Como el rey no admira ya tanto a la reina, a ella le gusta mucho tener jóvenes a su alrededor pendientes de sus palabras. “Sus habitaciones son avenidas concurridas, con los gentilhombres de la cámara privada entrando constantemente con un recado u otro, y demorándose para jugar la partida o compartir una canción; cuando no hay ningún mensaje que llevar, inventan uno”. Murmuraciones, cuchicheos, riñas y burlas encubiertas contra el rey. “Sus ropas, su música. Se insinúa que es incompetente en la cama. ¿De dónde podrían proceder esas insinuaciones, sino de la reina?”.
¿De qué naturaleza es la frontera entre verdad y mentiras? “Es permeable e imprecisa porque crecen en ella prolíficos el rumor, la confabulación, los malentendidos y las historias retorcidas. La verdad puede echar abajo las puertas, la verdad puede gritar en la calle; pero, a menos que sea agradable, bien parecida, placentera y gustosa, está condenada a permanecer lloriqueando en la puerta de atrás”.
La voz narra la crisis de la corte de Enrique VIII. Estamos en Inglaterra, en 1535, y la escritora inglesa Hilary Mantel recrea la caída en desgracia de la segunda mujer del rey, Ana Bolena, tras divorciarse de Catalina de Aragón y separarse de la Iglesia de Roma. Con Una reina en el estrado (Destino), Mantel conquistó el prestigioso Man Booker Prize 2012, y se convertía en la única doble ganadora de la historia del galardón.
Tormenta real
La destrucción de Ana Bolena es uno de los episodios más atractivos de la historia de la monarquía inglesa: el rey vuelve a estar atrapado en un matrimonio que no le da lo que más desea (un varón). Es una historia que muestra cómo las reinas y los reyes vienen y van, escrito con absoluta habilidad gracias al don que tiene Mantel de parecer siempre interesante. Sí, una Historia muy sexy que desvela que en todas las casas reales hay tormenta.
El caso es que el rey, claro está, no quiere que su reino viva inmerso en luchas incesantes y en el estruendo de golpes. No es un rey pacífico, prefiere que todo se haga tal y como imagina. Quiere que sea un hogar en el que todo el mundo sepa lo que tiene que hacer y se sienta seguro haciéndolo. Como una coreografía orquestada, sin distracciones ni estridencias. Y quien se salga del protocolo, queda eliminado. Eliminada. Ana Bolena, la reina consorte más influyente (e indomable) que Inglaterra ha tenido nunca, fue decapitada tras un montaje urdido por el rey y su primer ministro (Thomas Cromwell) para deshacerse de ella.
Una mujer soberana
No es dulce, no es compasiva, ni tampoco misericorde. O eso dicen de ella en palacio. Ana nunca se dejó guiar por nadie que no fuera ella misma. Deja claro que se ve a sí misma como cabeza de la familia real, lo que es antinatural para la sociedad inglesa del siglo XVI: una mujer no puede ser cabeza de nada, su papel es la subordinación y la sumisión. “Puede ser una reina y una mujer rica, pero de todos modos debería saber cuál es su sitio, o debería enseñársele”, cuenta la voz narradora de la novela que desvela la pasión de la historia marital, con consecuencias políticas.
Entonces, si molesta que tenga carácter, soberanía, autonomía e independencia, ¿qué se busca en una reina? “Debería tener todas las virtudes de una mujer ordinaria, pero además en un alto grado. Debe ser más honesta, más humilde, más discreta y más obediente incluso que ellas: a fin de constituir un ejemplo. Hay quienes se preguntan: ¿es Ana Bolena alguna de esas cosas?”, cuestiona uno de los personajes del libro de Mantel.
Pura vehemencia
¿Por qué cuchichean sobre la monarca francesa en la corte inglesa? Porque a la reina le traicionan los sentimientos, es pura vehemencia, no es capaz de encontrar seguridad en el disimulo. A la reina no se le da bien ocultar sus sentimientos. Ella es voluble, “que pasa deslizándose de la cólera a la risa”. Lo escribe Hilary Mantel de Ana Bolena, no de Letizia Ortiz. Cromwell, saboteador profesional de la corte, no se lo pone fácil. Conoce sus puntos débiles y cae.
El cateto, autoritario y veleidoso Enrique VIII acusa a su mujer de adulterio (un centenar de hombres, incluido su hermano) y se excusa de la siguiente manera, en la imaginación de la narradora inglesa: “Yo creo que Ana ha intentado minarme continuamente. Siempre era antinatural. Pensad en cómo se burlaba de su tío, mi señor de Norfolk. Pensad con qué desdén trataba a su padre. Presumía de censurar mi propia conducta, y se empeñaba en aconsejarme sobre cuestiones que quedaban muy fuera del alcance de su comprensión, y me decía cosas que ningún pobre estará dispuesto a aguantar que se las dijese su mujer”.
El rey quiere librarse de ella. Está harto. Ya no la quiere y, además, no puede darle un hijo. Pero, sobre todo, quiere otra dama. Una mucho más dócil, más protocolaria. Más sometida. Como otro divorcio hundiría para siempre al patán, decidió conspirar para mandar a su esposa a la guillotina. A fin de cuentas, creía que el matrimonio es “una vestidura mortal de esclavitud” (que pensaba Crisóstomo, aunque él lo confunda con san Agustín). En el fondo, Enrique teme a Ana, porque es un alma libre.