El doctor Francisco Pérez Abellán, experto en criminología y periodismo de investigación, dice que uno de los mayores vicios españoles es el magnicidio. No le ha pasado desapercibido -a pesar del conformismo general ante la versión oficial- el hilo que une los atentados que han cambiado al menos cinco veces la historia de la España contemporánea: ahí Prim, Canalejas, Cánovas, Dato y Carrero Blanco. Con Canalejas, señala, “se descubre que hay una sociedad de fomento del asesinato, como proclamara Thomas de Quincey, compuesta por curiosos del homicidio, diletantes de los modos de matanza y caprichosos del crimen”: “Forman parte de ella personajes poderosos que descubren una forma nueva de hacer política eliminando los obstáculos con el asesinato como gran regulador”, indica.
Recoge todas sus investigaciones en El vicio español del magnicidio (Planeta): vistos en perspectiva, subraya el experto, estos asesinatos citados “fueron auténticos golpes de Estado”. En poco más de cien años, cinco presidentes del Gobierno fueron asesinados. Cree que es cosa de una “raigambre española” y relaciona esta pulsión patria con hechos vidriosos que han llegado de alguna forma a nuestros días, como la caída del helicóptero de Mariano Rajoy, con él dentro, o el puñetazo que recibió en la sien, “un tipo de golpe que habría podido dejarle en el sitio”. “Lo que podría demostrar de forma práctica que, mediante la maquinación inteligente, la violencia política trata de cambiar el curso de la historia con la muerte violenta de los máximos dirigentes”.
El triunfo de los ministros
Enumera una lista de constantes que se repiten en todos estos crímenes: primero, que siempre los facilitan grandes fallos de seguridad, que dejan a los presidentes prácticamente indefensos ante los criminales, que actúan como si no existiera la policía. En segundo lugar, que ninguno de esos crímenes ha sido, a sus ojos, convenientemente investigado. “En ocasiones las investigaciones se han desviado adrede, llevándolas a un callejón sin salida”. Tercer punto: los ministros del Gobierno, sin excepción, “pese a su flagrante fracaso”, no sólo no fueron destituidos, sino que salvo uno que murió prematuramente, fueron ascendidos “y puede decirse que recompensados por tan brillantes servicios”. La cuarta constante es que los asesinos fueron tildados de “libertarios” o “revolucionarios”, enmascarando con ello, dice el autor, maniobras políticas que al ser investigadas puede verse que llevaron a cabo criminales a sueldo, de perfil idéntico.
Añade que todos estos asesinatos revelan un mismo estilo, y es que los asesinos siempre estaban ampliamente financiados, lo que les permitía viajar, proveerse de armas y escapar de forma tal que habría sido imposible hacerlo sin cómplices. De alguna manera, en su investigación, Pérez-Abellán rebaja la culpa tradicionalmente otorgada a los revolucionarios y la expande en una red mucho más oscura y guiada por intereses contrapuestos. “Los supuestos anarquistas empleados en la ejecución de estos presidentes que hemos estudiado resultan, casi siempre, ser aventureros, tipos en busca de fortuna, sin una ideología definida, con comportamientos sorprendentes”.
Sin embargo, aunque se les haya señalado como locos solitarios, “en realidad eran asesinos por encargo, protegidos, acogidos, guiados por cómplices a los que nunca se detuvo”. Ahí relaciona esta inclinación con el asesinato de Kennedy: “Los criminales del otro lado del charco importaron el método”, asegura, y llama la atención sobre la destrucción de pruebas en algunos de los casos citados. “Me consta que ha sido voluntaria e intencionada (…) En los casos más sangrantes se alteraron hasta los sumarios judiciales, que por cierto solo alguna rara avis ha sentido la tentación de consultar en todo este tiempo”.
¿Argala mató a Carrero Blanco?
Uno de los atentados que más nos apela aún en nuestros días es el de Carrero Blanco, capaz aún de llevar a tuiteros ante la justicia si bromean con él. El autor cita al prestigioso periodista de investigación Antonio Rubio, que contó en El Mundo en noviembre de 2011 que el jefe del comando terrorista, José Miguel Beñarán Ordeñana, Argala, supuestamente encargado de apretar el detonador que hizo volar a Carrero, fue fotografiado el día antes en la parada de autobús de Serrano-Hermanos Bécquer, muy cerca del lugar del crimen, por agentes españoles de los servicios de información mientras realizaban labores de vigilancia de rusos y árabes. “Poco antes del asesinato de Carrero, los espías recibieron la orden de regresar a su base sin que la foto del temido Argala, sorprendido cerca de la embajada USA en Madrid, alertara de nada”, desliza.
Y continúa: “El 21 de diciembre de 1978, a las 9.30 horas (el atentado de Carrero fue a las 9.25), Argala, al que se le atribuye la detonación que mató al almirante, fue a su vez asesinado con un explosivo colocado en su coche en la localidad vasco francesa de Anglet. Otra vez la sociedad secreta. El dirigente de ETA se subió a su R-5 de color naranja, le dio al contacto y al iniciar la marcha hizo explosión un artefacto muy potente que había sido colocado en la parte delantera, junto a la rueda izquierda. Argala, como Carrero, salió volando por los aires hasta caer en lo que quedaba de su coche, donde quedó mutilado y muerto. En el aire del crimen se percibe una suelta de lastre”, reflexiona. “Los autores, al taparle la boca para siempre, utilizan la simbología (casi plena coincidencia de fecha, hora y procedimiento) como si gozaran de macabro sentido del humor. Todo ello fue, desde luego, recadito a terceros”.
“Los palurdos de ETA”
El autor desmonta, una a una y a fuerza de investigación y dato, las versiones oficiales y aceptadas de los asesinatos desde Prim a Carrero, y recuerda que en todos los casos los asesinos actuaron sin ser reprimidos: “Los sicarios disparan sus trabucos, tiran a bocajarro sobre la víctima que lee el diario Época, matan mientras la víctima mira unos libros. El trío de la bencina acaba con el presidente a bordo de una moto sin que sus ruidosos ensayos previos, increíblemente espectaculares, llamen la atención, y unos palurdos de ETA se transforman en ingenieros de minas capaces de colocar explosivos bajo el pavimento de Claudio Coello, a pesar de ser gente de nula capacidad técnica, por mucho que escritores de café con leche les coloquen un aura romántica”.
¿Los culpables, entonces? “Ambiciones desatadas, falta de escrúpulos y la traición”. Cita al conde de Romanones: “Los amigos suelen abandonarnos a la hora de la desgracia; los enemigos nos siguen hasta la muerte”. Y al cuarto presidente asesinado, Eduardo Dato Iradier, que, cuando mataron a Cánovas, suspiró: “Para un gobernante, es lo más envidiable morir así por la patria”. Él mismo tuvo ese privilegio.