En una bandera cabe una nación. Ese es el problema, que lo parece. En un himno también, pero uno sin letra es un chaparrón para los patriotas y un alivio para los que no. Dos colores y una música sin letra sintetizan una comunidad imaginaria, que aspira a la unidad inquebrantable, aunque haya muestras de todo lo contrario. Muy pocos colores para tantas comunidades: máxima concentración, mínima garantía y enfrentamiento inmediato.
Los ochenta: Ikurriñas Vs Rojigualdas
Así cuarenta años, desde que resucitase el conflicto nacionalista, en la llamada guerra de banderas y que emergía cada verano, con las fiestas patronales, en los balcones de ayuntamientos como Tolosa, Pasaia, Ordizia o Rentería. Quemas de rojigualdas, enfrentamientos entre policías de paisanos y manifestantes a favor de la exclusividad de la ikurriña contra los emblemas de las “fuerzas de ocupación” del País Vasco.
Sin embargo, los historiadores aseguran que el conflicto “apenas consiguió distorsionar el consenso básico a los símbolos nacionales, que culminó en 1992”, tal y como explican los autores del libro Los colores de la patria (Tecnos), Javier Moreno Luzón y Xosé Núñez. Han escrito una historia de las identidades nacionales y los nacionalismos, desde el siglo XIX a la España actual, a partir de los símbolos. Aclaran la debilidad simbólica de este país y sus estandartes oficiales, incapaces de “doblegar la competencia de los símbolos de los nacionalismos alternativos al español”.
Lejos de sentenciar si eso es virtud o defecto, los investigadores señalan que tanto unos como otros se han transformado en meros objetos de consumo patriótico. El toro de Osborne calado sobre la bandera rojigualda es buen ejemplo o esa ikurriña gigante extendida en el chupinazo de los sanfermines de 2013.
Los noventa: renacionaliza tu vida
“Los símbolos moldean identidades nacionales”, aseguran. Son cemento armado para nacionalizar las poblaciones “y permiten legitimar regímenes y movimientos políticos nacionalistas, dotándolos de un arsenal de imágenes fácilmente reconocibles”. Conclusión: los símbolos oficiales son la expresión visual y sonora del Estado. Y su definición es tan precisa que “no admite variantes locales o individuales”. Sin embargo, ninguna bandera es la patria misma, a pesar de que se trate de confundir con ella para multiplicar los poderes del símbolo. “¿Qué problema es que haya una bandera de 290 metros en Madrid?”, se preguntaba José María Aznar, en 2002, a propósito de la española, izada en la plaza de Colón, de Madrid.
Parecía que la España de las autonomías frenaría la destrucción de la unidad española, pero se puso en marcha una “nueva dinámica de enfrentamiento entre el nacionalismo español y los nacionalistas vascos, catalanes y gallegos”. Uno de los ejes fue la creación, por parte de los conservadores, de liturgias conmemorativas que promovieran la emoción patriótica, había que “fomentar los ceremoniales nacionalistas de masas”, porque servían, en opinión del periodista Enrique de Diego Villagrán, “para cohesionar a sectores sociales diversos aportándoles un sentido comunitario de convivencia común”.
Resultado de la renacionalización: colisión frontal con los procesos de construcción nacional alternativa en Cataluña y País Vasco. El PP también parecía harto de la Transición, que con tanto consenso se había descuidado el terreno simbólico. “Según estos círculos, el españolismo estaba históricamente acomplejado y aquejado de bulimia por no poseer, entre otras cosas, emblemas positivos que exhibir con orgullo, en el pasado y en el presente”.
Era la hora de revitalizar los símbolos nacionales, y si medían 290 metros y 35 kilos, mejor; se crearon centros de estudios políticos y constitucionales que revisaron los orígenes de la bandera, su escudo y su himno, como una expresión de “patriotismo democrático”; hubo un intento de dotar a la Marcha real de letra oficial, y Aznar pidió a un grupo de poetas e intelectuales (Luis Alberto de Cuenca, Abelardo Linares, Jon Juaristi, Ramiro Fonte) un borrador, que no fraguó; y se miró hacia otro lado -para sortear conflictos con sus socios parlamentarios- cuando tocaba hacer cumplir la ley a los ayuntamientos que se negaban a izar la bandera constitucional.
Nuevo siglo, viejo tricolor
Los símbolos de filiación republicana habían caído en un progresivo olvido. La tricolor parecía haberse muerto, hasta que los movimientos por la recuperación de la memoria histórica acudieron a ella. “En el debate público sobre la materia creció una visión idealizada del período de la Segunda República”, cuentan los autores de Los colores de la patria. En esa relectura y renovado impulso republicano fue de gran ayuda la crisis institucional de la familia real. Los escándalos de la Corona y la veloz pérdida de legitimidad de Juan Carlos I dieron pábulo a un nuevo ámbito de expansión de la bandera roja, amarilla y morada.
“La exhibición de la tricolor, enarbolada ahora de modo entusiasta por veteranos activistas sindicales y jóvenes desencantados, significa varias cosas a la vez: deseo de radical regeneración democrática, simpatía por una imprecisa revolución social o hastío y protesta frente a las deficiencias del sistema político”, cuentan Luzón y Núñez.
Patriotas 'low cost'
Desde camisetas hasta gorras y banderolas en los todo a cien. “La nación se transformaba por esa vía en un artículo de consumo” y se “banalizaban” sus contenidos. Los símbolos de bajo coste son más permeables y difusos, son “símbolos informales y sin aparentes reminiscencias políticas, y por supuesto sin connotaciones negativas heredadas del franquismo”. La victoria en el Mundial de fútbol de 2010 abrió las puertas a un “patriotismo alegre” y despreocupado de los traumas de los hijos de la dictadura y la Transición, cuya culminación sucede en la celebración del triunfo, con Manolo Escobar cantando Y viva España, coreado por jugadores y público.
Hasta Joaquín Sabina se lanzó a ponerle letra al himno y el resultado encantó a Ciudadanos, que la aprovecharía con fines electoralistas. Decía así: “Ciudadanos,/ en guerra por la paz/ y la diosa razón/ mano en el corazón./ Ciudadanos,/ ni súbditos ni amos/ ni resignación/ ni carne de cañón”. Sin embargo, a estas alturas no parecen existir alternativas a la música oficial que representen las diversas sensibilidades nacionales dentro del territorio.
Los historiadores advierten que la utilización simbólica de los colores de la patria no deja de crecer, animadas principalmente por las políticas excluyentes y la persecución estatal de los símbolos de opciones contrarias a las gobernantes. “No ayudaron, sino todo lo contrario, a encontrar emblemas nacionales compartidos. Sólo después de cinco décadas y media de legislación represiva, en los años ochenta y noventa se alcanzó un cierto equilibrio en este campo, que se ha roto con la crecida nacionalista”. La guerra entre nacionalistas continúa y ambas partes incendian los colores de una patria desteñida.