En una ocasión, Jesús Quintero le preguntó a Alejandro Sanz que qué hacía él por los demás. “Pues, hombre, no jodo mucho”, contestó el músico. El niño que creció entre Madrid y Cádiz -y que guarda la sal, la madrugá y el azahar del sur en la boca- lleva tatuado el toro del Guernica de Picasso en el brazo izquierdo, porque “recuerda los peores valores que tenemos”. Se lo grabó en la piel, escandalizado, por el día “que taparon el cuadro en la sede de la ONU porque iba a hablar Bush: fue curioso ver cómo una obra de arte era más fuerte que el presidente de Estados Unidos”. En su vida y en su obra, Sanz ha encontrado ese punto interesante entre no ser un francotirador pero tampoco un equidistante. Vive y deja vivir, pero las injusticias le golpean en el pecho.
Será que Alejandro Sanz arrastra la concepción del barrio, esa conciencia de clase que mamó en la calle de Vicente Espinel y que se terminó de forjar en Moratalaz, donde armado con su guitarra española se ganó el respeto de sus vecinos, a veces enfrentados entre ellos. Suerte que, como señala él, la música le gustaba a todo el mundo. “Era una época convulsa en las calles, peleas de un barrio contra otro… era una época en la que te criabas en la calle y allí aprendías todo. Moratalaz no era lo que es ahora: entonces era un barrio conflictivo, estaba ahí en el triángulo de las Bermudas. Moratalaz, Vicálvaro, Vallecas, San Blas”, recuerda.
“Aquello era el extrarradio. Cruzar el puente era cruzar el Misisipi. La calle te hace convivir con la realidad más cruda, y te hace comprender determinados estilos de vida y no pensar que todo viene regalado. Yo veo a compañeros que vienen de familias acomodadas y se les nota un poco, en el sentido de que no valoran tanto a los demás”. Allí también aprendió que hasta el aplauso hay que ganárselo. Allí desarrolló el don de la mano izquierda, y lo mismo se hacía amigo de los chicos del poblado chabolista que con los niños pijos. Sorteó la droga. Tuvo miedo y resistió. Dicen que la inteligencia es adaptarse al medio.
Del Cholo a Beyoncé: todos aman a Alejandro
Todo lo cuenta en Alejandro Sanz #Vive (Aguilar), una biografía autorizada, obra de Óscar García Blesa, que cuenta con voces de excepción: desde su familia y amigos más cercanos a profesionales como Beyoncé, Antonio Banderas, Cholo Simeone, Eva Longoria, Isabel Coixet, Iñaki Gabilondo, Irene Villa -a la que Alejandro fue a ver al hospital en sus momentos más dolorosos, sólo porque se enteró de que le gustaba su música-, Lolita Flores, Julio Iglesias, Maribel Verdú, Penélope Cruz, Shakira y un larguísimo etcétera.
Recuerda que en el instituto no aprobaba ni una, que era un “bicho muy bicho”, un “perroflauta sin flauta”. Le expulsaron, repitió curso. En ese estado de caos se lo enviaron al maestro Vicente Ramírez Puerto, para que lo enderezara. “Me dijo: ‘Si tú me das problemas, te voy a dar una patada en los huevos. Yo sé que eres capaz de ser el número uno de tu clase, a ver si te atreves a demostrármelo’”. Y se lo demostró. Alejandro Sanz se acuerda de un consejo que le dio: “Un hombre puede convertirse en un chulo en un minuto, pero un chulo no puede llegar nunca a ser un hombre”. A la muerte de su mentor, lleno de dolor, le dedicó la canción Tú no tienes alma. “Es una reclamación a alguien que se abandonó a su suerte, que fue perdiendo el gusto por vivir… se trata de un reproche… injusto...”.
Cuando Alejandro se enfadaba, de crío, gritaba: “¡Me cago en la calavera de tus muertos!”. Luego compaginaba esas vísceras con lo que sus amigos llaman “caligrafía del alma”: poemas intensos, fraternidades hondas, estrellas y atardeceres. Un niño sensible conectado con la vida que a veces extrañaba más calidez. “Yo a mis niños les abrazo y les beso, siempre les tengo encima. Hay que acostumbrarlos al contacto físico. Cuando yo era chico, no era normal que un padre le dijese a su hijo ‘te quiero’. Lo importante era darle de comer a los hijos, no decirles ‘te quiero’”, esboza.
La memoria sentimental de España
La honradez de sus padres se imprimió en sí mismo. Qué íbamos a esperar de una matriarca transparente como la suya: “El día que me dieron la Medalla del Mérito de las Bellas Artes, le pedí que me acompañara. Cuando íbamos a saludar al rey, nos cruzamos con Esperanza Aguirre y se la presenté. La miró y le dijo: perdone, pero es que ahora no tengo tiempo porque voy a conocer al rey. Y cuando por fin vio al rey, le soltó: en mi casa le queremos a usted muchísimo”. El primer sueldo del niño -él lo llama “mis primeros dineros”- le compró un Mercedes a sus padres y le puso una peluquería a su madre.
“Yo no trato de contarle mi vida a la gente, trato de contarle la suya”. Esta es una de las máximas del artista. Y así ha ido hilando discos inolvidables, hasta ese del que se avergüenza, el de Los chulos son pa’ cuidarlos. Lo dice él mismo: “Todos tenemos un pasado y a veces lo utilizamos”. Algunas de sus canciones son memoria sentimental de España: Se le apagó la luz, Amiga mía, Y si fuera ella, Corazón partío, Si hay dios, La margarita dijo no, Cuando nadie me ve. Y la que al lector se le ocurra será brillante también.
Un punto importante en su carrera fue la publicación de No es lo mismo, su disco más político, donde decidió decir “no” a determinadas cosas. Habló del Prestige, de los balseros en Cuba, de Fidel Castro, de Bush, de Clinton, del terrorismo etarra. Le hizo un guiño a Miguel Ángel Blanco en aquel verso de “las listas negras, las manos blancas”. Y más tarde se atrevió a decirle a Obama que apoyase a Greenpeace, mientras le estrechaba la mano. Ya no es ese niño al que le llamaban “botijo” en el colegio porque llevaba zapatos especiales para corregir sus pies planos. Ahora se merienda el mundo.