A uno de los cuatro Ferguson que el escritor Paul Auster ha inventado para su última novela, 4 3 2 1 (Seix Barral), le gustaba ir de visita a la oficina de su abuelo, en Nueva York, donde había dos enormes escritorios, con máquinas de escribir y calcular. La secretaria de su abuelo se llamaba Doris y “olía a caramelos de menta”. Le dejaba usar la máquina, a la que ella llamaba Sir Underwood, cuando todavía era un niño que no sabía escribir.
Auster hace recordar de esta manera a su personaje la sensación de encontrarse con aquellos instrumentos: “El sonido de las máquinas de escribir a veces era como la música, sobre todo cuando se oía el timbre al final de cada línea, pero también le hacía pensar en un chaparrón cayendo sobre el tejado de la casa de Montclair y en el ruido de piedrecitas lanzadas contra el cristal de una ventana”.
Más adelante vemos a Ferguson eligiendo mecanografía como optativa, la asignatura que resultó la más valiosa de todas para su profesión futura. Fue a pedir dinero a su padre para comprar una máquina de escribir, logrando convencerlo de los beneficios de aflojar la pasta con el argumento de que le haría más falta más adelante y entonces los precios no serían tan bajo como en aquel momento, y así consiguió Ferguson un nuevo juguete, “una Smith-Corona portátil, sólida, de elegante diseño, que al instante adquirió condición de su posesión más preciada”.
La devoción de Paul Auster por las máquinas de escribir es la parte inalterable de su biografía y de su bibliografía. Lo declaró sin tapujos en La historia de mi máquina de escribir, donde cuenta cómo su máquina acaba siniestro total en un viaje, en 1974, y cómo un amigo le entrega una vieja Olympia de la que han salido desde entonces “hasta la última palabra” que ha escrito. Y sigue haciéndolo. En 4 3 2 1 es un motivo que repite con devoción atronadora y con el que construye a cada uno de sus cuatro Ferguson.
Hay escapatoria
De hecho, la máquina de escribir es una puerta de acceso al mundo adulto, una máquina que acaba con la infancia y abre al niño a la edad en la que debe producir para vivir. Una herramienta que, a pesar de ser un instrumento para la producción, termina convirtiéndose en una aliada de la satisfacción. En una puerta de escape de las obligaciones adultas. Y lo que en principio fue para el recién inaugurado escritor un bienvenido, ahora las cosas se pondrán serias, se transforma en un como las cosas se han puesto tan serias, siéntate aquí, pon el dedo corazón en la “e” y huye.
Sus máquinas son sus fetiches. La Smith-Corona portátil ocupa un lugar especial en el corazón de Ferguson, tal y como cuenta el narrador: “Cómo llegó a querer a aquella máquina de escribir y qué agradable sensación la de presionar los dedos sobre la concavidad de las redondas teclas y ver cómo las letras de contorno metálico volaban para percutir en el papel, con los caracteres moviéndose a la derecha al tiempo que el carro se deslizaba a la izquierda, y luego el tilín de la campanilla y el sonido de los piñones engranándose para bajar a la siguiente línea mientras una nueva palabra seguía a otra hasta el final de la página. Era un instrumento adulto, una herramienta seria, y Ferguson acogió con agrado las responsabilidades que aquello exigía, porque la vida ya iba en serio”.
Auster siempre escribe a mano. Con pluma, aunque a veces usa un lápiz para las correcciones. Ha reconocido en entrevistas que si pudiera hacerlo directamente en una máquina de escribir, lo haría. Pero los teclados siempre le han intimidado. “Nunca he sido capaz de pensar claramente con mis dedos en esa posición. Una pluma es un instrumento mucho más primitivo. Sientes que las palabras están saliendo de tu cuerpo y luego cavas las palabras en la página. La escritura siempre ha tenido esa cualidad táctil para mí. Es una experiencia física”, reconocía a The Paris Review, en 2003.
Un tedio inevitable
En 4 3 2 1 podemos verle en pleno proceso de creación, camuflado en uno de sus personajes: “Incluyendo el tiempo que pasó deambulando por la habitación entre un párrafo y otro, junto con los minutos perdidos en prepararse una taza de café instantáneo y coger un paquete de Camel de la bolsa de viaje, Ferguson tardó poco más de dos horas en componer ese borrador preliminar. Cuando acabó de escribirlo, dejó el lápiz y leyó atentamente lo que había hecho, se retrepó en la silla, hizo una pausa mientras fumaba un cigarrillo y reflexionaba, y luego volvió a coger el lápiz y se puso a escribir otra vez. Seis versiones y nueve días después, sólo permanecían cuatro frases en el borrador original”.
El escritor reconoce vivir con temor el día en que no habrá más cintas para comprar y cargar su máquina Olympia. “Es una reliquia de otra edad, pero todavía está en buenas condiciones. Nunca se rompe”, dice Auster. El temido día tendrá que pasarse a lo digital (eso de acabar con el abastecimiento de cintas que almacena en su habitación) y unirse al siglo XXI o escribir un cuento sobre la última cinta sin usar en el mundo. Reconoce que es engorroso, pero también le “protege contra la pereza”. “Con una máquina de escribir no se puede obtener un manuscrito limpio a menos que empieces de nuevo desde cero. Es un proceso increíblemente tedioso”, cuenta.
Cuando Auster termina su libro y tiene el manuscrito con las correcciones para pasar a limpio, se dedica varias semanas a ponerlo todo en orden. Transcribir lo escrito “es malo para tu cuello, para tu espalda”. Una tarea aburrida que, sin embargo, le permite experimentar el libro de una nueva manera, al escucharlo y sentir cómo funciona. A este proceso lo llama “leer con sus dedos”, y se sorprende de cuántos errores descubren sus dedos, y de cuántos dejaron pasar sus ojos.
Un hombre independiente
Aunque procura rebajar, de vez en cuando, la importancia de su oficio, homenajea a todo aquel que se dedica a la escritura, y que lo hace con una vieja máquina de escribir. Criaturas especiales, como ese Don Max, un personaje secundario que resuena a su amigo y novelista Don DeLillo. Lo descubre como un ser nacido y crecido en Nueva York, formado en Columbia, que se pasa el día en casa, con una máquina de escribir de la que salen libros y artículos para revistas. “Un hombre independiente”. Un hombre alabado por no tener trabajo o al menos un trabajo con un jefe y un salario fijo.
4 3 2 1 es una reivindicación de la necesidad de escribir. Escribir es una cuestión fundamental para tratar de entender o reinventar el mundo, la obligación de pensar en uno mismo en relación con los demás y para rechazar el señuelo de vivir exclusivamente para sí mismo. E incluye una lección para periodistas que quieran ejercer su oficio en dignidad y libertad, sin tratar de protagonizar la noticia ni provocarla: “Ser periodista significaba que jamás podría ser la persona que arrojaba el primer ladrillo contra la ventana para empezar la revolución. Podría ver cómo el hombre tiraba el ladrillo, podría tratar de entender por qué lo había arrojado, podría explicar a los demás el significado que el ladrillo había tenido en el estallido de la revolución, pero él mismo nunca podría arrojarlo ni tampoco encontrarse entre la multitud que instaba al hombre a tirarlo”.