La hija del pintor alcohólico que se hacía pasar por Antonio López
La artista Rebeca Khamlichi abandona su imaginario de vírgenes pop para empuñar la memoria y la palabra: en 'Las hijas de Antonio López' repasa una infancia marcada por la violencia y el fanatismo religioso.
10 mayo, 2018 01:37Esta es la historia de una niña que nació mono. Al menos, así se sentía Samira: casi se hicieron corpóreas sus orejas de diminuto simio, su larga cola, sus ojos vidriosos de animal aterrado. “Era un mono encerrado en una jaula de dolor y violencia, sin salida frente a un mundo que me miraba indiferente desde el otro lado de los barrotes y que no hacía nada por ayudarme”, escribe Rebeca Khamlichi en Las hijas de Antonio López (editorial Bridge). La artista era conocida, hasta ahora, por sus lienzos de vírgenes pop: muñecas sacras y coloridas que, en vez de al niño Jesús, sujetan a Batman o guardan en el pecho una hamburguesa ardiente donde habría de ir un corazón. ¿Y las aureolas divinas? Donuts rosas glaseados.
Su imaginario cándido y alegremente transgresor se ve interrumpido por una dosis amarga de realidad: en este libro ilustrado, donde se araña la propia memoria y la vomita en imágenes y palabras, Khamlichi repasa la dolorosa infancia de dos niñas desde los ojos irónicos de la adulta en la que una de ellas se ha convertido. “Me gustaría poder decir que Las hijas de Antonio López es un ajuste de cuentas con la vida. Pero no puedo, porque la vida nunca nos debe nada, por mucho que nos quite. Y por eso nunca nos lo devuelve. Lo perdido, perdido está. Sólo queda mirar hacia adelante y proteger lo que está por llegar”, dice la autora.
No hay nada dulce aquí: la retentiva agria de la artista ha oscurecido su trazo, de forma insólita. Ahí hay niñas que se tapan los oídos, niñas con la vista perdida en los cristales, niñas que rezan sin creer en nada. La sensación que insuflan estas pinturas es angustiosa, pesadillesca, asfixiante. Su don con el dibujo lo ha trasladado también al verbo: sabe bien qué detalles elegir para conseguir el retrato más veraz, para hacerse con la verdad que más golpea. La primera vez que describe a su padre se limita a contar cómo eran sus zapatos. “Lo primero que mi madre recuerda de mi padre son sus grandes zapatos. Los llevaba gigantes, cinco o seis números más grandes de los que necesitaba. Los había comprado ese mismo día en El Corte Inglés. Le parecieron perfectos. Pero estaba tan borracho que se los había probado con el papel de la puntera dentro. No sé cómo eso no le dio pistas a mi madre”.
Sus padres se conocieron en el Retiro: la madre pintaba vírgenes de tiza en el suelo y el padre vendía retratos al natural. “Entre los dos sumaban la misma capacidad de asumir responsabilidades que una merluza congelada”, lanza la joven. Su padre había nacido en Marruecos. Era musulmán, “pero bebía como si quisiera compensar a todos los musulmanes del mundo que no lo hacían”. A pesar de ser un hombre muy talentoso y un estudiante de Bellas Artes excelente -el primero de su promoción- pronto decidió gastarse el dinero de su beca en alcohol. A partir de ahí, la autora describe una infancia empapada de incomprensión y tragedias, aunque muchos de los episodios más cruentos los fuese hilvanando más tarde.
Un bebé a punto de morir congelado
Samira no había cumplido aún ni un año. Su madre trabajaba hasta la madrugada y su padre era el encargado de cuidarla. Una madrugada, dos policías que patrullaban por el parque del Retiro escucharon algo así “como el maullar doliente de un gato pequeño”. Cuando persiguieron el sonido, encontraron a un hombre tendido en la hierba, con una botella de vino vacía en la mano. A unos metros de él había un bebé desconsolado que tiritaba de frío. Los agentes salvaron a la cría de morir congelada y la llevaron a casa de sus abuelos. La protagonista ahora lo recuerda con cierta sátira: “Vaya- pensé yo, justo un momento antes de que pasaran por delante de mí, como en diapositivas, todas y cada una de las manifestaciones contra cualquier cosa en las que, durante años, sentía a la policía como el enemigo”, escribe.
Los primeros años de su vida, esos tan tiernos, tan permeables, tan influyentes, los pasó acompañada por su hermana, que nació tan sólo 21 meses después de Samira: todo un paisaje de gritos, portazos, insultos, violencia y pánico. Mudanzas, servicios sociales, centros de rehabilitación para toxicómanas -allí vivieron un tiempo junto a su madre-, intentos de asesinato, casas ardiendo, hambre, castigos que iban de tragarse guindillas a cucheretazos en la piel. Pronto la lúcida niña entendió que su hermana también era un mono. Que había mamado sus mismos miedos, su idéntico desamparo. Juntas eran las tristes hijas de Antonio López. Este concepto que da nombre al libro viene del gran delirio de grandeza de su padre alcoholizado. Cuando la policía llegaba a casa, alertada por sus gritos descontrolados y ebrios, y le pedía que se identificara, siempre decía: “¡Yo soy Antonio López, yo soy Antonio López!”. Y cuando lo abatían contra el suelo, repetía: “Yo soy Antonio López”.
Otro de los grandes traumas que vivieron las crías fue el fanatismo religioso de su madre, que se enganchó a la iglesia evangélica como quien agarra una bombona de oxígeno. Estaba exhausta de sufrir. Necesitaba esperanzas. El terror le duró a Samira hasta los 16, cuando decidió empuñar los pinceles y ser dueña de su propia vida, sola frente a la Gran Vía. Ya ni siquiera se llama así, señala. “Pero sigo siendo un mono, aunque apenas se me nota”. La última vez que vio a su padre fue en la Plaza Mayor. Era ya un indigente. Vestía con una suerte de manta y resbalaba de ciego. Unos chavales le habían quitado su botella de vino y se reían de él. Llovía. Entre los harapos, asomó una larga cola de mono, bien enrollada.