No sé si la vida antes era más fácil, pero a mis catorce años todo lo veía más claro o eso es lo que, ingenua de mí, creía. Las cosas eran transparentes, de frente, a cuchillo, sin pelos en la lengua y sin unos dedos dudosos toqueteando la mesa antes de teclear las palabras adecuadas. Claro, no tenía ordenador, tampoco twitter ni facebook ni insta ni blog, ni nada por el estilo donde pudiera volcar (y exhibir) lo que se me pasaba por la cabeza al instante. Nada de nada.
Me gustaba escribir en el pupitre, rayarlo, hacer frases sin sentido como pequeños nubarrones de los que siempre me avergonzaba y borraba al instante, porque sí, me daba pena ensuciar la madera con tinta y solo escribía a lápiz, casi sin fuerza, como temblando, pudorosa de que alguien leyera mi propio caos.
Eso es justo lo que me pasaba con muchas canciones de Extremoduro: me daban a entender que formaba parte de algo
No. No leía ni a Sylvia Plath, ni a Alejandra Pizarnik. Kafka, Borges y Delibes empezaban a aparecer por mi cuarto. Lo reconozco: no nací prematura en la escritura. Era una adolescente atormentada, un esbozo que solo tramaba problemas en lugar de buscar soluciones, y que, prácticamente, se sentía todo el tiempo sola. Una niñata con catorce años que iba a un colegio de monjas con un palestino y con la carpeta forrada de portadas y letras de casetes de grupos como La Polla Records y Extremoduro.
Mi fantasma adolescente que tantas veces durante la veintena me ha avergonzado, era un poco insolente y solo encontraba consuelo en los libros y en las canciones. Y sí, exhibirlos era una forma de reconocerse. Iba por los pasillos orgullosa, siempre con la carpeta en el brazo, luciendo la letra de esa canción con la que tanto me identificaba. Una pintura de guerra, una manera de sentir que pertenecía al bando de los invisibles y de los callados, un grito silencioso de declarar quién era y cuáles eran mis intenciones.
Me gustaba hurgar en la herida, hacerla más grande, quitar la costra y ver como empezaba a manar poco a poco la sangre. Me reconfortaba. Me hacía sentir a salvo, en una casa imaginaria llena de árboles infinitos que cantaban y hablaban entre ellos a través de aves y ramas. Como una familia sin sentido que hacía que me sintiera menos sola. Eso es justo lo que me pasaba con muchas canciones de Extremoduro: me daban a entender que formaba parte de algo, que alguien desde el otro lado sabía delimitar de manera exacta mi dolor aunque no llegara nunca a escucharme.
Corazón oprimido
Su herida golpead de vez en cuando. No dejadla jamás que cicatrice. Que arroje sangre fresca su dolor y eterno viva en su raíz el llanto. Y si se arranca a volar, gritadle a voces su culpa: ¡qué recuerde! Sí en su palabra crecen flores, nuevamente, arrojad pellas de barro oscuro al rostro, pisad su savia roja. Talad. talad, que no descuelle el corazón de música oprimida.
Es curioso cómo se van cerrando los círculos, cómo la vida va imitando los pequeños rodeos de que dan algunos animales sobre sí mismos antes de acostarse. Como el dedo se extiende y alcanza el hilo, y se va deshilachando poco a poco el telón, dejando ver, lentamente, lo que terminará por deslumbrarnos. Te juzgarán sólo por tus errores (yo no), una de las últimas canciones de Rock transgresivo, el primer álbum de Extremoduro, casi escondida y nada comercial, era posible gracias a Decidme cómo es un árbol, un poema de Marcos Ana, alguien que por entonces, era un completo desconocido para mí.
Y así tirando del hilo vas encontrando ramas y piedrecitas que puede que consigan llevarte de vuelta a esa casa inventada donde empiezas a conocer la palabra hogar. Fernando Macarro Castillo, quiso llamarse Marcos Ana, para tener también a lo que él conocía por hogar más cerca, para llevar consigo a sus padres en el mismo nombre. Quiso inventarse un bosque, un mar y un horizonte sin muros entre cuatro paredes que lo contuvieron durante más de veinte años.
Celda de adolescente
Hizo del lápiz y del papel su manera de resistir, de imaginar lo que no le rodeaba, su propio hilo inquebrantable que algún día podría hacerle volver a casa. Porque el ahora reconocido poeta, entró en la cárcel con 19 años y no salió de ella hasta cumplir los 42. Un temblor adolescente en una celda, pidiéndole siempre a la palabra que no olvidara contarle las cosas esenciales del mundo, algo que la propia vida le arrebataría durante un par de décadas.
Hoy todos recordaran al poeta que una vez confesó que su profesión era la de preso: algunos escribirán sobre las heridas que no conocen de suturas como son las de la guerra, otros escribirán sobre su militancia en el partido comunista y otros, lo seguirán llamando asesino. Yo, o mejor dicho lo que queda de esos retazos que fui y de la que tantas veces pudorosa he ocultado, me quedo con el hombre que rompió a llorar en Auschwitz junto a un Neruda sorprendido, confesándole lo increíble que a un hombre como él le siguieran quedando lágrimas.
Con el chiquillo asustado pidiéndole al poema dadme el nombre del amor / no lo recuerdo con el poeta que escribía a tientas el mar, el campo, y el bosque, y hacía que estallara la luz y la palabra hasta en la mismísima cárcel. Hoy, que tan fácil es lanzar palabras y no avergonzarse, me quedo con ese niño que salió de la cárcel con más de cuarenta años y no sabía comportarse. El hilo había tocado a su fin pero ya no había regazo. Vendría luego el exilio, el hombre, la paciencia para reubicar en el espacio lo que tantos años había esbozado en la prisión.
Acariciar la dimensión de las cosas, los olores, el horizonte tras el paisaje. Hoy se va el eterno niño que con una sola canción hizo que empezara a dejar de acrecentar en las heridas y a buscar mi propio hilo. Impecable, caliente, reconfortante. Sin manchas de sangre ni claroscuros. El primer árbol donde los poemas empezaron a sentirse a salvo, pudiendo realizar al fin, el círculo perfecto antes de acostarse.
*María Sánchez (Córdoba, 1989) ha publicado su poesía en Apuestas (9 nuevos poetas) de La Bella Varsovia, entre otros.