interminables páginas sin argumento, descubriendo al terminar el párrafo que había pasado por él sin pena ni gloria, pensando en el próximo libro al que me habría de agarrar para seguir creyendo en la literatura, obligado a retroceder hasta el principio sin tener claro si volvería a llegar al punto y aparte.
Ya por la mitad del tocho, uno siente que tendría que manejar el latín como si fuera un habitante de la Hispania Citerior
Porque respirar durante ciertos capítulos de Ulises deja de ser un acto reflejo para convertirse en un acto de supervivencia. Uno se sumerge en esta retahíla de frases inconexas, carentes en ocasiones de la puntuación correspondiente, sin comprender por qué está leyendo tal o cual palabra, sin ver la luz al final del túnel... entonces siente que está quizás ante la mayor mentira de la literatura. Joyce quiso narrar literalmente lo que se paseaba por su cabeza sin comprender que, a veces, esto implica que por la nuestra se paseen instintos criminales.
Ya por la mitad del tocho, uno siente que tendría que manejar el latín como si fuera un habitante de la Hispania Citerior y el gaélico como si se hubiera leído las obras completas de Keating. Porque una de las leyendas que circulan alrededor del libro se va confirmando cada vez que buceas en él: el Ulises te hace quedar como un perfecto iletrado. Si no te llamas Homero y has escrito la Odisea y la Ilíada desde el primer verso hasta el último, ya vas retrasado con respecto a Joyce. Si no te has aprendido la lista de los reyes irlandeses como mi padre, rehén de la gloriosa educación pre LOGSE, se aprendió la de los reyes godos, puedes ir arrojando el tomo a la basura.
Es la tiranía del Ulises. Su nivel lingüístico es tal que hasta la primera edición, obra de la célebre Shakespeare & Co, estaba plagada de erratas y gazapos. Hasta Borges, quizás el hombre al que he visto manejar el lenguaje con mayor maestría, se vio engullido por el monstruo.
El resultado es una obra ilegible. Un batiburrillo de vocablos y locuciones que a nadie perdonarías si no se llamara James Joyce
"Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran, confieso haberlo practicado solamente a retazos [...] Joyce invierte el procedimiento y despliega la única jornada de su héroe sobre muchas jornadas de lector (no he dicho muchas siestas)".
¿Y qué hay del cambio de registro? Ahora utiliza un estilo callejero, ahora el registro más culto. Ahora una jerga que comparte únicamente con su mujer, ahora el dialecto castellano de la época colonial. Es como vivir constantemente con la duda de si la próxima expresión será emitida por el Quijote o por Sancho. Es como recitar un poema a caballo entre el Polifemo de Góngora y un verso libre de Bukowski. "El Ulises tiene todas las palabras, pero no sabía en qué orden ponerlas", había concluido el propio autor.
El resultado es una obra ilegible. Un batiburrillo de vocablos y locuciones que a nadie perdonarías si no se llamara James Joyce. Un enigma que sólo puedes descifrar si desciendes, nunca mejor dicho, de algún héroe griego.
REMANDO A FAVOR
El Ulises de Joyce había aterrizado en Estados Unidos con la fama que le brindaba el éxito. Su publicación por capítulos en la prestigiosa revista The Little Review cosechaba una aceptación magnífica y el nombre del ínclito irlandés parecía cruzar el charco sin dificultades. Pero, al llegar al capítulo 13, Nausícaa, la censura estadounidense decidió hacerse con todos los paquetes que la revista había enviado a sus suscriptores y deciden suspender la distribución: en dicho capítulo, Leopold Bloom, el protagonista, es masturbado por su chica en un acto erótico-literario de lo más original.
La obra del genio irlandés destruía de un plumazo todos los cánones estilísticos, narrativos, temáticos
Este episodio concluyó con la prohibición del Ulises por un periodo de diez años. Pero lo que aquel juez estadounidense no sabía es que precisamente ahí reside el encanto del Ulises, en la ruptura con la norma que tanto pretendió Joyce. Y no sólo en este quítame de aquí esta masturbación y ponme allá esta defecación, la obra del genio irlandés destruía de un plumazo todos los cánones estilísticos, narrativos, temáticos...
El Ulises tiene el encanto de lo imposible, de lo inaccesible. Como ocurre con aquellas novelas del XIX cargadas de personajes románticos a los que te agarras aun sabiendo que has elegido la opción perdedora, aferrarte a Leopold Bloom es aferrarte al cambio de bando, al pérfido atractivo de lo que nadie quiere.
El error reside en tratar al Ulises como un hijo más. Haríamos mal en creer que nos encontramos ante el clásico "introducción-nudo-desenlace". Es como si el Gran Hermano de Orwell se introduce en la cabeza de un tipo que busca cambiar el rumbo de su relación. Mostrará todas las miserias de la mente humana sin dejar títere con cabeza. Ahora pienso en el trasero de mi amante, ahora en lo feliz que fuimos un día, ahora en la relación entre Shakespeare y Hamlet, ahora en si conviene orinar dentro de la bañera.
Aquel enero de 1941, la mente de Joyce dejó de imaginar nuevas formas literarias con las que torturarnos
Pero Borges, que como todos rema en varias direcciones a la hora de juzgar la obra, lo definió mejor que nadie. "El Ulises es variamente ilustre. Su vivir parece situado en un solo plano, sin esos escalones ideales que van de cada mundo subjetivo a la objetividad [...] La conjetura, la sospecha, el pensamiento volandero, el recuerdo, lo haraganamente pensado y lo ejecutado con eficacia, gozan de iguales privilegios en él y la perspectiva es ausencia".
LA ORILLA
Aquel enero de 1941, la mente de Joyce dejó de imaginar nuevas formas literarias con las que torturarnos. Pero lo que el viejo tuerto no sabía es que, alentada por la tortuosa travesía del Ulises, la novela ya nunca volvería a ser la que fue.
En castellano, su cacareado monólogo interior se vería reflejado en obras tan trascendentales como Cinco horas con Mario de Miguel Delibes o San Camilo 1936 de Cela. Cruzando el charco, algunos genios como Rulfo o García Márquez también bebieron de la fuente joyciana.
El que alcanza la orilla del Ulises se siente reconfortado. Podrá criticar con la misma ambigüedad con la que todos lo hacemos
Lejos de la lengua de Cervantes, la "Generación Perdida" estadounidense quiso exprimir a su vez la gallina de los huevos de oro con firmas como las de William Faulkner o John Dos Passos. Y qué decir del viejo continente. El tiempo externo ha calado en el escritor europeo (el alemán Henrich Boll expone toda la vida del protagonista de Opiniones de un payaso en un periodo narrativo de cinco horas) y algunos renovadores como Virginia Woolf o Samuel Beckett se abrazan a su técnica con relativo éxito.
El que alcanza la orilla del Ulises se siente reconfortado. Podrá, a partir de ahora, criticar con la misma ambigüedad con la que todos lo hacemos la obra más compleja y controvertida jamás escrita. Por eso, 75 años después de la muerte de Joyce, hay que seguir leyendo (o intentando leer) su gran obra. Aunque sea, simplemente, para poder decir con orgullo: yo sobreviví al Ulises.
PD: Nótese el tratamiento que se hace del título durante todo el texto: el Ulises. Se da incluso en la referencia a los textos de Borges. Esta familiaridad ha sido contraída durante las interminables tardes que uno emplea en leer el armatoste. Sepan perdonarlo.