Dicen que fue niña de la burguesía madrileña. Dicen que vivía en una casa en los bulevares, rodeada de jardines y misterios. Dicen que era la muchacha más bonita de la ciudad. Dicen que fue campeona de hockey, que escribía vómitos por las noches, que nunca le importó el dinero, que la derribó un cáncer. Felicidad Blanc, hembra llena de pájaros negros, tuvo una vez voz, una y nunca más: fue cuando Jaime Chávarri filmó El desencanto, el documental que destripa la vida secreta de Los Panero. Aquello era un cuento de locos -de locos lucidísimos asomándose a los bordes del mundo-, pero sólo a ella la llamaron “bruja”, sólo a ella la devoraron las malas lenguas.
Tal vez sea cierto eso que escribió su hijo más brillante y enfermo, Leopoldo María Panero, que decía que el loco yerra, pero no miente: “A nada sino al azar y a ninguna voluntad sagrada / de demonio o de dios debo mi ruina”. La vida de Blanc fue una desgracia desde que se casó, enamorada hasta la médula, con el poeta del Régimen Leopoldo Panero en 1941. Él la ignoró siempre, se ausentó siempre, se fue a coquetear o dios sabe qué, noche tras tarde, con el otro caudillito literario, Luis Rosales. Imagínense quedarse en casa esperando, siendo matriarca de esa estirpe: dos poetas -Leopoldo y Juan Luis- y un escritor sin obra, Michi. Tan neuróticos, tan despóticos, tan heridos.
“La atacaron por decir, simplemente, que no tuvo la vida que ella había deseado, que el mundo no era color de rosa al lado de Leopoldo Panero”, explica a este periódico Sergio Fernández Martínez, investigador predoctoral en la Universidad de León, que a finales de año publicará los cuentos de Blanc. “A la crítica masculina le dolió mucho que pusiese en evidencia a su marido, el gran poeta franquista. Menospreciar al hombre estaba mal visto. Ella nunca atacó su obra literaria, pero dijo que era otra cosa conocerlo de puertas para adentro. Sufrió muchísimo, nunca tuvo vida propia. Sólo vivió a través del filtro literario”.
Lectora, escritora, pensadora. Traductora. Conversadora exquisita y suave, dama elegante y herida, romántica vapuleada en la dictadura. Felicidad Blanc no fue sólo esposa y madre. Ella no sólo parió genios. Tenía cosas que decir, y las dijo. “Me interesé por ella cuando leí Espejo de sombras, que es un volumen de sus memorias que escribió después de El Desencanto”, cuenta Fernández. Era, de alguna manera, un modo de disculparse, de intentar cambiar la imagen que quedó de ella tras el documental. “Entonces descubrí que también había escrito cuentos, pero que tuvo que dejar la escritura para dedicarse a su papel de madre, especialmente cuando los niños aún eran pequeños”.
Sus cuentos (y su verdad)
Blanc, mujer de izquierdas, republicana solitaria en una familia conservadora. Publicó unos cuantos relatos en revistas, en el 49, gracias a Leopoldo Panero. “La leían Aranguren, José María Valverde, Dámaso Alonso… y la animaban a seguir escribiendo, pero sus textos permanecieron ocultos. Algunos los publica pero no trascienden. En el 79 recogió algunos en Cuando amé a Felicidad, pero era un tomo muy grande, destinado a bibliófilos, a un precio muy caro. Ella tenía el anhelo de llegar al gran público y no pudo ser”, relata el experto. “Cuando los tuve en mis manos encontré varios inéditos que para mí tienen mucha importancia, porque ella narra su vida pero con el típico velo literario. Proporciona muchas claves sobre la transformación que sufrió a lo largo de los años”.
Cuenta Sergio Fernández que Blanc utiliza casi siempre protagonistas femeninos. “Le da un peso importante a las mujeres de clase baja, a las sirvientas, a las maltratadas… Tiene un cuento, El nudo, que es demoledor, y habla precisamente de eso: de la violencia de género. Estremecedor. Otro se llama Galería de fantasmas, y tiene una primera versión en la que cuenta su idilio con Luis Cernuda, pero la censuró, y sólo una segunda versión salió publicada. Ella suprimió contenido por lo que la crítica pudiese decir”, explica. Cernuda, recuerden, era homosexual, y autor de ese poema bellísimo sobre el amor libre Si el hombre pudiera decir lo que ama. “Nunca nadie creyó que Cernuda estuviese enamorado de ella, pero sí que sentía una admiración profunda por Felicidad Blanc. Leopoldo se enteró de esa relación amistosa y se puso hecho una furia, le entró un ataque de ira”.
Según subraya Fernández, “Blanc explicaba que vivía en un estado de confusión entre lo que la sociedad le obligaba a ser y lo que ella quería ser realmente”: “La atacaron muchísimo, sobre todo en León. La rechazaron. Pero ella era una buena mujer y siempre se ocupó de su familia. Visitó a su hijo en la cárcel. Y en los últimos años de su vida se fue a vivir a San Sebastián para cuidar de Leopoldo María, que estaba en el manicomio de Mondragón, mientras ella ya tenía cáncer y se sometía a quimioterapia. Él la despreciaba continuamente. Estaba enfermo”.
La venganza de Felicidad
Lo peor es que ni siquiera dejó huella en sus hijos. Leopoldo María siempre la culpó de haberlo metido en el psiquiátrico, llegando a atacarla en su obra. “En la dedicatoria del poemario Narciso, dice algo como ‘a mi madre, causante del desastre familiar’. La veían como demoníaca. Pero más tarde, en su primer ensayo, Leopoldo María pide perdón y dice que ha tomado conciencia de que él fue el primer culpable y que habían sido unos auténticos perros con ella”. Juan Luis la ignora. Sólo Michi dice en alguna ocasión que fue ella quien le enseñó a sonreír.
La condenaron siempre por decir lo que muchas mujeres no tenían oportunidad de decir: que no se separaba porque podía. Que esperaba otra cosa de la vida. Que estaba llena de amargura y de una lucidez incanjeable. Sólo ahora, después de tantos años, Felicidad Blanc va a tomar la palabra. Será esto la justicia poética.