El escritor levanta la vista del escritorio en una soleada mañana de julio y se encuentra con el Atlántico “pintado de un azul mediterráneo de ridícula perfección”. La visión desde la buhardilla es idílica sólo falta una regata de “gráciles veleros” que se “reclina contra una indolente brisa del este”. Así es un día cualquiera, soleado, en la vida del escritor John le Carré, cuando pasa los días en su casa de Cornualles (Reino Unido). Tiene otra en el barrio londinense de Hampstead y un chalet cerca de Berna (Suiza).
El anciano lo hace a mano. “Nunca he escrito de otra manera que no fuera a mano. Quizá sea arrogante por mi parte, pero prefiero mantener la tradición centenaria de la escritura sin mecanizar. El artista plástico contrariado que hay en mí disfruta dibujando las palabras”. El mito de la escritura debe mucho a autores que se encuentran “en lo que delicadamente podríamos llamar el crepúsculo de su vida”, que se recrean en la inflación del imaginario del autor ensimismado en sus palabras.
el precio que ha pagado Snowden es alto, mucho mayor que un salario, mucho más que los royalties de cualquiera de las novelas de Le Carré
“Lo que más me gusta de escribir es la intimidad. Por eso no voy nunca a ferias literarias y evito las entrevistas siempre que puedo, aunque repasando los archivos no lo parezca”, explica con la sarcástica flema británica el autor de El topo, que hoy pone en venta sus memorias, Volar en círculos (Planeta). Entre los archivos de su intimidad publicada por el autor aparece una foto suya en plena faena.
La paz burguesa
En ella vemos al escritor ya anciano, efectivamente, trabajando en su escritorio de Cornualles. Mientras su mano derecha avanza sobre el folio, el brazo inútil descansa sobre un cojín de terciopelo rojo con motivos florales bordados en oro. La foto es de Carles Ribas (El País) y es la viva imagen del bienestar más absoluto y remoto, el sueño húmedo de la inalcanzable paz burguesa.
“Y me encanta escribir. Me encanta hacer lo que estoy haciendo en este mismo instante: emborronar un papel como un hombre escondido, sobre un escritorio pequeño e incómodo, en una tormentosa madrugada de mayo, con la lluvia de la montaña escurriéndose por la ventana y ninguna excusa para bajar a la estación de trenes, porque el International New York Times no llega hasta la hora del almuerzo”. El mito de la creación literaria hace cima en esta descripción, que dibuja su mobiliario de clase alta en un cuchitril roñoso.
Volar en círculos es el relato de una justificación, la de desvelar los secretos del servicio secreto
John le Carré (nacido David John Moore Cornwell, en 1931) ha seleccionado unos cuantos fogonazos de sus cinco décadas entregado a desvelar las chapuzas de la inteligencia británica, anécdotas descacharrantes cuando ajusta cuentas pendientes y homenajes edulcorados cuando se entrega a sus figuras admiradas. Volar en círculos es el relato de una justificación, la de desvelar los secretos del servicio secreto para el que trabajó, entre 1960 y 1964 (destinado a la embajada británica en Bonn “con cargo de subalterno de diplomático como tapadera”).
Reproches y justificaciones
“Ahora que ya te has forrado gracias a nosotros, podrías dejarnos un poco tranquilos, ¿no?”, reconoce haber tenido que tragar este tipo de críticas durante estos 50 años. El reproche de sus antiguos compañeros parece haber hecho mella en el escritor, que gracias al éxito logrado con El espía que surgió del frío decidió retirarse de su trabajo como espía, en el MI6.
Entre aquella decisión y el arranque del libro de sus recuerdos, esta imagen: “Estoy sentado ante mi escritorio, en el sótano del pequeño chalet suizo que construí con los beneficios de El espía que surgió del frío, en un pueblo de montaña a noventa minutos en tren de Berna”.
El espía que surgió del frío es la única puñetera operación con doble agente que ha salido bien
Le culpaban de la crisis de reclutamiento por la que atravesaba el Servicio por desengañar a oficiales e informadores decentes que leían sus libros y se echaban para atrás. Él se defiende de alguno de sus iracundos excolegas: “Habría sido inútil hacerle ver que en algunas de mis novelas he pintado a la Inteligencia británica como una organización mucho más competente de lo que es en la vida real. O que, según uno de sus oficiales de mayor rango, El espía que surgió del frío es “la única puñetera operación con doble agente que ha salido bien”.
La amenaza
Le Carré se plantea si los servicios secretos no deberían estar agradecidos a los desertores literarios (como Graham Greene, autor de El tercer hombre) y explica el porqué, con amenaza incluida: “En comparación con el jaleo que habríamos podido montar por otros medios, escribir ha sido tan inofensivo como jugar con bloques de construcción. ¿Cuántos de nuestros atormentados espías habrían preferido que Edward Snowden escribiera una novela?”.
Para el autor de Volar en círculos la mejor manera de hacerse cargo de su decisión -pasar de la realidad a la ficción gracias a un pelotazo literario- es advertir que podría haber hecho más daño si hubiese querido. Porque, según el escritor, quién sí ha hecho daño a los servicios de inteligencia es Edward Snowden. A fin de cuentas, viene a decir, hay que agradecerle que se haya dedicado a "jugar" y no a demoler.
Una vez tomado este camino, deben renunciar a su tranquilidad y a su comodidad, y arriesgar su libertad, si no su vida
No duda en emularse al listón moral de un disidente que aceptó llevar una vida de fugitivo, con el riesgo de ir a parar a la cárcel hasta el fin de sus días, por desvelar la verdad sobre la política de su propio gobierno, que infringe los principios que contempla la Constitución de su país. Pero el precio que ha pagado Snowden es alto, mucho mayor que un salario, mucho más que los royalties de cualquiera de las novelas de Le Carré. Mucho más que todos sus escritorios y sus casas y chalés.
Hace unos meses Tzvetan Todorov publicó Insumisos (Galaxia Gutenberg), un ensayo en el que se pregunta por qué la caída del muro y el triunfo del pensamiento neoliberal ha acelerado la desaparición de los códigos morales compartidos por la comunidad. Todorov daba cuatro nombres ejemplares: Nelson Mandela, Malcolm X, David Shulman y Edward Snowden. De ellos destacó su compromiso por esto: “Una vez tomado este camino, deben renunciar a su tranquilidad y a su comodidad, y arriesgar su libertad, si no su vida”. No, John le Carré (David Moore Cornwell) nunca será Edward Snowden.
Sus libretas "maltrechas"
En el libro es muy crítico con la empresa y la hipocresía con la que se mueve, también dice que nació para ser espía y que “espiar y escribir novelas están hechos el uno para el otro”. Pero no aclara por qué tomó esa decisión, la de abandonar una cosa por la otra y llevarse material de primera para triunfar como novelista, aunque parezca obvio dadas las condiciones vitales que le ha aportado la literatura.
El mito de la creación no corre peligro con escritores como él y con adjetivos como los suyos: “Sólo más tarde, cuando me encontrada a solas en mi habitación de hotel, sacaba mi maltrecha libreta de notas y trataba de asimilar lo que había visto y oído”. Una libreta “maltrecha” es lo más sincero que vamos a encontrar en la reconstrucción de su propio personaje.