Enrique Ruano, estudiante de Derecho, fue asesinado el 20 de enero de 1969 por miembros de la Brigada Político-Social de la policía franquista. Lo arrojaron por las escaleras de una vivienda tras tres días de tortura. La versión oficial, que el tiempo terminó derribando, hablaba de un suicidio. Francisco Javier Sauquillo, abogado laboralista, fue una de las víctimas de la matanza de Atocha, registrada el 24 de enero de 1977. Recibió varios impactos de bala de los pistoleros de ultraderecha, muriendo al día siguiente.
A Enrique y Javier no solo les une su condición de víctimas físicas de la Transición, ni tampoco su comprometida adhesión al movimiento estudiantil antifranquista, que vivió su apogeo en los últimos compases de la década de los 60 —ambos estaban henchidos de las ideas revolucionarias contra el capitalismo y el fascismo de la época—, sino una mujer, Dolores González, y su amor hacia ella. Lola había sido detenida el mismo día que Enrique por repartir octavillas, y ocho años más tarde sobrevivió al atentado contra el despacho de abogados situado en la calle Atocha, 55 gracias a Javier, que trató de salvarla interponiéndose en el camino de las balas.
Lola fallecería también a finales de un mes de enero de 2015, el día 27, siempre perseguida por un pasado doloroso del que nunca logró desprenderse. Ella vio morir a sus compañeros de ideales, pero también a su novio, Enrique, y luego a su marido, Javier. Y así, con ese breve referencia al tiempo y a la memoria, A finales de enero (Tusquets), es como ha titulado Javier Padilla (Málaga, 1992) el ensayo con el que ha ganado el Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias 2019. "Seguramente sea la historia de amor más trágica de la Transición. A ellos los matan y Lola está 40 años entre depresiones y disminuida psicológica y físicamente. No conozco nada así: una chica que le matan a sus dos parejas y a ella le pegan un tiro en la garganta", cuenta el autor, graduado en Derecho y Administración de Empresas por la UAM, a este periódico.
Los tres protagonistas eran militantes de los grupos contrarios a la dictadura, hijos de familias asentadas, conservadoras, de vencedores de la Guerra Civil. Al llegar a los círculos universitarios se enrolaron en las filas del Frente de Liberación Popular (FLP o Felipe) y llegaron a desempeñar cargos importantes dentro de la organización. Javier, gracias a su hermana Paquita Sauquillo, entró más politizado a la facultad; Enrique, con una anterior vocación religiosa —estuvo un tiempo interno en un seminario—; y Lola aterrizaron vírgenes, sin mayor carga ideológica.
Entre largos debates sobre el marxismo, movilizaciones y sueños revolucionarios, radicales, también había cabida para el amor. Enrique y Lola comenzaron una relación en abril de 1968, y comenzaron a registrarse ciertas tensiones entre los muchachos. "Había un nivel de competición normal entre los estudiantes para ver quién sabía más de marxismo, y luego otro más personal que tenía que ver con Lola, con Enrique, que era su novio, y se sentía apocado cuando estaba con Javier", relata Padilla. Y esas inseguridades de Enrique sobrevivieron en forma de notas, las que le escribió al doctor Carlos Castilla del Pino —y que el régimen utilizó para orquestar la hipótesis del suicidio, comprada por algunos periódicos—.
El drama de Lola
Tras la muerte de Enrique y la desaparición del FLP, Lola y Javier ingresaron en el Partido Comunista de España como abogados laboralistas. "En el 68-69 pensaban que el PCE no era suficiente revolucionario y muy burocrático, pero acabaron metiéndose allí porque era su mejor opción para su trabajo, porque tenía gran implantación entre los obreros y una gran estructura organizativa", cuenta Padilla, que ha colaborado en diversas instituciones como la Comisión Europea, el Ministerio de Asuntos Exteriores o Naciones Unidas. "Pero estuvieron en las corrientes de izquierda alternativa, siempre fueron críticos con Santiago Carrillo y el PCE del exilio".
Y luego llegó el terrible atentado fascista que acabó con la vida de Javier y cuatro de sus compañeros. Lola, también acribillada, no llegó a perder la conciencia hasta que llegaron las ambulancias, tratando de frenar las hemorragias del cuerpo de su esposo. "Eso fue algo que la atormentó siempre. Fue terrible para ella", cuenta el autor de A finales de enero. Precisamente en esa época del año, "Lola recordaba tanto lo de Atocha como lo de Enrique Ruano. Era un drama: vomitaba, se deprimía, no quería hablar con nadie... Se quedó anclada en el pasado. Hizo cosas, como presentarse a las elecciones del Parlamento Europeo por Izquierda Unida en 1987, pero su vida nunca volvió a ser tan activa como antes".
Enrique, Javier y Lola fueron partícipes de ese movimiento estudiantil que trató de hacer tambalear la estructura del franquismo y su mecanismo represor. "A Franco y a sus ministros les ponía muy nerviosos lo que pasaba en la Universidad porque tenían que vender fuera la imagen de que España estaba modernizándose, que era un estado de Derecho. La revuelta, por lo tanto, era muy dañina para el régimen; y de hecho, tras la muerte de Enrique Ruano, se decretó un estado de excepción", expone Padilla, que decidió sumergirse de lleno en su investigación tras entrevistar a Margot Ruana, hermana del estudiante asesinado. "Estas movilizaciones eran muy efectivas para captar gente y para crear estructura, pero no sé a nivel político hasta qué punto pudo ser decisivo. En todo caso, la oposición al franquismo en general fue un fracaso: Franco murió en la cama y si hubiera vivido 3 o 4 años más todo parece indicar que hubiera seguido".
Javier Padilla aterrizó en el mundo universitario de Madrid en 2010 y se alojó en el Colegio Mayor Chaminade. Su etapa por CIU en poco se parece a la de Lola, Javier y Enrique: "Vivían con muchos más riesgos y con mucha más inocencia en todo lo que hacían. Estaban descubriendo un mundo muy interesante: a nivel cultural había una eclosión musical, acababa de llegar el cine... También me ha sorprendido que sus vidas eran menos interesantes que las de nuestra generación respecto a las posibilidades que tenían a la hora de conocer gente, irse de Erasmus... Siempre me ha llamado mucho la atención la distancia que tenemos con la gente de hace 40 años".
Su obra la finaliza Padilla imaginándose lo que pensaría Lola al observar en Antón Martín la estatua de Juan Genovés, El abrazo, homenaje a los abogados asesinados en el atentado: "En silencio, la única mujer víctima de Atocha camina hacia el cine Doré con multitud de recuerdos dolorosos y esperanzas defenestradas. Piensa que su lucha no ha merecido la pena". ¿Se ha olvidado a las víctimas del proceso? Responde el joven autor: "Hay una parte del espectro político que parece que quiere que se mire a otras cosas y no se estudie lo que pasó. Eso es un error tremendo a nivel académico y personal, sobre todo de las familias que perdieron gente".