Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es un cronista brillante de humanidad insoportable: él se ha parado a observar lo que los demás sólo miramos de paso. Qué náusea, ir tan deprisa, cualquier día nos matamos memorizando la lista de la compra, atendiendo a la llamada del jefe y pisando el acelerador, todo a la vez: seremos cutres hasta para despedirnos.
Cuando habíamos dado el mundo por supuesto -porque llegábamos tarde a algún lado-, viene Fanjul como un golpista en un país de ciegos y nos zarandea a base de post de Facebook. Reivindica la pausa, nos insufla clarividencia. Este escritor es una coma, o un paréntesis, o un señor atrincherado en el bar de abajo, o una hembra observando, sin pasión pero sin prisa, la oferta de quesos del súpermercado.
Fanjul es como el descanso del cigarro, esos cinco minutos de sosiego que hacen que los engranajes del día recuperen el swing. Se preocupa por la alegría de los cajeros. Y por los perros. Y por los rituales domésticos. Nos sacude la caspa y nos anima a la mirada poética: a ver si no hacía falta estar muerto.
Sus diarios digitales los condensa en La vida instantánea (Círculo de Tiza): el autor se apoya en los bancos, en los menús del día, en las paellas chungas para Trip Advisor, en los mayores que se duermen con la radio puesta, para llegar, sin pretensiones, a los grandes conceptos, a los grandes amores y los grandes terrores.
Ahí la dignidad. El silencio. La sorpresa. El hastío. La precariedad. La añoranza. Todos esos estados que experimenta un ser como él, un paseante local que no se mete con nadie, aunque ahora también pasear parezca sospechoso. Las urbes carnívoras parecen pueblecitos plácidos si te las cuenta Fanjul: él las domestica porque las entiende. Además, escucha los ultrasonidos de la cultura underground. Y retrata en dos párrafos a una generación, que se dice pronto.
En el Evangelio según Fanjul hay pizzas congeladas, y desconocidos besándose raro en la puerta del José Alfredo, y Novios de la muerte renaciendo como himnos hermosos, por fin, y cartas de amor como las que ya no se escriben: “Desde que Liliana trabaja fuera, la casa está triste, el aire se aburre de estar quieto y el parqué extraña sus pisadas élficas: un silencio freelance recorre Europa (…) Liliana, los camellos del barrio te echan de menos, el árbol de enfrente quiere que admires sus progresos primavéricos (…) Yo me asomo a la balconada, la gente pasa y disimula, me fumo un piti, hablo largo rato con la tostadora, que me cuenta cosas increíbles sobre ti, todo tipo de tips y curiosidades”.
A pesar del realismo crudérrimo, a pesar de la sordidez, a pesar de este Madrid un poco ingrato donde hemos dejado el campamento, Fanjul transpira siempre una ternura bestial de fondo: no es un hater, es un niño mayor que atiende a las grietas sentimentales de una ciudad desequilibrada. Critica, pero da el volantazo a tiempo para no resultar áspero en exceso: bastante tenemos con la vida y sus facturas. Leyéndole, da la sensación constante de que lleva el callejero de Madrid tatuado en las líneas de la mano: Fanjul podría ser alcalde porque tiene memoria de lo pequeño. Larga vida a la guerrilla.