Bilbao cumple ya más de un mes asfixiado. El carlismo se ha abalanzado sobre la ciudad y las bombas llevan a cabo su particular baile nocturno, sin que nada sea digno de considerarse a salvo: lo mismo da una iglesia que un hospital, no importa si un granero o un colegio. Una ciudad sitiada es una ciudad con hambre, es una ciudad enferma, y suele mostrarse especialmente hostil con los niños, que asisten a la exaltación de la barbarie humana.

En algún lugar del casco viejo, la abuela esconde al pequeño Miguel de Unamuno en la bodega de la confitería que ella misma regenta, rezando fervientemente para que la muerte no se arroje sobre su hogar. Sólo cuando los estallidos se apagan, Miguel recuerda la figura de su padre recientemente fallecido. "De su padre apenas se acordaba; era una sombra mítica que se le perdía en lo más lejano; era una nube sangrienta de ocaso", en Niebla, capítulo III.



Detrás de los ánimos carlistas, sofocados, reducidos a humo, quedaba mucho más que un niño asustado al amparo de las bombas. España se derrumba y la República no sólo no consigue que se sostenga, sino que forma parte activa de la demolición. El cantonalismo ha dividido el país en tantas federaciones independientes como uno se atreva a imaginar. Cartagena, Málaga, Cádiz, Alcoy... todas abandonan el barco. Para colmo, las guerras carlistas han aislado Aragón, Cataluña, las Vascongadas y el Maestrazgo del resto de regiones españolas. Corre el año de 1874 y el país, dicho de una manera llana, se ha descosido.

España se desangra

Pocos años más tarde, un joven Unamuno desembarca en Madrid para estudiar Filosofía y Letras en la universidad. En su mente, ya privilegiada a esa edad, hay un espacio para mantener a salvo el recuerdo: España se había desangrado junto a la conciencia política liberal que heredó de su padre. A partir de entonces, toda la corriente intelectual cultivada por Unamuno irá destinada a ahondar en el sustrato cultural español, en aquello que unió la nación tiempo atrás. Sólo quedaba un acicate, un nuevo resorte que hiciera saltar por los aires su obra.

Entonces, llegó el año que dio título a su generación, y con él la pérdida de las últimas colonias españolas. Ya no había marcha atrás, un grupo de intelectuales decidió abordar los problemas españoles desde la raíz. Y eligieron para liderarlo a ese hombre del que todo el mundo hablaba después de escribir varios ensayos sobre la relación entre lo vasco y lo español para atizarse con Sabino Arana, padre del nacionalismo. El grupo pasaría a la historia como la Generación del 98, y su líder como don Miguel de Unamuno.



"Y que el alma de Bilbao, flor del alma de mi España, recoja mi alma en su regazo", en Paz en la guerra, prólogo a la edición de 1923.

Existencialismo Vs. Nacionalismo

A Unamuno no le hubiera gustado que le colocaran etiquetas, pues en su pretendida ambigüedad escondía un juego maravilloso gracias al cual sus lectores podían llegar a la verdad ("Antes la verdad que la paz") a través de preguntas, siempre contradictorias, que aún hoy uno debe hacerse al tomar contacto con sus párrafos. No obstante, este texto sí se atreverá a colocarle esa etiqueta: Unamuno cree en la condición humana, en el desarrollo individual, es casi (perdón, Miguel) un existencialista. Ante esta premisa, ante esta predilección por el ‘yo’, hablar de naciones parece casi un exabrupto.



Sin embargo, su existencialismo (perdón, Miguel) tiene precisamente ese encanto: se apoya en los dilemas de España para potenciar al individuo. Asomándose a su obra uno puede ver cómo el escritor indaga en los grandes pilares de la cultura española para desarrollar su pensamiento. Pero también es necesario apuntar que cree en España como un conjunto de pueblos con identidad propia, que todavía más segmentados terminan por no ser más que un conjunto de individuos con identidad propia.

Todas estas identidades se reconocen al calor de sus rasgos comunes: la religión, que trazó indivisibles lazos cuando todos combatieron durante años la invasión islámica, y la lengua, motor principal del pueblo y verdadera frontera para sus habitantes. En ambas imposiciones tuvo un papel esencial, como se encargó de recordar el noventayochista, la región de Castilla, motor de la unión peninsular. Motor de la unión que promovió don Miguel.

"Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna, y mi Dios un Dios, el de Nuestro Señor Don Quijote, un dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español...!", en Niebla, capítulo XXXI.

Cristo, el salvador

La idea de la fe está siempre presente en su obra. Para él, los pueblos españoles se encolaron gracias a las bases cristianas que han ido macerándose en la mente de individuo a través de los siglos. Pero lo hace obviando los aspectos prácticos del mundo eclesiástico, rechazando a la Iglesia, y con la marcada ambigüedad que le caracteriza (en este plano, llegó a decir: "España necesita que la cristianicen descatolizándola").

Unamuno creía, como Dostoievski, en la salvación de Europa mediante Cristo, aunque el autor vasco alude a un Cristo particular. Un Cristo ibérico sufridor y terrenal, alejado de la trascendencia que le otorgó la Iglesia. Un Cristo moldeado gracias a esa larga tradición hispánica citada renglones atrás. 

Quizás la obra que mejor explica su relación con la espiritualidad religiosa sea San Manuel Bueno, mártir, donde Unamuno despoja de su fe a un párroco de pueblo. El hombre, indefenso, sigue acudiendo cada mañana a su misa (es decir, a la fe renegada) porque no encuentra otra manera de mantener con vida a su gente. Es sobre esa ambigüedad, la que te obliga a plantearte los grandes dilemas del pueblo, donde el filósofo se balancea como un funambulista impredecible.

"-Y él, el pueblo- dije-, ¿cree de veras?

-¡Qué sé yo...! Cree sin querer, por hábito, por tradición. Y lo que hace falta es no despertarle. Y que viva en su pobreza de sentimientos para que no adquiera torturas de lujo. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu!", en San Manuel Bueno, mártir.

Pensar en castellano

¿Y qué decir de la lengua? Unamuno blande el castellano como un arma que agita las adormecidas mentes decimonónicas. Sólo hace falta acudir a la introducción aquí escrita. Él ha visto cómo el pueblo se deshilacha, precisamente, por la falta de palabra: lo mismo se desangra en el Bilbao de principios de texto por los discursos anacrónicos carlistas que piensa que ha ganado la guerra del 98 contra EEUU por pura desinformación. Unamuno consigue que se piense en castellano, y que la meninge popular pueda empaparse de una filosofía nada teórica, muy literaria y enormemente inherente al hombre español.



"No debéis dar a vuestros hijos una enseñanza en valenciano [...] el exclusivismo puede producir un grave conflicto entre la lengua regional y la lengua oficial de España, que no es una lengua castellana nacional, sino internacional, que hablan más de 20 naciones", explica en una conferencia en el Ateneo Mercantil de Valencia, en 1919.



Esta revolución, planeada a medias por el pensamiento y por la lengua, tiene su principal mesías en la figura de Don Quijote. Unamuno consigue, como buen nivolista, despojar al personaje de su carácter fantástico y traerlo aquí, a la realidad. Porque, para él, el universal loco es casi un creador, que va dudando hasta dejar de creer, poniendo en duda, incluso, la ciencia y la razón.

De nuevo, entra en juego el individuo español: para Unamuno, éste es un pueblo que ha escapado con destreza de lo racional (zapatazo a la escala filosófica dominante) para adentrarse en el irracionalismo de la mano de la suave locura quijotesca. Porque Don Quijote representa la pérdida de fe en sí mismo, en su (¿loca?) idea, en Sancho, en el pueblo...

Unamuno le anima a creer en su locura, dejando atrás a Cervantes, porque un pueblo, y más el español, sólo prospera si cree en sí mismo. La pérdida de su credo le lleva hasta la muerte, lejos de Sancho, que con sus palabras se mantiene aferrado a la fe y a la vida.

"Oh, heroico Sancho, y cuán pocos advierten el que ganaste la cumbre de la locura cuando tu amo se despeñaba en el abismo de la sensatez y sobre su lecho de muerte irradiaba tu fe, tu fe, Sancho, la fe de ti, que ni has muerto ni morirás! Don Quijote perdió su fe y murióse; tú la cobraste y vives; era preciso que él muriera en desengaño para que en engaño vivificante vivas tú", en Vida de Don Quijote y Sancho, capítulo LXXIV.

Muerto en vida

No sólo Don Quijote murió solo, tirado como un despojo en el sucio camastro de un lugar del que no quisimos acordarnos. Ese frío diciembre de 1936, un admirador visitó a Unamuno en su casa, sitiada ya a esas alturas de la guerra por los esbirros de Millán Astray. No todos los artículos pueden presumir de incluir al protagonista sitiado tanto en la primera como en la última escena del texto, pero así vivió Unamuno: sitiado, encerrado en sí mismo, ahondando en sus propias preguntas.



La nieve envolvía la ciudad salmantina cuando Unamuno cerró los ojos, en expresión meditabunda. No se atrevió a interrumpir la meditación el admirador, que sólo alzó la voz cuando el olor de la zapatilla chamuscada llegó hasta sus narices. Ya era tarde, Unamuno había muerto dejando a España sola en el peor momento de su historia. Al menos, su muerte dejaba en el imaginario del lector español la sensación de que hay un hilo cultural que lo une con su semejante, y que para manejar esos hilos sólo hay que hacerse las preguntas adecuadas. Unamuno se marchó el 31 de diciembre de 1936, pero las preguntas siguen ahí, ochenta años más tarde.