Al margen de los combatientes que lucharon en la Guerra Civil española hubo numerosos civiles que quisieron contribuir, de una forma u otra, a ayudar a los republicanos evitar que España terminase en manos de los nacionales. El escritor madrileño Alfonso López García ha publicado los resultados de su investigación en su nuevo libro Saboteadores y guerrilleros (Espasa), donde explica las peligrosas acciones que llevaban a cabo ingenieros que arriesgaban su vida para impedir la muerte de los republicanos.
"¿Qué tipología de sabotajes realizaban? ¿Tuvieron relación los guerrilleros con esos sabotajes pacíficos tan sorprendentes?", se pregunta el escritor en el prólogo. El primer caso que salió a la luz data del 26 de agosto de 1936. La columna de Baleares publicó una pieza en la que resaltaba cómo la mayoría de las bombas lanzadas no explotaban: "Las espoletas no funcionan casi ninguna, seguramente por actos de sabotaje de nuestros camaradas de artillería obligados a luchar por el terror fascista contra sus ideales".
No solo manipulaban el armamento para impedir que muriera gente, también mandaban mensajes de ánimo a sus compañeros republicanos en pequeños papeles que introducían en el interior de los proyectiles. El comandante de las milicias de El Socialista Egocheaga encontró dentro del obús un papel en el que se leía lo siguiente: "Las mías, camaradas, no estallan. U.H.P. (Uníos Hermanos Proletarios)".
Aparte de los motivos políticos que empujaban a anónimos trabajadores sabotear los proyectiles, López García opina que debían existir otras causas. "Era bien conocido que muchos españoles, por moral o principios, se negaron a realizar las tareas que les habían encomendado. Trabajar al servicio de la muerte no era lo suyo, y hacían lo que podían para evitarlo, aunque fuera jugándose la vida".
Este tipo de "saboteadores pacíficos" —así lo denomina el propio autor—, se enfrentaban a penas muy altas si eran descubiertos. Solo en Granada, en la fábrica de El Fargue, fueron fusilados 60 trabajadores por el mero hecho de ser sospechosos de sabotaje.
López García también acudió al ingeniero José Manuel Grandela, quien investigó la propaganda de ambos bandos a lo largo de la Guerra Civil. Grandela explica cómo mensajes que inducían al sabotaje eran comunes durante la guerra. "Si eres de artillería, puedes inutilizar el cañón" o "Si eres de transporte, estropea el automóvil o el camión", pregonaban los republicanos.
En consecuencia, el Servicio de Información y Policía Militar (SIPM) notificó al general jefe de los Ejércitos Nacionales de Burgos un informe alertando que la mayoría de los proyectiles arrojados sobre la capital no llegaban a explotar: "Los proyectiles del 15,5 que disparan nuestras baterías sobre Madrid no explotan en una proporción del 80%". Las noticias sobre los sabotajes llegaron a oídos del mismísimo Franco, quien terminó "obsesionándose" para evitar cualquier intento de boicot. Se realizaron controles exhaustivos de los polvorines y de las fábricas de armamento, lo cual redujo considerablemente los intentos de sabotaje —no se registraron más hasta ocho meses después—.
El católico que se negó a trabajar al servicio de la muerte
Aunque fueron mucho menos frecuentes, lo cierto es que los simpatizantes del alzamiento practicaron de igual manera el denominado 'sabotaje pacífico'. El modus operandi era similar: "el explosivo que contenían presentaba pruebas convincentes de haber sido mojado a propósito, así como la mecha, en la que se podía apreciar de manera manifiesta la intención de evitar el logro del fin a que estaban destinadas".
Uno de los casos más destacables fue el de Alejandro Cuadrado, trabajador de la fábrica de Olot (Girona). El Ejército republicano le había ordenado montar subfusiles catalanes Labora Fontbernat y una pistola ametralladora del calibre 9 Largo. El escritor contactó con su hijo, quien hizo hincapié en que su padre "era un hombre católico pero nunca se había significado políticamente".
Por ello, Alejandro montaba de forma defectuosa los subfusiles a propósito. Finalmente fue descubierto y los republicanos le advirtieron que "la próxima vez que lo detectaran no viviría para contarlo". Tras la amenaza, el ingeniero decidió exiliarse en Francia —no sin antes inutilizar unos últimos subfusiles—. "Mi padre odiaba la muerte y no quería ser cómplice, solo es eso", comenta su hijo.
Desde una perspectiva militar, el sabotaje era considerado alta traición. Sin embargo, el escritor Alfonso López García los considera héroes. "A mí me parece un acto de valentía brutal, son pequeños héroes olvidados", ha declarado a EL ESPAÑOL. El escritor ha querido resaltar que no debe haber una distinción entre ambos bandos y que su libro es una especie de "homenaje a los saboteadores pacíficos".