El Dr. Montes era, lo que se dice, un buen cliente. Tenía la característica básica, la condición sine qua non de “buen cliente” de una librería: acude con regularidad y en cada visita compra muchos libros. Pero, quizás debido a nuestra jactancia, nos interesaba especialmente el Dr. Montes porque nos encantaba que un cliente que demuestra “saber mucho de libros”, compre libros que consideramos de literatura “de calidad”, de los nuestros.
El Dr. Montes –venía una vez cada 15 días y compraba siempre entre diez y 12 libros- era anestesista y tenía una casa fuera de Madrid. Me gustaba imaginar que estaba en la montaña. Allí se va con sus libros los fines de semana y se dedica a leer. Me lo figuro siempre en la misma silla. Una mecedora de esas que pueden usarse en interiores o en exteriores: en invierno lee y se mece junto a la estufa y en verano en el jardincito de atrás, debajo de un sauce llorón.
Libros comprometidos
No hablaba mucho el Dr. Montes. No era de esa clase de falsos “buenos clientes” que se dedican a demostrar lo mucho que saben, lo mucho que han leído y cuán comprometida es la literatura que más les gusta, pero al final no compran casi nada. No, al doctor sus lecturas se le transparentan, no hace falta que hable mucho de ellas, se notan en los libros que compra y en los únicos libros de los que a veces habla, o sea, los libros que odia.
Porque el Dr. Montes expresaba con toda rotundidad cuánto despreciaba a un libro o a un autor. Criticaba sin miedo a empacharse. Daba gusto escucharlo blasfemar. Y también había muchos autores a los que admiraba, pero es en la pasión que ponía cuando hablaba de los que no le gustaban donde se manifestaba la amplitud mágica del disfrute literario, que no sólo abarca el trato con lo admirado, sino también con lo despreciado.
Pero no hablemos más de lo que tiene que ver con cuánto ha leído y disfrutado con la literatura el Dr. Montes, sino de lo que a mí verdaderamente me impresionaba, esto es, cuánto deseaba el doctor seguir leyendo y disfrutando de la lectura. Porque es presumible que le dedicó absolutamente todo su tiempo de descanso (de no trabajar o dormir) a leer todo lo que lee.
Lectura compulsiva
Su vida familiar debía de ser muy tenue. Hijos ya mayores, fuera de casa, y una mujer pacífica. Si sumamos a esto la tranquilidad de la casa de campo y las enormes horas muertas de las guardias (que sólo los médicos más sosegados consiguen “aprovechar” de alguna manera), tenemos unas condiciones óptimas para el adicto a la lectura.
¿Cómo gustándole tanto leer relatos ha renunciado a esa forma tan intensa de conocer una historia que es escribirla?
Aun así debe darse otra condición, la que yo más admiro (la que creo que nunca tendré), una condición de abstención, de renuncia a la acción, una verdadera elección por la quietud de la contemplación. Porque todas esas horas de lectura compulsiva podrían usarse para trabajar (en el sentido de producción, no necesariamente de coacción asalariada), a “hacer cosas”; se podría dedicar a diseñar barriletes o sillas, o a buscar una vacuna contra el sida, o a militar en una asociación pro-eutanasia, o incluso si tanto sabe y le gusta la literatura, a escribir un libro.
Sobre todo, eso. Esa es la renuncia que me inquieta a mí: el Dr. Montes amaba tanto o más que yo la literatura, pero sólamente está interesado en leer. ¿Cómo gustándole tanto leer relatos ha renunciado a esa forma tan intensa de conocer una historia que es escribirla? Envidio al Dr. Montes. Su sonrisa tranquila era como un aviso para mí. Dice: “Cuidado muchacho, que puede que eso de leer siempre pensando en escribir te produzca al final una verdadera esclerosis espiritual irreversible”.