“Siempre había un teléfono donde llamarlo cuando -y reía- la noche era más larga, más amarga, más lenta”, escribía en Bobby. El teléfono al que llamar a Pablo García Baena era el poema. El poema como auricular de emergencia, el poema como cabina en extinción. Allí aún se le puede encontrar ahora que le hemos perdido. Hay un cordón umbilical que arranca en sus libros y acaba en ese hombre mondo y lirondo que se fotografiaba con vírgenes -porque las Inmaculadas en Andalucía le eran como poesía anatómica- y amaba con sus letras a otros hombres. Fue un niño endeble y enfermizo, y el médico lo mandaba de Córdoba a Málaga para que se bañase en el mar y el sol. Entonces bebió sur y se atrincheró en la patria chica. De ahí no lo sacó nadie.
García Baena no cumplirá los 97 años. Se ha ido en silencio, con lo que a él le gustaba el mutismo, con lo que añoraba la España callada y misteriosa en la que aún reflectaban las tapias blancas y olía a jazmines. Partidario de la carne y del arrepentimiento, temeroso y encantado de haber conocido la divinidad y el sexo, qué preocupado andaba Pablo con la vulgaridad. Era juanrramoniano militante, andaluz profesional. “Los poetas del sur somos más poetas”, dijo en una ocasión, diminuto nacionalista lírico. Admiraba a Antonio Machado, pero se indignaba cuando querían hacer de él el poeta del siglo. Él creía en la luz andaluza, en “el lujo de palabras que no tienen los castellanos”, quizá por eso de que lo castellano es “más enjuto, varonil quizá, más tieso”.
Partidario de la carne y del arrepentimiento, temeroso y encantado de haber conocido la divinidad y el sexo, qué preocupado andaba Pablo con la vulgaridad
Nunca quiso hacer carrera literaria en Madrid, “no, por Dios”. De Despeñaperros para abajo estaba la culpa y la alegría, la angustia y la belleza. Todo amontonado. “Nos aíslan. Los poetas del sur somos distintos, entre otras cosas, porque los poetas del norte nos aprisionan debajo del país. Eso de ‘vamos a aplastar a los andaluces’ ha pasado siempre’, pasó con Herrera y pasó con Góngora”. García Baena entendió que el paraíso era mejor soñado que conseguido, que lo fascinante está en lo que no premia ninguna ley terrenal ni etérea. Como eso “Hazme puro, Señor, pero no todavía” que decía San Agustín y repicaba Juan Antonio González Iglesias en sus poemas. Ojalá la castidad, pero qué suculenta la indecencia.
“Yo creo que Adán y Eva hicieron muy bien en probar la manzana”, resumió. La emoción estaba en lo prohibido, pero ay, ahora que en la vida moderna se han abierto todas las puertas… ¿qué nos encenderá? Siempre arrastraba el poeta la nostalgia de cuando el sexo era flor rara e inédita. “La carne era tan nueva y tú sabías tanto”, apuntaló en Agatha 2. “Sabíamos que un soplo acabaría con todo”, recordó en Como el árbol dorado sueña la hoja verde… “Sabíamos que un soplo… / Y que no volvería / aquel vino jamás a mojar nuestros labios. / Confusamente turbia tiendo la mano ahora / hacia la puerta, arcano, tarot, encantamiento / y allí encuentro tu mano entreabriendo el recuerdo”. Aquí cinco de sus poemas. Es Lunes Santo y Pagano.
Tentación en el aire
Sabía que vendrías a hablarme
y no te huía
demonio, ángel mío, tentación en el aire.
Sabía que tus ojos ahogarían mis ojos
cansados ya de largos horizontes de hastío
y de copiar tranquilos paisajes de remanso.
Antes de verte, lejos, te adiviné en mi alma,
como algún fauno joven que con su flauta báquica
avivara en mi carne
un fuego leve, quieto,
amenazado casi de apagarse algún día,
rodeado de hielos, engaños de mí mismo.
Al escuchar mi oído la brisa de tus voces,
ángel mío, demonio, tentación en el aire,
aquel día que el cielo brillaba y era Agosto
sentí en mi alma un roce de blandas plumas blancas
como si frescas alas me nacieran de pronto,
y mi ser se llenara de pájaros cantores.
(...)
Por seguir tus caminos
dejé en un lado a Cristo,
tentación en el aire, ángel mío, demonio;
deserté de las blancas banderas del ensueño
para seguir, descalzo, tus huellas que manchaban.
(...)
Quisiera ser la rota columna decadente,
aquel ángel mancebo perfecto entre sus bucles,
o mejor, el Apolo que ayer recibió culto,
y que hoy sepultado bajo la tierra espera
el día de volver a las nubes olímpicas,
mientras que las raíces se enroscan a su cuerpo
-a la gracia del niño tan sólo comparable,
ya las sencillas flores de los valles idílicos-
como viejas y obscuras serpientes milenarias.
(...)
Todo lo que a tu alma, tentación en el aire.
Demonio, ángel mío, arranca de su frío
quisiera ser, y humilde, ofrecértelo todo,
para que ya pasado un momento de fuego
me despreciara más tu cruda indiferencia;
pero en ti hay algo que es mío y no lo sabes,
algo que entró de mí a pesar de ti mismo,
y es esa indiferencia que te hiela los labios
a la que yo amo más que a la amable sonrisa
que no pasa del rostro.
-
¿Qué sabes tú de esto?, ángel mío,
demonio, tentación en el aire. Del helado placer
de sentir el desprecio, y del llorar alegre,
¿qué sabes tú, qué sabes?
Aunque me hayas quitado a Cristo, el que perdona,
el comprensivo, el dulce, el manso Jesucristo,
un día volveré al alba, ya cansado,
con mis descalzos pies sangrantes de la senda
y lloraré las lágrimas, las que tú no ves nunca,
hasta borrar el último recuerdo del pecado.
Bobby
No era el amor y se llamaba Antonio.
Hablaba como un indio del Far- West:
«hombre alto», «boca larga». Era de Fuengirola.
y siempre había un teléfono donde llamarlo cuando
-y reía-a noche era más larga, más amarga, más lenta.
-
Por las villas de canos jubilados de Holanda,
por la «suite» de la vieja dama inglesa,
la viuda o divorciada más allá de los ácidos,
por el apartamento oscuro del borracho,
surgía su desnudo auroral como Jonia.
Era animal de dicha y entraba fiel, ruidoso,
un grueso calabrote de plata por el cuello...
Sobre muebles de Herraiz o lacas chinas,
biombo bermellón de zancudas doradas,
o en raída moqueta o taquillones
de castellano en serie,
iba dejando las botas deportivas,
los calcetines rojos,
el pequeño taparrabos celeste,
la camiseta como broquel de un pecho
sin defensa. Portador de alegría,
tal un dios de tobillos alados que bajara
a los orcos humanos
ahuyentaba la lágrima, la carta, los somníferos,
la desesperación y su lívida mecha.
-
Y una noche me dijo, su lengua por mi oído,
«Quisiera haberme muerto».
Amantes
El que todo lo ama con las manos
despierta la caricia de las cítaras,
siente el silencio y su pesada carne
fluyendo como ungüento entre los dedos,
lame la lenta lengua de sus manos
el hueso de la tarde y sus sortijas
se enredan en el ave adormecida
del viento. Labra en mármoles de humo
el cuerpo palpitante del abrazo
extenuado cual cervato agónico,
y con el pico frío de sus uñas
monda la oliva efímera del beso.
El que se ama solo, el que se sueña
bajo el deseo blanco de las sábanas,
el que llora por sí, el que se pierde
tras espejos de lluvia y el que busca
su boca cuando bebe el don del vino,
el que sorbe en la axila de la rosa
la pereza oferente de sus hombros,
el que encuentra los muslos del aljibe
contra sus muslos, como un saurio verde
sobre el mármol desnudo e inviolado,
ese que pisa, sombra, desdeñoso
el pavimento de las madrugadas.
El que ama un instante, peregrino
voluble, de flauta hasta los labios,
de la trenza al citiso, de los cisnes
a la garganta, de la perla al párpado,
de la cintura al ágata, del paje
a la calandria y tras él, silente
va talando el olvido de las mieses altas,
tirso áureos de espigas, leves brotes,
todo un bosque confuso de recuerdos,
y él va cantando, ruiseñor nocturno,
capricho y galanía, bajo la luna.
Y el que besa llorando y el que sólo
sabe ofrecer y aquel que cubre el pecho,
para no amar, de oscuro arnés, sonrisa
y un gerifalte lleva silencioso
devorando su corazón de gules.
Todos, la noche maga con su rezo
los enloquece, clava en sus pupilas
el helor de su vaga nieve negra,
les da a beber rencor entre sus manos,
los hurta en el arzón de sus corceles,
los trae y los lleva como mar en cólera,
coronadas las olas de sollozos,
de cabelleras náufragas, de sangre,
y los devuelve dulces, poseídos,
hasta la playa bruna y solitaria.
Elegía
(...)
Nunca sabrás el loco deseo que me tortura
de cautivar tus labios bajo mi boca ávida,
y sentir el latido de tu sien en mi mano
aprisionada como un pájaro aterido.
Pero no sabrás nunca nada de mi deseo.
Nada de cuando pienso desgarrar con mis dientes
los azules canales de tus venas
y juntos
morirnos desangrados, confundidas las sangres.
Pero estamos ajenos.
Yo sigo en mi ventana,
y tú soñando en otro mientras Chopin suspira,
ahora que aún no arde en mi quinqué la luz
y que a los dos nos une la lluvia con sus lágrimas.
Infame turba
Nunca supimos qué pájaro era aquel
que cantaba al besarnos...
-
Al besarnos el alba
sería la alondra ilustre,
el vano timbalero de Verona,
diana floreciendo en el dormido alféizar,
salvas inoportunas,
diligentes clarines matinales
hostigando al amante perezoso
su ligera fanfarria.
-
Nunca supimos qué pájaro era aquel
que cantaba...
(...)
Nunca supimos...
-
Supimos bien si aquel reclamo era
gorjeo artificial, ruedas, tornillos,
un jilguero mecánico, espejuelos
o canario de cuerda, fidelísima
tórtola de latón y purpurina,
selvática viuda desolada.
-
Nunca...
Sí, nunca nos besamos.