Phil Schachter, un joven maquinista neoyorquino de veintiún años, se marchó de casa sin avisar a su familia. Cruzó en barco el Atlántico y tras una larga y ardua travesía clandestina por los Pirineos —Francia acababa de cerrar la frontera para evitar cualquier tipo de ayuda militar—, llegó a España en la primavera de 1937, donde creía que se estaba desarrollando un enfrentamiento global contra el fascismo. Pronto quedó enrolado en el Batallón Washington y lo enviaron al frente durante la batalla de Brunete, la primera ofensiva del ejército republicano. Aprovechando un breve respiro de la lluvia de obuses arrojados por los aviones de las fuerzas franquistas, Phil escribió el 15 de julio desde el Cerro del Mosquito dos cartas a su hermano Max: “Hemos estado combatiendo durante siete días y no ha sido un paseo. […] Todavía tengo que limpiar el fusil y se está haciendo de noche, así que adiós. Mándale mi cariño a todo el mundo”. Nunca se supo nada más de Phil.
De los 2.800 estadounidenses que formaron parte de las Brigadas Internacionales durante la Guerra Civil murieron unos 750, entre ellos Phil Schachter. Eran jóvenes idealistas de clase obrera (marineros en paro, estibadores, trabajadores del textil) afiliados al Partido Comunista, pero también ricos licenciados en universidades prestigiosas. Llegaron desde prácticamente todos los estados de la Nación y se ganaron el respeto y la admiración de sus camaradas republicanos por la valentía y el coraje derramado en las trincheras. Sus historias las recoge el periodista e historiador Adam Hochschild en España en el corazón, editado ahora en castellano por Malpaso, un puzzle de personajes, emplazamientos y anécdotas de la participación extranjera en esa contienda fratricida que fue el prólogo —o el campo de experimentos— de la II Guerra Mundial.
La gran mayoría de los voluntarios estadounidenses se integraron el Batallón Lincoln, enfrascado en la XV Brigada Internacional y siempre a la vanguardia de los combates más mortíferos. Estos hombres, comandados por Robert Merriman, un gigantón delgaducho de pelo rubio que perdería la vida en la batalla del Ebro, viajaron a España a defender la democracia mientras desde Washington, Londres y París se respaldaba la política de no intervención. Hasta su retirada definitiva el 28 de octubre de 1938 fueron “el ejemplo heroico de la solidaridad”.
El autor del libro, despojado de cualquier equidistancia, opina en el prólogo que “la mayoría de nosotros pensamos desde hace mucho que el mundo habría sido mejor si nuestro gobierno no se hubiera mantenido al margen de la Guerra Civil española y continuamos considerando como heroica la generación de estadounidenses que fue allí a luchar”. Muchos de estos combatientes eran negros y en España recibieron un trato igualitario impensable en los Estados Unidos de la década de los treinta. “Fue el primer lugar en el que me sentí un hombre libre”, diría años más tarde uno de estos soldados.
La guerra de los corresponsales del 'Times'
Los brigadistas estadounidenses, alejados de las disputas ideológicas internas de la República —únicamente se definían como “antifascistas”—, llenaron las trincheras de carteles con nombres de calles de Nueva York, como Broadway o Union Square, y fueron objeto de orgullo para un extraordinario desfile de personalidades: el cantante Paul Robenson, el actor Errol Flyn o los escritores Stephen Spender y Theodore Dreiser. Pero el que más tiempo pasó con ellos fue Ernest Hemingway, un “bravucón quisquilloso” que se dedicaba a “insultar a los fascistas”. Aparte de los artículos para ensalzar a sus compatriotas, el autor de Por quién doblan las campanas dejó una anécdota que ilustra a la perfección su controvertida personalidad: en una visita al frente, se sentó detrás del escudo antibalas de una ametralladora y descargó un cinturón entero contra el enemigo, lo que provocó un bombardeo con morteros al que, por supuesto, no se quedó.
La Guerra Civil acaparó portadas de periódicos de todo el mundo. Casi un millar de corresponsales, entre los que se encontraban Hemingway, John Dos Passos, André Malraux, Robert Capa o Marta Gellhorn se desplazaron a España; los idealistas bajo las balas, que los llamaría Paul Preston. Desde mediados de 1936 hasta principios de 1939 The New York Times le dedicó más de 1.000 titulares de primera página a la contienda. Pero en el interior del propio diario estadounidense también se desató una batalla periodística entre sus corresponsales a ambas líneas de fuego. Herbert L. Matthews, un hombre alto y delgado que caminaba por las trincheras con traje y corbata, cubría la España republicana; William P. Carney, un texano católico devoto y declarado entusiasta de Franco, informaba desde el bando sublevado.
La batalla de Teruel fue uno de los capítulos más afilados del pulso entre los dos periodistas. Amparándose en los comunicados de prensa de Franco, Carney envió a la redacción del Times el 31 de diciembre de 1937 una información en la que afirmaba que las tropas nacionales habían recuperado la ciudad. Matthews, envalentonado, regresó a Teruel desde Valencia y mandó una noticia que saldría en primera plana: “Visita a Teruel, que sigue en manos del ejército republicano”. En medio de la crónica, Matthews lanzó un dardo a su compañero: “Lo que resulta evidente en esta guerra es que nada se puede saber con certeza a menos que se vaya al lugar de los hechos y se vea con los propios ojos”.
A pesar de ese idealismo que acompaña desde siempre a los corresponsales extranjeros en España, Hochschild es bastante crítico con ellos en algunos puntos del libro. ¿Por qué a Cataluña, como epicentro revolucionario, no se le dedicaron más crónicas? “Ni uno solo se planteó pasar unos días en una fábrica española o en una tienda o en una finca controlada por sus trabajadores para ver con sus propios ojos simplemente cómo ese sueño utópico se ponía en práctica (…) ¿Cuándo se ha visto un caso semejante en la historia en el que una enorme cantidad de talentosos periodistas pasara por alto una noticia tan importante que estaba sucediendo justo ante sus ojos?”.
El experimento fallido de la revolución social
Con las noticias sobre la Guerra Civil radiándose por todo el mundo, fueron muchos extranjeros los que se sintieron atraídos por el magnetismo de la revolución española. Es, por ejemplo, el caso de Charles y Lois Orr, que suspendieron su luna de miel en Francia y llegaron a Barcelona haciendo autoestop. Allí se asentaron en un lujoso apartamento confiscado al cónsul de la Alemania nazi y empezaron a soñar con la utopía del “mundo nuevo”. “Estábamos viviendo la revolución de nuestras vidas personales, una increíble expansión de la conciencia […] Todo era nuevo y diferente, todo era posible, se estaban formando un nuevo cielo y una nueva tierra”, escribiría Lois.
Guiado por un comprometido radicalismo político, a Barcelona también llegaría un británico de nombre Eric Blair —más conocido como George Orwell—, que desechó las Brigadas Internacionales para integrarse en las milicias del POUM. Después de cuatro meses en el frente se encontró una ciudad totalmente cambiada: “La división de la sociedad en ricos y pobres, clase alta y baja, se volvía a reinstaurar”. Orwell tuvo que huir de España por miedo a ser detenido por el mismo gobierno por el que había estado combatiendo. Luego escribiría de las Brigadas Internacionales que “en cierto sentido luchan por todos nosotros, una delgada fila de suficientes y a menudo mal armados seres humanos en pie entre la barbarie y al menos una relativa decencia”.
Cuando la utopía social anarquista se derrumbó en Barcelona, los Orr —Lois escribía comunicados de prensa en inglés para el gobierno catalán y Charles se dedicaba a la radio y a escribir un periódico del POUM— ambos fueron arrestados. Sus diez meses en Barcelona se terminaron en un barco que zarpó hacia Marsella tras ver cómo fracasaba el experimento social al que habían venido a sumarse. “Con solo que la gente volviera a tomar el control de las cosas —se lamentaría Lois—, tal vez podríamos acabar con estas estúpidas e insensatas derrotas”.
El petróleo de Franco provenía de Texas
Mientras sus gobernantes se negaban a levantar el embargo de venta de armas e intervenir en España, el combustible para que los aviones nazis bombardearan las posiciones que defendían los voluntarios estadounidenses procedía de Texas y fue vendido a Franco por un magnate del petróleo. Torkild Rieber, CEO de Texaco y simpatizante de los dictadores derechistas, fue “el salvavidas” del Generalísimo, el que con sus inagotables reservas de carburante le permitió continuar la guerra.
En total, Rieber vendió a los sublevados al menos 20 millones de dólares en combustible durante la contienda, el equivalente, según el cálculo más conservador, a unos 325 millones de dólares actuales. Una ayuda logística tan valiosa para alzarse con la victoria como las tropas proporcionadas por Hitler o Mussolini. De hecho, unos años más tarde, el director general de Política Exterior, José María Doussinague, reconocería que “sin el petróleo, los camiones y los créditos estadounidenses, nunca habríamos ganado la guerra”.
Torkild Rieber siguió vendiendo petróleo a España durante muchos años y Franco terminó concediéndole la Gran Cruz de Isabel la Católica. El magnate estadounidense “siempre pensó que era mejor llegar a acuerdos con autócratas que con democracias —recordaba un conocido—. Decía que a un autócrata solamente lo tenías que sobornar una vez mientras que con las democracias tenías que hacerlo una y otra vez”.