En diciembre de 1966, Jaime Gil de Biedma visita a Pablo Picasso en el mas de Notre dame de Vie, en el pueblo de Mougins, a diez minutos de Cannes (Francia). Viaja con su hermana Ana María, su marido el médico Jacint Reventós y su hermana Tita, el marido de ésta, Ramón Roca y el pintor Antoni Tàpies. Una comitiva de siete personas para almorzar con “el monstruo”, gracias a la amistad del pintor con los Reventós. Es la primera vez que el poeta se va a encontrar con el autor del Guernica, siete años antes de la muerte de Pablo Picasso.
“Iba muy elegante, con un suéter de color guisante, un foulard de seda al cuello y unos ceñidos pantalones a cuadros. Los zapatos veraniegos el desvaído matiz rosa de los calcetines eran la única incongruencia, aparte, claro está, de la incongruencia del propio Picasso con el conjunto de su indumentaria”, a Gil de Biedma el genio cubista le pareció un buhonero.
El autor, que en esas fechas publica la parte más social de su poesía con Moralidades, hace un retrato agudo de quien “uno conoce mucho de fotografía”. Y eso juega en contra del pintor. No sólo le parece un vendedor ambulante, también le escucha hablar y le recuerda a “una voz de cartujo exclaustrado, desemparedado reciente, la voz desprovista de tonos de un hombre que ha perdido la costumbre social de hablar”.
Espíritu juvenil
Quizá lo que quiso escribir y no se atrevió era que la voz salía de una caverna seca, propia de un abuelo fumador de más de ochenta años, dato difícil de asumir a los ojos de otro fumador y trabajador de la Compañía de Tabacos de Filipinas, propiedad de su familia. Sea como fuere, estamos ante uno de los retratos más agudos y mordaces del maestro intocable: “Siempre ha sido bajo, y ahora es pequeño, pero no pequeño como los viejos: pequeño como un muchachito o como un charnego”.
A Jaime Gil de Biedma le llama la atención la vivacidad sin mancillar del pintor. Han pasado los años, las batallas, dos guerras, los nazis y parecen no haber hecho mella en su espíritu ni en su cara, que “no es mucho más vieja, sí mucho más viva”. La primera impresión que uno recibe de él es la de “una soledad casi infantil”, hecha de vitalidad, astucia e inseguridad. Picasso no se parece al Picasso de las fotos. Ni siquiera en su “masiva cabeza”.
Duda del origen de la jovialidad que el artista le produce. No sabe si es por la falta de naturalidad en el trato social. Y sin embargo, está vivo. En al salón hay dos balcones y entre ellos, una espléndida fotografía de Picasso presidiendo la sala. En ella tiene quince años menos, pero a Gil de Biedma le resulta intemporal. “Es algo así como el arquetipo platónico de Picasso, la idea abstracta de su físico que uno tiene antes de verle”.
Picasso todopoderoso
Y cuando uno lo conoce… no puede dejar de jugar a verle las costuras, a tratar de entender el laberinto identitario que se ha construido quien es alabado por los gobiernos, los multimillonarios y las revistas ilustradas. “No tiene un pelo de tonto, y sí una idea muy clara de su poder y de las ventajas de haber llegado a ser una institución gloriosa”. Por eso Gil de Biedma se ríe, porque no cree en él. Observa cómo trata de engañar a sus visitas, con sus anécdotas y su épica, al tiempo que se engaña a sí mismo.
“Como un gitano afortunado, un nuevo rico o un cacique rural, el hecho de haber llegado a tratar de tú a tú con los poderes establecidos no lo interpreta como un signo de respetabilidad propia, sino como una confirmación de la falta de respetabilidad de esos poderes. Sencillamente, él ha sido más fuerte”. No sólo es el mejor retrato de Picasso, también es uno de los mejores destellos del Gil de Biedma relajado, sin tensiones por escribir el mejor poema, libre al captar las impresiones de sus encuentros y reflexiones.
Sin mayor pretensión que dejarlas por escrito. “Son textos dispersos, a menudo ocasionales, son una especie de descanso en la búsqueda obsesiva y programática de justificaciones para la propia obra”, escribe Andreu Jaume en el prólogo de la recopilación de los ensayos completos del poeta, publicados por Lumen. Estos escritos casuales componen la tercera parte del voluminoso El pie de la letra, realizados entre 1964 y 1988. “Dejan ver con mayor claridad las virtualidades de un estilo que pudo haber servido para mucho más”, asegura Andreu Jaume.
Cabeza de Goya
El encuentro se prolonga, el poeta descubre que todas las estancias de la casa están ocupadas por obra, como si en cada uno hubiera un taller; que Picasso es un padre sin compasión por sus hijos, de los que no sabe si son tres o cuatro; que en casa de Picasso se sirve de aperitivo tacos de queso y rodajas de mortadela; que en un restaurante paga con un garabato en la etiqueta de una botella de vino; que conduce un Lincoln blanco; que está sordo; que confunde “policías” con “periodistas”; que devolvería Guernica a España el día que un representante de la nueva República fuera a reclamarlo.
Y el joven Tàpies de 43 años sufrió la tormenta iracunda del artista octogenario. Acaba de preguntar al malagueño por su colección de arte contemporáneo. El pintor catalán reconoce que él tiene un Picasso, pero que para poderlo comprar “ha tenido que vender muchos Tàpies”. “Todavía hay clases, joven. ¡Todavía hay clases!”, le suelta. Para rebajar la tensión, se gira y le dice a Jacqueline, mientras señala la cabeza de Tàpies: “Verdaderamente, es fácil en España ser Goya. ¿Te has fijado en su cabeza, Jacqueline? Es exactamente un Goya”.