Entonces el cuerpo desaparece y las carreteras dejan de ser una oportunidad para derrotar a un rival. Y las curvas se vuelven balcones al mundo desde el que asomarse… a uno mismo. Hace muchos años que Ander Izagirre (San Sebastián, 1976) se olvidó en casa los vatios, las pulsaciones y los kilómetros. Hizo la transición de la competición a la contemplación y a la manera de encontrarse a uno ahí afuera, en su caso, trasteando por esas vías tan estrechas como venas que riegan las cumbres de la enormidad pirenaica.
Izagirre sin noticias del sudor. Ni de la competición. Ni de la rivalidad. Sin noticias del ruido de los atascos ni de las amenazas del jefe. Sólo viaje y sorpresa por deliciosas carreteruchas preñadas para que las crucemos en bicicleta, ensimismados en el entorno y en lo que no se ve. Sobre todo en lo invisible, en las historias de la historia. El autor de Plomo en los bolsillos (Libros del KO) recorre el mapa como si leyera un libro de Historia, como un periodista que pregunta para construir las historias. Ha escrito un falso libro de viajes, echándose a las curvas y los puertos de 14 rutas convertidas en la perfecta coartada para levantar 14 reportajes periodísticos.
Todo es Historia
Y llegó a las rampas de Jaizkibel, como si no lo hubiese subido antes. Ander abre los ojos. Y encuentra, en ese puerto que tantas veces le vio ascender enfundado en sus licras, los relatos de miles de esclavos del franquismo. “A veces aparecía algún trabajador en nuestro caserío. Venían medio muertos, muy pálidos, arrastrados. Les dábamos un poco de queso y un trago de vino, y resucitaban. Si encontraban por ahí un nabo, lo pelaban y se lo comían crudo”, le cuenta Segundo Pagadizabal al periodista, que relata cómo, a golpe de látigo y miseria, se construyó una red de carreteras para que las unidades del ejército sublevado se movieran con agilidad, en la conquista de la zona.
Izagirre desvela, por si no lo sabías, que todo está hecho a base de historia y de historias -incluso una carretera olvidada- y que nuestro protagonismo es fruto de nuestra ceguera. De no querer mirar. Ni preguntar. Pirenaica. Catorce crónicas de la cordillera (GeoPlaneta) es una lección de ubicación, porque sus mapas para transitar por estos montes son humanos, son memoria, son olvido. Por eso propone un viaje especial, uno sin tanta individualidad, sin tantos selfies, uno en el que disfrutar de una cruel contradicción: “Habrá pocos tramos más dulces para pedalear que esta carretera de los esclavos: la bajada de Aritxulegi hasta el embalse de Endara, la subida de cuatro kilómetros por el hayedo hasta el alto de Agina, la bajada curveante hasta Lesaka”. La belleza también duele.
Así es: la bici también escribe, traza un relato que cruza la cabeza según avanzamos, como si fuera un puente entre el mundo de ahí afuera y el mundo de aquí adentro. Un eslabón que por unas horas hace que todo cobre sentido.
Un lujo desclasado
“La bici es como una navaja suiza”, cuenta al otro lado del teléfono. Porque con ella puedes ir a trabajar, a correr una carrera, a pasear, a comprar el pan, viajar. Lo que quieras. La bici también es conocimiento y un filó para este periodista que busca “las cosas que no se cuentan”, aunque no abran los periódicos ni los telediarios. Periodismo humanista, reportajes de cercanía. “Pedalear y algo más para descubrir qué historias hay detrás de las carreteras y de los paisajes”. Y parar a comer un pincho de tortilla y hablar con la gente del pueblo. Y acercarse a una iglesia de la Guipúzcoa profunda.
“El periodismo siempre ha enriquecido el viaje, por el placer de conocer. Prefiero parar y preguntar a la gente de los pueblos y de los valles”. Y en esas, la bici lleva a cualquiera a cualquier parte. “No entiende de clases sociales: puede ser de clase baja y de clase alta, puede ser el vehículo de una revolución”, dice Ander, que ha conseguido que le paguen por subir el Tourmalet y (bajar para contarlo).