El moderno español es, sobre todo, un producto decepcionante de la época; un niño alternativo que ha pasado de las barricadas al gastrobar en menos de lo que se instaura una democracia, más o menos como Felipe González. La gloria del tierno modernito duró pocos años, si por “gloria” entendemos el gozar, al menos, de un puesto significativo en la sociedad: de un lugar más político que estético, más molesto que decorativo. Hay algo más difícil de emular que la rebeldísima pana, o después los cupcakes y las dilatas, y es el espíritu crítico. El “no sin mis propios filtros” que Instagram no perdona.
Dice el filósofo y antropólogo cultural Iñaki Domínguez en su ensayo Sociología del moderno (Melusina) que “si los primeros modernos españoles eran idealistas vinculados a movimientos políticos de protesta, transgresores intelectuales o golfos que trataban de modificar su cosmovisión a través del consumo de drogas, los actuales son cínicos representantes de un fin de ciclo”. En España, según apunta el autor, el moderno cobra importancia social a partir de los últimos años del franquismo, “cuando, gracias al boom económico, algunos jóvenes pueden permitirse recrear la cultura juvenil de países anglosajones”. “Se entiende que esa cultura se basa en el consumo y exige tiempo de ocio para ser vivida”, subraya.
El moderneo representa la introducción del liberalismo económico en España, contrario a la ideología franquista
El moderno urdió su identidad cuando estimaba que la muerte del dictador estaba al caer y se esforzó en encarnar lo contrario al Régimen. “El moderneo representa la introducción del liberalismo económico en España, contrario a la ideología franquista”, explica Domínguez a este periódico. ¿Cuándo este espécimen dejó de ser fresco e irreverente para tornar en superficial? ¿Cuándo abandonó la empresa de la diferenciación para caer en este gregarismo rarísimo de clones físicos que no comparten valores porque apenas tienen? “Yo diría que fue con la plena integración de España en Europa, en Occidente”, responde el autor a este periódico.
“Al no haber un enemigo claro contra el que luchar, al insertarnos en el Estado de Bienestar… se acomodaron. Mira, el punk surgió en el 77 en Inglaterra, y es un país cercano a España, por lo que podríamos situar 1977 como el fin de cualquier forma de moderneo activista”, reflexiona. “En el 64 y 65 aún era muy importante la convicción ideológica y el interés por la justicia social. Corrientes intelectuales como el anarquismo y el marxismo eran fundamentales… para ligar era necesario haber leído a Marx, luego perdió toda la importancia”, ríe.
Obsesionados con destacar
En el libro explica también que la España postfranquista “ha tendido a volverse más horizontal, menos diferenciada en clases”: “Pensemos, por ejemplo, en un médico o un catedrático. Este tipo de figuras antes eran muy respetadas, destacaban más socialmente y ganaban al menos cinco veces lo que un trabajador no cualificado. Actualmente han perdido gran parte de su notoriedad (…) Tanto la precariedad mencionada como no reconocer autoridades han hecho que en España sea hoy muy necesario fijar roles e identidades. Esto puede hacerse de diferentes maneras, una de ellas consiste en pasar a formar parte de subculturas como el moderneo”.
¿Y el 15-M, no supuso nada para la trayectoria del moderno? “No. Las únicas tribus urbanas relativamente políticas son los llamados perroflautas, y provienen de una síntesis entre los punkis y los hippies, que antiguamente eran enemigos. Los hipsters están desvinculados de cualquier interés político, porque su interés primordial es distinguirse y repetir las mismas referencias dogmáticas, aferrarse a los referentes culturales que les harán pertenecer al grupo”, expone. “Aunque ni siquiera valoran esos referentes por sí mismos, no aprecian críticamente sus contenidos, sino que hacen bandera de ellos sólo por la estética”.
Cuenta Domínguez que ser moderno es un trabajo no remunerado económicamente, y que, en el proceso, reporta recompensas sociales
Cuenta Domínguez que ser moderno es un trabajo no remunerado económicamente a desempeñar cuando escasean obligaciones más imperiosas, y que, en el proceso, reporta recompensas sociales. El problema es que esa intención de ser cualitativamente diferente a los demás pretende conseguirse a partir de medios contingentes, como mediante el uso de símbolos, un saber ritual aprendido o la adquisición de bienes de producción industrial; no a partir del talento, la inteligencia o el carisma, por ejemplo.
No es cuestión de derechas ni izquierdas: como el moderneo va de consumir, quiere acaparar todo el mercado, y se aprovecha del pánico contemporáneo de ser “confundidos con la masa”. “Existe un vacío existencial al vivir entra tanta gente y tenemos terror al aniquilamiento identitario. Desde los cincuenta, la televisión nos vende una cultura de la celebridad donde ser reconocido es lo más grande que hay”, dice el autor.
Malasaña, el amor y el trabajo moderno
A lo largo del ensayo, Iñaki Domínguez aborda el rosario del moderno. Ahí la Marca Malasaña, gentrificación -y obsesión por ocupar el espacio público y beber en todas las plazas- como respuesta lógica a las prohibiciones franquistas. Como dijo Pau Maragall antes de la llegada de la democracia: “Y si la calle es más nuestra, de puta madre”. También recoge el fenómeno del provinciano que llega a la metrópoli y experimenta el arte de redefinirse; el hedonismo materialista propio del moderno; el culto a la juventud; el trabajo del moderno como extensión de su ocio; la preferencia de la imagen antes que de la cosa -es decir, mejor representación que realidad-; y las técnicas de seducción del moderno basadas en la altivez.
El amor entre modernos, según analiza Domínguez, “se rige por los valores del mercado”: “Cada producto tiene más valor cuando menos accesible es. Las personas, de algún modo, han internalizado estos principios de la economía liberal y consideran que cuanto menos cercanas sean, más valiosas serán como objeto de deseo; y no por sus cualidades intrínsecas”, relata. “Cuanto más arrogancia, mejor”.
El amor entre modernos, según analiza Domínguez, “se rige por los valores del mercado”: “Cada producto tiene más valor cuando menos accesible es"
En cuanto al oficio, detalla que el moderno quiere ser “vocacional”: “Son traficantes de datos, de información. Lo suyo es escribir algo, promocionar ideas, articular tendencias. Nuestro moderno no quiere tener nada que ver con lo hecho a mano, como sí ocurre en EEUU, donde el reciclaje es simbólico, no ecológico”. Teniendo en cuenta que todas las tendencias del moderneo son reinterpretación de viejos fenómenos -desde la magdalena-muffin al corredor-runner- el reto hoy es buscar nuevas formas de transgresión. Y que no pasen por otro drag vestido de Jesucristo, por favor.