Ya van cinco o seis veces que en ambientes más o menos enterados alguien, es de suponer que con la mejor de las intenciones, me confiesa cariacontecido que en el “futuro tendremos que conformarnos con la autoficción” (con un tono parecido de quien decide que la mejor estrategia de combate contra la contaminación pasa por resignarse) o bien me defiende el “insoportable libro de fulanito” arguyendo que está escrito en esa “autoficción hacia la que vamos ahora”, y que por lo visto avanza blindada ante la crítica.
Inciso: la “autoficción”, ¿puede componerse un palabro menos seductor?
Si echamos la vista algo atrás resulta que la “autoficción” lleva por aquí más tiempo que la mayoría de nosotros. Ningún estudioso ha logrado explicar de manera plausible por qué recién salidos de la Segunda Guerra Mundial los novelistas empezaron a reducir (o a concentrar) su mundo imaginario a los márgenes de su experiencia, relatando “aventuras” protagonizadas por sujetos con los que compartían rasgos externos muy llamativos, que invitaban a la identificación, cuando no la imponían. Esta estrategia narrativa ha dejado algunas obras maestras que juegan con sutileza con la identificación (el Herzog de Bellow) o que amplían el registro de lo confesional (el Montaux de Frisch), pero después de casi cincuenta años ya casi se puede considerar un academicismo, una “ruta trillada” que satisface mucho a críticos (sobre todo a los especializados en la caza de trasuntos) y autores perezosos (que les basta con hurgar en sí mismos para arrancar la empresa).
La autoficción de novedad, nada de nada. En el peor de los casos se la podría considerar una plaga y en el mejor un género con sus propias convenciones
Así que la autoficción de novedad, nada de nada. En el peor de los casos se la podría considerar una plaga y en el mejor un género con sus propias convenciones, desde cuyo cálido forro tanto puede escribirse como los ángeles o como un patán. Entendida así, la autoficción, nunca debería ser juzgada en conjunto, o atribuirle a priori un punto positivo por haberse adscrito a ella el voluntarioso escritor. Cada novela de autoficción, como cualquier libro, debería defenderse y valorarse por sí mismo.
Pensada así la buena autoficción deberá compartir algunos “valores” con el resto de novelas: el estilo, la perspicacia, la originalidad… los que prefieran… Y también es verdad tras cincuenta años de ejercicio son muy visibles algunos vicios particulares que se imponen a la vista como esos quistes que al presionar con su volumen adiposo alteran la superficie de la piel.
Varios de estos “defectos” me han saltado a la cara mientras leía el segundo volumen de los diarios de Ricardo Piglia, una pirueta que juega con todo el caudal acumulado durante medio siglo de tentativas (fíjense: un joven escritor que es y no es Piglia escribe el diario de su vida, pero lo que leemos es la reescritura, desde una madurez herida por la enfermedad, de un escritor que puede ser o puede no ser Piglia; el libro lo firma Renzi pero lo escribe Piglia, pero ¿qué Piglia y qué Renzi cuentan y qué vida cuentan?). Al esquivar con maestría todas las trampas del género Piglia expone de manera indirecta todos los peligros a los que se asoma el “autoficcionador” (y que trato de exponer en esta breve lista.
Nunca olvidar que uno no es el único muchachito con ambiciones, que no le han hecho caso, que no le salieron las cosas. Por el bien de todos, a la autoficción conviene llegar querido de casa
1. Jamás hacer una referencia literaria o artística que no vaya acompañada de una idea propia. La existencia de otros escritores no puede jugar a nuestro favor. El talento y el interés son propiedades ajenas a la osmosis.
2. Si se recurre a una cita intentar por todos los medios que no esté manoseada por cientos de colegas: el silencio de Wittgenstein, la magdalena de Proust, el ángel de la historia, Kafka y sus circunstancias, Pessoa y Lisboa…
3. La vida del espíritu solo tiene credibilidad si viene acompañada por algunas rugosidades materiales. Piglia lo hace fantástico: en su diario percibimos la presencia (o la ausencia) amenazante del dinero, la comodidad o la incomodidad de su escritorio… Escribir a contrapelo de la práctica metafísica que envuelve a tantas novelas de autoficción con una mandorla de irrealidad e infantilismo.
4. Esquivar la tentación de la monotonía: el protagonista de la autoficción siempre será un escritor, esto es así. Ampliar el ámbito, abrir una ventana (evitar que huela a cerrado), levantar la vista.
5. Nunca olvidar que uno no es el único muchachito con ambiciones, que no le han hecho caso, que no le salieron las cosas. Por el bien de todos, a la autoficción conviene llegar querido de casa.
6. Y no olvidar, tampoco, que esas experiencias en tanto que bastante corrientes y vulgares entre la comunidad de letraheridos no pueden apropiarse ni exponerse como si fuesen únicas, y brillantes, ¡singulares! (sin la intermediación del arte: ir a una conferencia no tiene interés, cruzarse con un escritor tampoco, comprarse una libreta menos).
7. Vamos, que el escritor de autoficción deberá esforzarse por navegar entre la auto-satisfacción y la auto-denigración (casi siempre auto-satisfecha); que deberá decidir si se presenta como un “caso” o un “representante”, con la dificultad añadida que transitar a toda velocidad de un estado a otro según conveniencia es la prueba palpable de que estamos ante un farsante. Esto es: de un artista incompetente.
Cumplir con la mayoría de estas máximas quizás contribuya a la buena salud de la “autoficción”. A ver si cunde.