Carlos Mayoral no tiene una doble vida: no una terrenal y otra literaria, sino un único camino ancho y largo germinado por escritores que ama y que le habitan la casa igual de corpóreos que el cepillo de dientes. El lector voraz -él lo es- bebe con tanta pasión del texto que se emborracha de historias, de personajes e ideas y es incapaz, después, de desvincularlos del propio calendario, del discurrir de los días. Mayoral lo dice: “Me encanta imaginar que mi vida es literatura. Sospecho que en general todos los bibliófilos tenemos esa pretensión cursi. ¿Por qué? Quizá porque el arte es mucho más voluble, dúctil, moldeable y, por decirlo claro, mucho mejor que la vida”.
Lo suelta así, cándido, lo tira al aire como un guiño a la providencia, pero la verdad es que leyendo su nuevo libro, Empiezo a creer que es mentira (Círculo de Tiza), uno entiende que la columna vertebral del autor está hecha de Pardo Bazán, de Unamuno y de Machado, y que anda desdoblado entre la realidad y la ficción porque al final necesitamos de la mentira para hacer digerible esta vida de oficinas, paradas de autobús y sándwiches de la máquina. Mayoral siempre quiso empezar un libro con esta frase lapidaria: “Hemos destruido a los clásicos”, y es tal vez porque el leitmotiv de La Voz de Larra -su célebre “yo” tuitero- es precisamente ése, hacer justicia literaria en tiempos revueltos. Ya saben: años locos de poesía de parvulario, de tiranía del best-seller, de que los personajes televisivos irrumpan en el mundo editorial y ese tedioso etcétera.
El estigma que hay sobre los clásicos siempre me ha molestado mucho, en este libro y fuera de él, y mi intención es despojarlos un poco de ese aura solemne, ponerles vaqueros
El antídoto, otra vez, son los clásicos. “Yo siempre estoy echando la mirada hacia ellos, porque creo que la gente tiende a ningunearlos. Tienen esa especie de memoria de instituto donde nos han dicho “mira, tienes que leerte El camino de Delibes o La Celestina” y claro, de aquellos polvos estos lodos”, sonríe. “Luego, de mayores, nadie quiere enfrentarse a ellos porque los considera aburridos. Ese estigma que hay sobre los clásicos siempre me ha molestado mucho, en este libro y fuera de él, y mi intención es despojarlos un poco de ese aura solemne, ponerles vaqueros”.
Y lo hace dándoles el punk de su mirada personal, la de un joven que sueña con morir como Valle-Inclán, que trata de emular con sus compadres la primera escena de Los detectives salvajes, de Bolaño, y que se va de copas y fantasea y se frustra y visita la librería Tipos Infames y ve el fútbol con su padre y encuentra señales en la cartelera del cine Paz y se siente incapaz de escribir una línea después de leer a Cernuda. Hay feroz adolescencia y madurez en su relato. Hay hormonas, Universidad, salseo, reflexión y amargura. Ah, y hay anécdotas literarias para rabiar, qué belleza: ahí Panero confiándose al “malditismo más cruel”, que es “el malditismo del vaso del Sprite” o los insultos entre Baroja y Rubén Darío, de los que todos debemos aprender para aplicarlos, al menos, a los beefs de Twitter.
Vigencia política (y feminismo)
“Siento mucha pasión por la biografía de los autores”, cuenta Mayoral. “En Filología y en la labor docente, cuando yo estudiaba, siempre se han ninguneado las biografías, pero yo creo que para entender a Machado, o a Lope, tienes que conocer su contexto. Por esa inquietud personal llevo muchas lecturas de biografías detrás. Pienso también que cuando uno escribe, se está expresando autobiográficamente, por mucha ciencia-ficción que haya”. El autor se confía a los genios muertos, también, para que nos resuelvan las reyertas de los vivitos y coleantes de a pie. “La generación del 98 tiene respuesta para cualquier problemática social que haya hoy, como Cataluña. Dicen ‘no, es que estamos atendiendo a un episodio para la Historia’… pero te pones a leer La España invertebrada de Ortega y En torno al casticismo de Unamuno y tienes las respuestas a todas las preguntas que te haces hoy sobre el tema”.
Te pones a leer 'La España invertebrada' de Ortega y 'En torno al casticismo' de Unamuno y tienes las respuestas a todas las preguntas que te haces hoy sobre Cataluña
¿Cuál sería la conclusión, el breve veredicto de los sabios, sobre este zafarrancho político? “Dirían algo así como ‘falta sentido de Estado incluso en el Estado’”. Chimpún. “Yo soy muy de Unamuno y Machado. Para mí son claves en todo el pensamiento que me voy construyendo conmigo mismo, y me parece fascinante cómo edifican su discurso a través del desastre español del 98, de la crisis de principios del siglo XX. Es fácil sentirse identificado con ellos. Cuando alguien habla de ruinas, parece que te atrae más”.
Pero hay muchos más temas hilvanados en el libro a los que no hace falta sacudirles ningún polvo porque son como vísceras calientes, tan vigentes que parece que siguen el ritmo del debate social. Aquí el feminismo, que asoma con la figura de Gertrudis Gómez de Avellaneda. “Convivimos con un machismo histórico. Antes del siglo XIX, es muy difícil encontrar obras femeninas, y esa especie de peaje que tiene que pagar nuestra generación es muy caro. Tanto que puedo entender que a veces no se pague, por ejemplo, que no se hable de autoras en el Siglo de Oro. Pero lo que no entiendo y además no soporto es que no se hable de escritoras del siglo XIX, XX o XI, porque son de tanto nivel o más que sus contemporáneos masculinos. ¿Por qué no se pone el foco en ellas?”, lanza.
“Gertrudis gozaba de más popularidad que Bécquer, pero hoy en día el foco se pone sobre él, ¡y ella era mucho más exitosa…!, e incluso te diría que literariamente más potente. Esto sí me parece dramático. Me duele también el caso de Emilia Pardo Bazán, porque es una escritora que adoro, es una escritora modernísima en el mejor sentido de la palabra y tiene tanta literatura más allá de Los pazos de Ulloa que la gente desconoce… cuentos de terror, satíricos. Qué mujeres tan valiosas que se enfrentaron a los machitos de la época”.
Limpiar a los clásicos de ideología
¿Cuánto hay de ideología en la lectura o en el recuerdo de los clásicos? “Para mi desgracia mucha, muchísima. Me parece odioso que un escritor de la talla de Lorca, de Miguel Hernández o de Vargas Llosa vayan a ser recordados por su lado político. Es vergonzoso. El fanatismo ciega, y cuando una persona está ciega no es capaz de ver todas las aristas del escritor: ni Hernández era un loco miliciano que fuese asesinando a nadie por la calle, ni Lorca era un homosexual ultrarrepublicano, ni Vargas Llosa es un neoliberal, ni va dando conferencias con Juan Ramón Rallo”, explica. “Recuerdo haber escrito efemérides de Lorca y hay 50 personas diciéndote ‘Franco asqueroso’, y yo digo bueno, estamos hablando de otra cosa. Hay que saber qué pasó pero no detenerse únicamente en eso”.
El fanatismo ciega, y cuando una persona está ciega no es capaz de ver todas las aristas del escritor: ni Hernández era un loco miliciano que fuese asesinando a nadie por la calle, ni Lorca era un homosexual ultrarrepublicano
Defiende que obras como Lolita, Don Juan Tenorio o Memoria de mis putas tristes sean entendidas en su contexto y siempre liberadas por su componente ficticio. “Son ficción, y como son ficción hay que darles el peso moral y ético que merecen. Otra cosa es que fuesen un ensayo como el Mein Kampf. Yo espero que los lectores sean lo suficientemente fuertes para no dejarse llevar por el sistema de valores dominantes y ellos mismos se fragüen su propia concepción de las obras”. La literatura, dice, no debe ser ejemplarizante. Jamás. “Todo lo contrario. Tiene que escocer, porque para ir a favor ya tenemos mil cosas. La cultura está para hacer daño, para levantar ampollas y conciencias. Sin ese elemento agitador, no es cultura”.
Un último detalle emocionante. Uno de los capítulos de Empiezo a creer que es mentira está dedicado a su madre y a cómo se abrazó a Iriarte y Samaniego. Al refranero, al dicho popular, a la fábula como herramienta de sabiduría. “Una lucha que mantengo conmigo mismo es que para ser divulgativo y para enseñar no hace falta ese tono académico y oscuro, esa solemnidad de ensayista que da clases en la Universidad. Javier Krahe es una pasión común entre tú y yo, y aquí, sin embargo, no está visto como un divulgador, pero a mí me ha enseñado literatura más que muchos profesores”. Seguro que Don Javier le contestaría así, con la sonrisa torcida: “...y es una pena, la verdad, porque sería muy bonito seguir de adorno en mi ciudad sobre un bloque de granito”. Y es una pena, la verdad, porque sería algo inefable cambiar la torpe realidad “y ser o Borges, o bailable”.