Cristina Peri Rossi es una de esas pocas joyas poéticas que nos quedan vivas: la activista uruguaya nació en 1941 y desde sus gateos literarios se involucró como una de las voces más potentes y comprometidas de la izquierda; fue censurada durante la dictadura militar que gobernó su país de 1973 a 1985 y se exilió a España y a París sin dejar nunca de parir bofetadas políticas. Es una intelectual pionera, una rebelde exquisita y la única escritora vinculada al boom latinoamericano.
Hace una pequeña biografía y una diminuta oda a la vida y sus cruces personales y políticos en Historia de un amor: “Para que yo pudiera amarte / los españoles tuvieron que conquistar América / y mis abuelos / huir de Génova en un barco de carga (…) Para que yo pudiera amarte / en España hubo una guerra civil / y Lorca murió asesinado / después de haber viajado a Nueva York (…) Para que yo pudiera amarte / Lluís Llach tuvo que cantar Els Segadors y Milva, los poemas de Bertolt Brecht”, escribió. “Para que yo pudiera amarte / tuve que huir en barco de la ciudad donde nací / y tú resistir a Franco. / Para que nos amáramos, al fin / ocurrieron todas las cosas de este mundo / y desde que no nos amamos / sólo existe un gran desorden”.
Además de su faceta insurgente, Peri Rossi no ha parado de escarbar en sus versos la temática del erotismo, y, en concreto, la sensualidad lésbica. En su ensayo Fantasías eróticas (1991) trató de liberar el placer de la dominación masculina: se refería a que los hombres usan el sexo como poder y humillación y a que debajo de la mirada sexual de las mujeres late siempre siempre humanidad. “El deseo es el motor de la existencia”, aseguró. “Una de las maneras de estar vivo es ser deseante”.
Poema para el 11-S
Lo escribía en su Erótica: “Tu placer es lento y duro / viene de lejos / retumba en las entrañas / como las sordas / sacudidas de un volcán / dormido hace siglos bajo la tierra / y sonámbulo todavía (…) Tu placer, animal escaso”. Pero quizá uno de sus poemas más agresivos en lo que a mezcla de política y sexo respecta sea Once de septiembre, esta efeméride maldita de hoy. Peri Rossi se muestra consciente de que tal tragedia será recordada por siempre, y que muchos de los herederos de los ciudadanos de entonces preguntarían, de hecho, ya preguntan: ¿qué estabas haciendo el 11 de septiembre?
Ella no se amilana y arranca el verso caliente, como una raíz recién extirpada de la tierra: “El once de septiembre del dos mil uno / mientras las Torres Gemelas caían, / yo estaba haciendo el amor. / El once de septiembre del año dos mil uno / a las tres de la tarde, hora de España, / un avión se estrellaba en Nueva York, / y yo gozaba haciendo el amor”.
Se muestra por encima de las tenebrosas predicciones: “Los agoreros hablaban del fin de una civilización, / pero yo hacía el amor. / Los apocalípticos pronosticaban la guerra santa, / pero yo fornicaba hasta morir / -si hay que morir, que sea de exaltación-”. Sería seguro un poema polémico hoy, quién sabe si censurado por las sensibilidades de las víctimas del terrorismo o por cualquier otro ofendido mundial, posiblemente español, dado que en EEUU a la semana del atentado ya desengrasaban el dolor hasta con chistes.
Referencias al Corán
Tiene el punto justo de cinismo el poema, la dosis traviesa de humor negro que no rebosa el vaso: quizá es sólo una forma corpórea de sobreponerse a las desgracias que van abriéndose paso en la tierra y que de nosotros no dependen. Va describiendo, morbosa y lenta, cómo choca con el cuerpo de su amor mientras el avión se estrella contra la torre. “El once de septiembre del año dos mil uno / un segundo avión se precipitó sobre Nueva York / en el momento justo en que yo caía sobre ti / como un cuerpo lanzado desde el espacio / me precipitaba sobre tus nalgas / nadaba entre tus zumos / aterrizaba en tus entrañas / y vísceras cualesquiera”.
Insiste, arrebatadora: “Y mientras otro avión volaba sobre Washington / con propósitos siniestros / yo hacía el amor en tierra / -cuatro de la tarde, hora de España- / devoraba tus pechos tu pubis tus flancos / hurí que la tierra me ha concedido / sin necesidad de matar a nadie”. Hurí es, para los creyentes en el Corán, la mujer bella que habita al paraíso y acompaña a los fieles cuando mueren y llegan a él. Cristina Peri Rossi se sobreponía a los dogmas religiosos para recordar que ella también era afortunada aquí en el barro; que también ella podía morder belleza y que no necesitaba atentar contra nadie para asirla.
Además aprovechaba su coito feliz para arremeter contra otras cuestiones molestas para ella: como las banderas, las fronteras, los límites, los mapas, el patriarcado o los derechos hereditarios. Nada de eso cabía en su cama, en su Edén particular mientras Occidente se derrumbaba. El momento se rompió cuando se dieron cuenta de que se habían olvidado de apagar el móvil, “ese apéndice ortopédico”, y alguien le dijo vía telefónica: “Nueva York se cae, ha comenzado la guerra santa”, pero ella apenas se inmutó: “Yo, babeante de tus zumos interiores / no le hice el menor caso / desconecté el móvil / miles de muertos, alcancé a oír / pero yo estaba bien viva, / muy viva fornicando”.
“¿Qué ha sido?, preguntaste, / los senos colgando como ubres hinchadas. / ‘Creo que Nueva York se hunde’, murmuré, / comiéndome tu lóbulo derecho. / ‘Es una pena’, contestaste, / mientras succionabas / mis labios inferiores”. Y recuerda Peri Rossi que no encendieron la televisión ni la radio en el resto del día, así que no tendrán nada que contar a sus descendientes “cuando nos pregunten / qué estábamos haciendo / el once de septiembre del año dos mil uno, / cuando las Torres Gemelas se derrumbaron sobre Nueva York”.