Sobrevivir al Holocausto escondidos entre monjas
El periodista judío Moriz Scheyer y su mujer vivieron una de las fugas del exterminio nazi más inverosímiles. Libraron la muerte gracias a los dos años escondidos en un convento al sur de Francia.
15 diciembre, 2016 14:28Moriz Scheyer abre la puerta de su casa. Altas horas de la madrugada y siete soldados nazis armados. Vienen a por él y su familia. El brigadier grita: “Vístanse y cojan algunas prendas y mudas. Pero rápido, rápido, no podemos perder tiempo, tenemos que arrestar a más judíos”. La mujer de Moriz pierde el conocimiento. Volvió en sí a los pocos minutos. “Apenas había abierto los ojos cuando el brigadier le espetó con rudeza: “Deje de hacer teatro: no le servirá de nada”. Estábamos indefensos. Pero esa grosería me sacó de mis casillas”. Scheyer chilla al oficial nazi que mantenga la boca cerrada, que está haciendo algo de lo que tendría que avergonzarse. La deportación. Hacen un hatillo.
“¿Qué debíamos coger, qué debíamos dejar? Todo nos parecía indispensable y superfluo al mismo tiempo”, escribe Scheyer. Al otro lado de la calle, la dueña de una pensión arranca un aplauso entusiasmado. El brigadier sonríe y agradece los aplausos del público. Un autobús turístico se lleva a la familia Scheyer, de París a Grenoble, “en la radiante y preciosa mañana del 26 de agosto de 1942”.
Moriz Scheyer fue el editor de cultura del prestigioso periódico de Viena, Neues Wiener Tagblatt, exitoso ensayista y crítico, amigo de Stefan Zweig, Bruno Walter y Gustav Mahler, cuando el ejército nazi invade Austria, en 1938. Un superviviente (que ahora publica Siruela) es el relato en primera persona de una fuga por la supervivencia que lleva a Moris y su mujer Greta a vivir en la clandestinidad.
Son envidiables por poseer esa fortaleza interior. Y además son envidiables por su equilibrio, su serena resignación, su callada e inagotable paciencia
Fue en un convento en la Dordoña, en el sur de Francia, donde sobrevivieron ocultos entre 1943 y 1945. Mientras las monjas se dedican a atender a personas discapacitadas, él escribe sobre lo ocurrido y concluye el testimonio en 1945, al terminar la Segunda Guerra Mundial. Llegan al convento y la madre superiora les dice que allí no se meten en política, pero que eso no impide que deban estar informadas de lo que está sucediendo “para saber cuál es nuestro deber como personas y como francesas”.
El periodista judío se muestra entregado a la vida monacal de las monjas. “Se podría decir que aniquilaron con sus propias manos todo lo que la naturaleza les exige y lo que la existencia les ofrece a las mujeres. Son envidiables por poseer esa fortaleza interior. Y además son envidiables por su equilibrio, su serena resignación, su callada e inagotable paciencia”, cuenta. “No sé si existe el Paraíso. Pero de las monjas que conozco no hay ni una sola que no merecería ir al Paraíso...”
El manuscrito encontrado
“Mi hermano y yo descubrimos el manuscrito de manera fortuita en la buhardilla de mi padre, Konrad Singer, el hijastro de Scheyer, durante la mudanza que emprendió a la edad de 87 años”, cuentan los nietos del autor del manuscrito, que apareció dentro de un sobre con la dirección de la primera esposa de Zweig, residente en los EEUU. El hijastro no intentó publicarlo nunca. “Le disgustaban profundamente el libro y sus intensos sentimientos “antigermanos”, y pensaba que lo había destruido. El escrito mecanografiado que yo encontré parece ser una copia de carbón hecha por mi abuela, la esposa de Scheyer, Margarethe, que había ido a parar fortuitamente a la buhardilla”. Un milagro.
El periodista disecciona, con una crítica implacable, la repugnancia e incredulidad con la que observa a los pueblos sofisticados y cultos entregarse a la “prostitución nacional”. Pasa de Austria a París, de ahí a los campos de concentración franceses y a un intento de huida a Suiza. Contacta con la Resistencia en la zona ocupada y el rescate dramático para terminar entre las monjas.
El París bajo las botas alemanas es un gran burdel: retrata la ciudad como un lugar al que las tropas de Hitler llegaban a desfogarse. “Y no a escondidas, ni en antros de mala reputación en los que uno mira alrededor para asegurarse de que no le esté viendo alguien conocido”. Aquí no hay culpa, sólo pecado. “Porque el propio Hitler había declarado que pensaba hacer de París el burdel del Tercer Reich, la ciénaga del pecado en la que sus hombres pudieran recuperar las fuerzas refocilándose”.
Colaborar es traicionar
Scheyer no escatima en el látigo contra los franceses colaboracionistas, a los que destroza por haber prostituido las convicciones, por ser unos sumisos rastreros, viles, infames, traidores… “Los grandes y los pequeños lacayos, agitadores, canallas y esbirros a sueldo de la raza superior asesina, los grandes y los pequeños proxenetas de la así llamada Révolution Nationale, que en realidad era una Prostitution Nationale, los grandes y los pequeños corruptos”, escribe.
Y el primero y más repugnante de todos ellos era el Maréchal, el anciano Philippe Pétain, el ilustre héroe de Verdún, “que no solo encajó todas las patrañas y canalladas de los alemanes, sino que también las defendió con su nombre”. Cuenta que a todo estaban dispuestos “los demás sinvergüenzas de la servidumbre, de la chusma de Vichy”. Encuentra canallas entre las finanzas, la industria, la ciencia y el arte, la prensa y la radio.
El autor, que rechaza la idea de haber construido una obra literaria, cuenta cómo hubo quienes pagaron por colaborar y cuyo mayor orgullo consistía en demostrar que mantenían relaciones íntimas con los vencedores. “Hubo amantes que incluso pagaron por colaborar. Su mayor orgullo era poder demostrar que mantenían relaciones mundanas, relaciones íntimas con los vencedores”.
La familia Scheyer se mantuvo en fuga siete años. Siete años sin patria. “Y no sabemos adónde nos llevará el destino antes de que nos acoja esa tierra que no es extraña en ningún lugar, porque es la madre de todos los muertos”. En la parte final de su relato pide una muerte natural, una muerte como la de los demás, en lugar de sufrir y padecer una muerte dolorosa, en las salas de tortura, en las cámaras de gas, en los hornos crematorios. Sólo pide un lugar, “aunque sea simplemente una tumba”.