El pasado empieza en unas pantuflas. Es un hombre elegante, viste corbata, jersey oscuro y pantalón marrón. Pero la foto rompe en el calzado. El padre del escritor Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) aparece en la portada de su último libro, El dolor de los demás (Anagrama). Es la foto muda de esta novela, que tiene más pasado que dolor, más de máscaras que de víctimas. Junto al padre con pantuflas, el propio autor, con cinco años y un mono de pana rojo, subido a un carro tirado por un poni y el conductor, el Churrispas. Al fondo, un grupo de mujeres y entre ellas destaca una silueta amarilla.
Ella y su hermano son el motivo originario por el que Hernández empezó esta novela, antes de que derivara en una “novela suicida”, como dice el autor. “Porque anula el yo del presente, para rescatar el yo del pasado”. Un viaje al centro de su infancia y adolescencia. “Una novela es una herida”. Y lo que sangra es el pasado que no se quiere mirar. “Sólo vemos lo que queremos y no queremos mirar lo que nos perturba”.
El mejor amigo de Miguel Ángel asesinó a su hermana y se quitó la vida saltando por un barranco, en 1995. Pura huerta de Murcia. La única manera de sobrevivir al desgarrador acontecimiento fue olvidarlo. Y lo enterró durante más de veinte años, hasta que decidió enfrentarse al suceso. Lo que empezó como un thriller que reabría el caso para dar luz a los hechos, se convirtió en una reconstrucción del propio autor.
Primera persona
“Esto es una novela autobiográfica basada en hechos reales. Y nunca se me ocurrió narrarlo en tercera persona. Debía ser en primera persona y en presente, porque el pasado es hoy”, cuenta. Construye a partir de dos voces, que se mezclan desde la actualidad. ¿Cuándo empieza el pasado? “Cuando quieres. Por eso necesitamos narrarlo, para reconstruirlo y en este caso el único crimen que puedo aclarar es el mío”, contesta. El arte trata de romper con la burbuja en la que vivimos sin heridas. Por eso no se quita de en medio y lo hace en primera persona. Porque es íntima, directa y comprometedora.
No podía distanciarse al contar los acontecimientos. “Es un ejercicio exhibicionista e impudoroso, sí. Pero sin eso no habría arte”, reconoce el escritor y profesor universitario. Pero, ¿y los demás? “Ese es el dilema. ¿Puedo meter a toda esa gente sin que hayan pedido estar ahí? Habrá amigos que me retirarán la amistad”. Hernández ha descubierto su intimidad y la de los otros, pero reniega de la corrección, de la endogamia, del arte amable y del escritor bienqueda. Novela suicida también por lo que le compromete.
El monstruo de cada día
Aunque ha cambiado algunos nombres y alterado hechos reales. Porque “la mentira no cambia la verdad literaria”. “Todo es verdad, salvo alguna cosa, que diría Mariano Rajoy. No puedes censurarte, esto es importante. Si quieres quedar bien, te saldrá un libro buenista. Lo mismo si quieres ser un periodista que no se comprometa. Por eso Clavícula (Anagrama), de Marta Sanz, me encanta”, dice.
Miguel Ángel se dedica a romper todas las burbujas que le protegen de su pasado, mientras van cayendo las viejas máscaras y emergen otras nuevas. Un amigo es un asesino de repente, pero no deja de serlo a pesar de lo que ha hecho. ¿Cómo se puede amar a un asesino? Puede ser una de las preguntas que lanza el libro. “Porque no somos monstruos todo el tiempo. Porque también hubo felicidad y amor”, cuenta. “Nadie está cómodo con las máscaras, nunca”. Y concluye que la esencia no existe, que el yo esencial es una gran falsedad. Que la identidad es una cuestión de días.
“El dolor de los demás es lo que no puedes conocer. No puedes sentir sus vidas, sólo puedes entender tu propio dolor”. El título es una frase de Susan Sontag. Pero también cita a Judith Butler y Marta Sanz. “Sólo con nuestro dolor podemos sentir el de los demás. Por eso escribir no es la cura. La complicidad con el dolor ajeno surge cuando se lee y se comparte”, añade.
Desclasarse con los libros
Las fotos son los hitos por los que discurre el relato. Son fotos contadas con distancia. “El pasado es un flash”. El pasado es una recreación a favor. El pasado son unas pantuflas con corbata, que recuerda de dónde vienes. En el caso de Miguel Ángel, de la huerta murciana. Del campo, de una clase humilde, con la que rompe desde la cultura. Se desclasa con sus estudios, se distancia de los suyos con la música y el arte, llega a la Universidad y se olvida de todo lo que era. De todo lo que son.
“¿Existe el término reclasamiento?”, pregunta entre risas. Esta novela cubre ese tránsito: la vuelta a los orígenes, a su clase. “Olvidé y negué la sabiduría de la huerta. No es que ahora regrese para idealizarla, pero es un regreso a los orígenes para saber de dónde vengo, para contar el choque de dos mundos que ahora hacen las paces gracias a la literatura. Aquello era el mayor territorio literario. No he vuelto a ser lo que dejé de ser”, reconoce.
Y vislumbra los peligros del desclasamiento y de los relatos culturales que lo encumbran. Perder la conciencia de clase tiene el peligro de no luchar por los derechos que te corresponden. “Corremos el peligro de no saber qué defender, ni de qué defendernos, porque las clases, tal y como las pensó Marx, han desaparecido”.