Ella cogía trenes porque necesitaba marcharse fuera, adonde no pensara en nada, lejos, para olvidar la ira y los reproches. La pena. “Cogía trenes y trataba de olvidar, mientras miraba desfilar el paisaje y las casas por la ventanilla, hasta sentir aquella especie de vértigo, de olvido tranquilo y dulce, como si, al no tener dónde detenerse y anclarse, el tiempo dejara de existir, y también el sufrimiento”. Aquel vaivén acababa con todo porque todo lo difuminaba. Un vértigo dulce al que se abandonaba de buen grado, como una borrachera de silencio o un chute de desinterés.
Pero su estado era la espera. Treinta años sentada en un jardín, con la fachada del manicomio de Montdevergues (Francia) a su espalda, aguardando la llegada del hombre de las manos grandes como un refugio. “Era por la noche, siempre durante la noche, cuando, medio aovillada en la cama, intentando conciliar el sueño, la asaltaban las mismas imágenes obsesivas, las mismas quejas y las mismas exigencias al pensar en él, Rodin, y acusándolo de todos sus males, acababa por desvelarse, llena de ira y rencor”.
Eran manos poderosas. Las manos que parecían resolver todos los problemas, que paraban los rayos y los truenos, los disgustos y las decepciones. “Aquellas manos de hombre fuerte y vital, de hombre que decía cómo debían ser las cosas”. Garras de hombre despreciable del que la historia del arte apenas contó nada que no fueran sus éxitos. Del dolor, ni una palabra. Del maltrato, tampoco. Y de Camille, unas líneas.
Él, un cuarto de siglo mayor que ella, “llevaba dibujadas en la cara, en toda la masa del cuerpo, esa rudeza, esa fuerza tranquila que reclama el consentimiento y la turbación de las derrotas”. Empezaron a amarse en 1884 o 1885. “Él mantenía la mirada firme y persistente del hombre tranquilo y seguro de su deseo y de todo su vigor masculino, sí, aquella serena y perturbadora certeza de que era él, el hombre, quien decidía sobre las cosas”. Luego él decía las palabras oportunas, y esperaba que ella hiciera lo que deseaba.
Novela íntima
Camille Claudel (1864-1943) abandonada. Asustada. Débil. Inmóvil. “Me la imagino allí sentada, esperando en silencio y desde hace tanto tiempo que se diría que nunca hubiese conocido rebeldía o violencia alguna, más mansa cada año, y tan resignada que ya raramente pasaba reconocimiento allí abajo; hablaban de la docilidad, de la resignación”. Michèle Desbordes (1940-2006) escribe en primera persona una vida ajena, sin retirarse del relato. Está ahí, nos cuenta cómo debió ser la vida íntima de la escultora a la sombra. El vestido azul (Periférica) es una novela de testimonio ajeno y libre sobre una vida documentada por la propia protagonista, en la que la novelista sobrevuela la documentación sin dejarse atrapar por ella.
Desbordes lanza subordinadas eternas para recrearse en los paisajes internos, más allá de las anécdotas de los desplantes del monstruo. La novelista se queda con Camille en su dolor y la acompaña de atrás adelante y de adelante atrás, del manicomio a su taller, de su prisión a su devoción. De la devastación a la esperanza.
“Llegó el día en el que ella no tuvo nada más que decir ni que pedir, en el que la rebeldía y la cólera dejaron de tener sentido”, escribe la autora. El día en que Claudel caer sumisa a los deseos de él. Más sumisa que nunca, caminando por aquellos senderos, por aquel jardín donde no veía más que a enfermos y a locos. Allí vivió otros quince años más, treinta en total, errando por allí y por allá, pensando en él, que quizá no tardaría en venir.