Una reliquia. Muere en 1924 y el politburó de los comunistas soviéticos convoca un consejo para debatir qué hacer con el cadáver de Vladímir Ilich. Las opciones: enterrarlo o conservarlo incorrupto. Todo menos convertirlo en reliquia. Y lo convirtieron en una escultura viviente, que debía tener siempre el mismo aspecto, o sea, aseada, o sea, arreglada ininterrumpidamente, o sea, maquillada para la eternidad. Un laboratorio se encargaría de atender sus pulgares, la nariz, el pelo, la flexibilidad de sus articulaciones, para conservar los rasgos del revolucionario. Como si siguiera vivo, como si su doctrina no estuviera momificada.
Pasan los años y el cuerpo de Lenin sobrevive al leninismo y al socialismo y, cuando las ayudas del Estado se recortan, el grupo de científicos pasa a manos de una institución privada que crea un nuevo mercado con la momia revolucionaria. Desde entonces es el capital quien se encarga de conservar a su enemigo, convertido en beneficio turístico. “¿Ha ganado definitivamente el capitalismo?”, se pregunta el historiador Gero von Randow (Hamburgo, 1953). Ha escrito un libro para contestar a la cuestión de la siguiente manera: si a las sociedades en las cuales la mayoría de los individuos trabajan para el capital se las denomina capitalistas, habrá que actuar desde ellas mientras no se perfilen alternativas.
Momias 'kitsch'
Eso quiere decir que hagamos “la vida en el capitalismo lo más soportable posible, para todos”. Es posible que a cualquiera se le antoje insuficiente, dado el historial revolucionario de la humanidad en el último siglo, pero “es un programa de lucha y a veces sólo puede realizarse cuando el pueblo se levanta”.
Más allá de las chucherías comunistas, en Revoluciones. Cuando el pueblo se levanta (Turner), Von Randow aclara que las revoluciones no son estériles. Porque no son un suceso, sino un proceso que al desaparecer se quedan en la sociedad que las ha protagonizado. Sin necesidad de momias kitsch, las masas populares que se levantan deciden acabar con una existencia indigna. “Las revoluciones mandan un mensaje al futuro. Por eso nunca son del todo inútiles. La Primavera Árabe al principio fracasó casi en todas partes. Pero ha marcado a una generación que no olvidará que hubo un momento en el que millones de personas alentaron de nuevo una esperanza”, escribe.
El historiador acude como fuente a las palabras de la tunecina Olfa Riahi, que escribió en una entrada de Facebook, el 14 de enero de 2016, que gracias a la solidaridad, a la esperanza, a la fuerza ya nada sería como antes. Recuerda los acontecimientos de 2011 como un momento de profundo cambio al que le siguieron el cansancio, la decepción, la amargura “y un pesado sentimiento de fracaso”. Pero: “La transformación nunca se solidifica”. Porque no es puntual, “la transformación es un proceso eterno, una evolución constante”.
Cuando hay esperanza en un mundo mejor, hay revolución. Y cuando hay revolución hay transformación, a pesar de la decepción. La revolución es el primer paso de la evolución, que lleva del plazo corto al cambio eterno, porque la revolución no conquista. Provoca y despierta. No es instantánea, pero deja grumos. No es una novela, es una novela sin resolver. Una revolución no subvierte el sistema, pero lo transforma. Hacen de lo posible insuficiente y de lo imposible, posible. Desbordan la realidad porque quieren otra que no esté agotada. La revolución es más lenta que la palabra, aunque llame a la acción.
Mucho vocabulario, poca acción
Por eso el historiador acude al ejemplo de 1789, la Revolución Francesa. “Hoy en Francia hay estatuas, decoraciones de salones y atriles que recuerdan a la gran revolución de 1789, a pesar de que esta desembocó en el Terror y después en un emperador imperialista. A diferencia de la revolución rusa, la revolución francesa fue el atronador preludio de un proceso que desembocó en las democracias europeas”.
La momia revolucionaria no ha muerto. Está latente gracias a “aquellos autócratas y cleptócratas que se aferran tozudamente y con violencia a sus privilegios”. Señala Von Randow el resurgir en Europa de un movimiento de oposición ante el ascenso de la nueva Internacional reaccionaria. También aclara que ni Alexis Tsipras, ni Bernie Sanders, ni Pablo Iglesias representan “en absoluto” un factor revolucionario, “aunque la revolución se encuentre en su vocabulario”.
Avisa a los más conservadores: tranquilos, “la formación de un sujeto revolucionario que escriba Historia en mayúsculas no parece estar en el horizonte”. Y motivos no faltan: “Existe la posibilidad de que se produzcan agresiones sobre las masas que destruyan el trato civilizado de los ciudadanos entre ellos, que devoren las instituciones sociales, se coman la confianza y con ello se socaven las condiciones en las que la democracia y el Estado de Derecho son posibles”.
Países ricos, países injustos
No se vayan todavía, aún hay más: migrantes en tiempos de globalización. El cierre del paso del Tercer Mundo al Primer Mundo ha logrado que se movilice un sentimiento de temor en los restos de la clase trabajadora de provincias, que se han tomado la revancha ante la élite social londinense y parisina. Por estos motivos, algunos llamaron revolución al Brexit.
“El crecimiento de la riqueza de las últimas décadas se repartió de forma preponderantemente injusta en los países ricos”. De ahí que los subprivilegiados vean la gran contradicción entre la posibilidad y la realidad. A fuerza de comprobar cómo la clase de ganadores no ha pegado el peaje por haber hecho mal las cosas, se ha extendido una sensación de que existe una clase que se encuentra bajo la protección especial del Estado. De que se vive “en una especie de oligarquía constitucional”.
Además, los de abajo, que viven en zonas depauperadas, ven esa publicidad que les muestra jóvenes a la moda que se sientan con sus portátiles en cafés. “Algo a lo que llaman trabajo y que realmente les da dinero. Son gente de buen aspecto, sana, alegre. Esos son los de ahí arriba. La política les promete a los de abajo mundos abiertos si siguen formándose y se ponen intelectualmente a tono”… Pero la realidad es que no hay trabajo o trabajos miserables. La realidad es que los adoquines siguen debajo del asfalto. La playa ya no interesa.