Es imposible encontrar en la prensa española una entrevista o artículo sobre el pianista clásico de moda James Rhodes que no nombre y abunde en su condición de víctima de violación infantil (El País, El mundo, El Español, Jot Down y decenas más). ¿Es una fijación de los periodistas con su típico afán amarillista? ¿Está incómodo el pianista clásico con esta cruda exposición de su vida privada? No exactamente. No puedo juzgar la calidad de Rhodes como músico y como escritor no es nada especial, pero como producto cultural me parece fascinante.
Digamos que la de violado no es condición suficiente pero sí condición sine qua non para la fama y el atractivo de Rhodes en España
Rhodes empezó a ser conocido en España cuando se publicó su libro “Instrumental. Memorias de música, medicina y locura” con el que quería promocionar la música clásica y sacarla de la jaula del consumo elitista a la que parece estar condenada. Para lograrlo, Rhodes narra sin tapujos cómo fue violado de niño, el calvario vital por el que atravesó entonces y (sobre todo) cómo la música lo “salvó”. Es decir, Rhodes expone voluntariamente su condición de víctima de violación, su editorial promociona su libro nombrando ese tema (al mismo tiempo que aclara que “ese no es el tema”) y los periodistas hacen su trabajo. Después, el público llena las salas de conciertos donde Rhodes toca.
Su exitosa recepción en España dispara muchas preguntas: ¿los que van a los conciertos de Rhodes son fanáticos de la música clásica o ciudadanos concienciados por la situación de los niños violados? ¿Rhodes toca muy bien el piano “a pesar de” que fue violado o precisamente “porque” fue violado o ninguna de las dos cosas? ¿Deberíamos llamar a Rhodes “el ex niño violado que toca muy bien el piano” o “el hombre que toca muy bien el piano habiendo sido un niño violado”? ¿Es necesario o importante establecer alguna relación entre música clásica y violaciones infantiles o, más en general, entre arte y sufrimiento? ¿No se puede disfrutar de la música clásica sin que te “salve” de nada? ¿El “verdadero valor” del arte es su poder terapéutico?
No sé responder a todas estas preguntas, pero mi sospecha es que lo que hace que la gente esté embelesada con Rhodes (fue contratado incluso como concertista en el ciclo “los veranos de la villa” por el Ayuntamiento de Madrid), no es su talento como pianista clásico sino su condición de ex niño violado.
Fama y trauma
Está claro que haber sido violado no alcanza para llenar salas de conciertos. Cualquier niño violado que no lo sepa contar en un libro y que no toque muy bien el piano, no sería contratado por ningún ayuntamiento. Pero es imposible entender el éxito de Rhodes sin la exposición pública de su condición de violado. Digamos que la de violado no es condición suficiente pero sí condición sine qua non para la fama y el atractivo de Rhodes en España.
Como si de un Milli Vanilli de la moral se tratara, nos molestaría mucho saber que no tiene la “sangre azul” del sufrimiento
Al público de estos conciertos le molestaría muy poco (si lo notara) que el artista se equivocara repetidas veces en su interpretación de las sonatas de Beethoven. Pero, ¿qué pasaría si James agarrara el micrófono a mitad de uno de sus conciertos y dijera “no es verdad que fui violado, me lo he inventado todo, tuve una infancia tranquila y sin sobresaltos… pero no dejen de escuchar mi música, sigue siendo igual de buena”?
¿Seguiría siendo igual de buena su música? No lo creo. Como si de un Milli Vanilli de la moral se tratara, nos molestaría mucho saber que no tiene la “sangre azul” del sufrimiento, que es (como el mendigo de Príncipe y mendigo de Twain), sólo un impostor. Afortunadamente (¿afortunadamente?), Rhodes no es un impostor, realmente fue violado de niño, sería horrible ponerlo en duda.
Los aristócratas del dolor son aquellos que (queriendo o no) usufructúan su condición de víctima sufriente como reclamo artístico
Lo notable es cómo protestando contra el rapto elitista de la música clásica, Rhodes se ha hecho parte de otra élite: la “aristocracia del dolor”. Los aristócratas del dolor son aquellos que (queriendo o no) usufructúan su condición de víctima sufriente como reclamo artístico. Estos artistas mártires envenenan de salvación sus obras: el valor de estas se vuelve inasible por sí mismo, queda para siempre velado por el atractivo moral y terapéutico de su autor.
El proceso psicosocial por el que el lugar de víctima se convierte en un lugar de poder o mérito, o más en general de cómo el sufrimiento se convierte en un valor en sí mismo, es esencial en la historia occidental. Para entender su despliegue vale la pena leer La genealogía de la moral de Nietszche, El resentimiento en la moral de Max Scheler, o, mejor aún, y más cercano, Mientras los dioses no cambien nada habrá cambiado de Rafael Sánchez Ferlosio.
Pero para el caso concreto de la influencia de la “aristocracia del dolor” en el consumo de arte en la época contemporánea, lo mejor que se puede leer es la novela “X” del escritor afroamericano Percival Everett. En ella se narra con una elegancia y profundidad inigualables cómo nuestro sistema cultural está ávido mucho más que de grandeza artística, de víctimas, sufrimiento y autenticidad, y qué peligroso puede ser jugar a desenmascararlo. La editorial que tuvo el gran acierto hace años de publicar a Everett en España es Blackie Books, la misma que, (¿irónicamente?), hoy triunfa publicando a James Rhodes.