Quien lo probó, lo sabe. El cuarto propio de un buen número de escritores de talento es ese lugar repleto de humo de tabaco negro, papeleras rebosantes de folios arrugados y botellas de licor de altísima graduación que fueron pimpladas a lo largo de noches de insomnio tan provechosas como creativas. Nada como un par de tragos para estimularse un poco frente a la dictadura del teclado. O para afrontar el siguiente capítulo de la novela en marcha. O para superar de una vez el temido bloqueo de la página en blanco que amenaza a todo autor. La lista de damnificados por los rigores de la ‘priva’ a lo largo de la historia de la literatura resulta ser bastante larga, calamitosa y universal. Digna de un exhaustivo estudio. Sin resaca.
Como el que llega ahora a España de la mano de la editorial Ático de los Libros: El viaje a Echo Spring, de la periodista británica Olivia Laing. Especie de road book, intrépida crónica y viaje, tanto literal como literario, por los turbulentos periplos existenciales de seis grandes escritores (Scott Fitzgerald, Hemingway, Carver, Tennessee Williams, Berryman y Cheever). Un libro abarrotado de fantasmas y temblores, impecable ejercicio de no ficción narrativa, que constituye un mapa topográfico de la dipsomanía letrera sin precedentes bibliográficos.
Nombre de bourbon
No en vano el Echo Spring del título remite al nombre del famoso bourbon destilado en el corazón de Kentucky con el que el personaje de Brick, en la conocida obra de Tennessee Williams La gata sobre el tejado de zinc, bautiza al armario donde se guardan las botellas en la mansión donde transcurre la acción. Olivia Laing, criada en un hogar marcado por el alcoholismo, cliquea en la polaroid para trazar el retrato de grupo de una generación de escritores irrepetible cuyos traumas infantiles, bloqueos creativos, descomunales borracheras y conflictos sexuales fueron algo más que marca de la casa.
Quería saber qué impulsa a una persona a beber, y qué le hace la bebida a esa persona. Quería saber por qué beben los escritores y qué efecto tiene este caldo de licores
Para muestra, un botón en forma de perlas engarzadas: “El parque de atracciones estaba abierto y oí algunas risas procedentes de allí”, escribe John Cheever rememorando un episodio de su niñez. “Un grupo de gente miraba la montaña rusa desde la que mi padre, agitando una botella de cerveza, amenazaba con tirarse. Cuando finalmente lo bajaron, lo cogí por el brazo y dije papá, no deberías hacerme esto, no durante mis años de formación. No sé de dónde saqué esa expresión. Probablemente de alguna columna sindicada sobre la adolescencia. Él estaba demasiado bebido para albergar ningún remordimiento. No dijimos nada de camino a casa y se fue a la cama sin cenar. Yo también. Lo comento porque un ‘clínico’, cuando le conté todo esto, soltó una risita”.
Botella sin fondo
A Cheever le debemos El nadador, uno de los mejores relatos jamás escritos y que, en palabras de Olivia Laing, “captura en su extraña comprensión el arco entero de la vida de un alcohólico y era esa trayectoria la que yo quería seguir. Quería saber qué impulsa a una persona a beber, y qué le hace la bebida a esa persona. Más concretamente, quería saber por qué beben los escritores y qué efecto tiene este caldo de licores en la propia literatura”.
El caso es que no hay fondo en esta botella. Sin salir de los bordes de los Estados Unidos y del pasado siglo, más o menos contemporáneos del club de los seis ‘privetas’ muertos, destacan un incontable hatajo de ilustres escritores cuya vida destrozó el alcohol. William Faulkner, Tennessee Williams, Jean Rhys, Dylan Thomas, Patricia Highsmith, Charles Bukowski, Marguerite Duras, Malcolm Lowry, Hart Crane, Dorothy Parker, Jack London, Elizabeth Bishop, Edgard Allan Poe, Anne Sexton, Raymond Chandler…
O Truman Capote, quien, con aquella mítica autodefinición suya, “Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”, dejaba claro a su parroquia que, en cuestiones ‘etilicoliterarias’, estaba más que dispuesto a encabezar el ránking de los borrachos-sobradamente-conocidos antes que el de enrolarse en las filas de los alcohólicos anónimos. Capote falleció en 1984 por problemas hepáticos.
Alcoholismo en doce pasos
Hunter S. Thompson, otro que tal bailaba (y bebía). El autor de Miedo y asco en Las Vegas confesó una vez: “No recomiendo el abuso del alcohol, de las drogas o de la locura; pero en mi caso han funcionado”. Thompson se descerrajó un tiro en la cabeza, a la manera de Hemingway, en 2005. El suyo fue un final desastroso. Aunque no mucho peor que el de Jack Kerouac, fallecido a los 47 años por culpa de una hemorragia interna, resultado de su alcoholismo. El autor de En el camino afirmó en cierta ocasión: “Soy católico. No puedo cometer suicidio, pero planeo beber hasta matarme”. Es más que seguro que todos ellos siguieran a rajatabla el consejo que San ‘Papa’ Hemingway daba a sus discípulos: “¡Escribe borracho! ¡Corrige sobrio!”.
El segundo de Los Doce Pasos de Alcohólicos Anónimos (que se incluyen en el libro a modo de brillante epílogo) sostiene que “llegamos a creer que un Poder superior a nosotros mismos podría devolvernos el sano juicio”. El libro de Olivia Laing nos deja bastante claro que ese Poder puede emanar de una religión repleta de ángeles caídos cuyo nombre es Literatura y se sostiene sobre diez mandamientos escritos con renglones torcidos.