Esta es una historia de amor y violencia. Un rosario de descubrimientos, de deslumbramientos, de terrores, de primeras veces -¿cuándo serán las últimas?-. Tambu es sólo un niño. Un crío de diez años que hilvana el relato de cómo perdió su propia inocencia cuando ya sopla quince. O más bien, de cuándo le expulsaron de ahí a trompicones: de cuándo le facturaron de esa membrana núbil donde el dolor no era posible. Tambu lo cuenta -crece, tropieza, se fascina- mediante las yemas de los dedos de Manuel Jabois, escritor y periodista de El País, que se embarra de lleno en su ternura, en su crueldad, en su humor delicadísimo.
Qué hay de ese padre que ¿finge? estar muerto en el suelo. De las adicciones a la felicidad estupefaciente. De Elvis, el nuevo amigo de Tambu, a quien ama raro -pero es sólo lo que le han hecho creer-. De jugar a las Tinieblas: apagar las luces para palpar lo prohibido -un escondite para desesconderse-. Qué hay de las guerras en la escuela, del primer odio, del hacer manitas. Malaherba (Alfaguara) es un ejercicio de sensibilidad inquietante con destellos de genialidad. Un bucear en la mente del niño que empieza a ser hombre. Qué rápido se fuga el candor. No hay manera de retenerlo.
¿Qué relación tienes con el libro, ahora que lo has dejado ir? ¿Has hecho la de no releértelo, como Onetti?
El libro no me lo he leído. No he cogido de la primera página hasta la última. Los tres primeros capítulos sí los he leído mucho, porque eran muy importantes para decidir si la editorial quería la novela o no la quería. Luego empecé a escribir como un torrente… me cuesta. No soy novelista.
Ahora sí.
Bueno (ríe). No sé qué relación tengo con el libro, sí sé que tengo una relación muy especial con el niño. Pero el libro no lo puedo abrir, soy muy inseguro, siempre quiero cambiar las cosas, y cuando escribo algo sólo me gusta durante cinco minutos. Me interesa la importancia del “enter”. Enviar y adiós. Al personaje sí le quiero mucho, me gustaría saber de él. Es muy niño todavía, ¿sabes? Es una persona frente a la imposibilidad de comprender el mundo. Con diez años no tienes acceso a la complejidad del pensamiento. Y a él le obligan a abandonar la infancia, aunque se resista, aunque no quiera saber nada más… nunca vamos a poder desconocer las cosas que ya conocemos. Esa agonía se le nota, por eso se expresa con violencia. Su violencia es pura rabia y va casi siempre contra gente inocente. Es frustrante lo que le pasa. Me jode decirlo, porque no me suelo querer mucho, pero a este personaje le tengo mucho cariño.
Es hermoso cómo explicas la primera relación del niño con las palabras. Cómo asir el mundo mediante conceptos que aún no tiene.
Aunque es una ficción absoluta, recurrí a un fenómeno que viví en primera persona, que es el momento en que mi hijo construye el lenguaje: es la construcción del ser. Deja de señalar con el dedo para ponerle nombres a las cosas, articula esos nombres para formar oraciones y eso tiene un poder inmenso… el pedirle a tu padre que vaya a coger algo, el expresar algo que antes no sabía expresar y que soltaba llorando o pegando. El niño pega para hacer ver que está en desacuerdo: ese fenómeno me causa muchísima impresión. Yo trabajo con las palabras y me interesa muchísimo cómo nos relacionamos con ellas, lo que pueden significar y dejar de significar dependiendo del uso y del contexto. Como cuando al protagonista le hablan por primera vez del amor. ¿Qué significa eso? No sé, mira los discos y no preguntes más… quizá es eso, la música, o los libros, que nos descubren muchos conceptos antes de que los vivamos.
También es un relato sobre el miedo.
Sí, y sobre el miedo real, no el de los monstruos ni el de la oscuridad. De hecho la oscuridad aquí aparece como un vehículo para conocerse.
Jugando a las tinieblas.
Sí. Moverte en la oscuridad y fingir que estás haciendo algo para hacer otra cosa.
¡Besar! El descubrimiento.
Sí, y ahí sentimos que no estamos haciendo algo del todo bien, pero sí lo estás haciendo bien. Lo que pasa es que te inoculan esa moral. Por eso prefieres decir que estás jugando… nosotros lo hacíamos de niños. Esto ha cambiado bastante, me parece. En mi pueblo, Sanxenxo, nos confesábamos los domingos. Y te confesabas de cosas que estaban súper bien: me he enamorado de no sé quién, me masturbo. No sé las cosas que le pude contar a ese cura. Te confesabas porque lo creías de verdad, no porque lo estuvieses troleando, porque pensabas que dios te la iba a liar a ti si lo hacías. Pero un día perdí la fe de forma radical y con cierto resentimiento, por haberme atormentado durante tanto tiempo.
¿Cuál fue el primer miedo que tuviste y cuál el último?
Tuve una etapa de terrores nocturnos terrible, siendo niño. Con la Santa Compañía, que es una procesión de muertos que circula por las aldeas… pensaba que andaba por mi casa. Me despertaba llorando, llorando, con muchísimo miedo. Siempre tuve miedo de cosas que no eran reales: fantasmas, fantasías. Luego llega el miedo real y ya no te abandona nunca: esto ya no es un monstruo, esto es ver a tu padre tumbado en el suelo y ver que se va a marchar. Eso es una percepción terrible y atormenta: la consciencia de que la muerte está cerca y de que puede afectar a las personas que más quieres. La consciencia de que la muerte consiste en desaparecer. De niño te explican que vas al cielo, pero la consecuencia es la misma. Nunca vas a volver a ver a alguien. El niño no lo concibe.
Luego dejas de temer a los monstruos y empiezas a defenderte de la vida, que es lo que hacemos constantemente. Dejas el carrito, la silla, los eufemismos, las mentiras piadosas, los reyes magos, las piruletas: ya se acabó, empezamos a jugar. Las primeras partidas son temibles para un niño. Y establece relaciones… “Por primera vez quería que algo malo me ocurriese a mí, no a Elvis”, dice Tambu en el libro. Eso es una forma sofisticada de amor. Hay una dependencia brutal con otra persona. Tú ya no eres tú, eres lo que te rodea y amas.
No me ha llegado a quedar claro si le tienes, entonces, más miedo a la muerte o más miedo al amor.
Desgraciadamente, en el amor ya tengo cicatrices suficientes. Y siempre tienes miedo, pero no es comparable al miedo de haber cumplido 40 años: por tanto, mis padres tienen veinte más, todo el mundo ha crecido, y tengo colegas que padecen cosas chungas… El miedo mayor es a la enfermedad, al dolor, al sufrimiento. Tengo pánico. Tengo un hijo. Que la vida me lo dé a mí todo, que me fulminen como a un rayo antes de que le pase algo a él.
En el libro dices que lo que no se puede soportar es ser cruel, porque malo es imposible no serlo. Me recuerda un poco al retrato de la infancia de Verano, 1993, ¿no? Esas maldades infantiles, un poco gratuitas, a veces terroríficas. ¿Los seres humanos nacemos malos; por qué nos atrae la maldad?
No creo que sea un problema de atracción, sino de comunicación. El niño que tiene maldad es un niño que está frustrado. La maldad es una forma de comunicación, una manera de contarle al mundo que estás mal, que estás jodido, que estás enfadado.
Pero el niño juega con los límites. Necesita experimentar para saber dónde acaba el bien y empieza el mal.
Sí, eso es cierto, y no conoce el alcance que puede tener su crueldad. No puede ver la devastación que producen ciertos actos. Está aprendiendo a manejar eso. Cuando se da cuenta de que así está dando un disgusto a sus padres o a los demás, caray, le da una pena tremenda. Está aprendiendo a controlar el poder de sus palabras y de sus actos y eso lo regula el amor que puedas sentir por la gente. Lo descubres poco a poco y con crueldad. Mi hijo cuando se enfada conmigo me dice “yo ya no soy tu hijo” o “tú ya no eres mi papá”. Menos mal que ha abusado tanto de eso que no se lo compro (ríe). No se da cuenta de lo que significa esa frase. Tiene seis años. Cuando tenga doce sabrá lo horrible que suena: es un niño y no sabe qué significa para el padre. Es el padre el que, si se lo toma en serio, tiene un problema en la cabeza.
¿Qué tiene Manuel Jabois de padre y qué de madre?
No lo sé. Es una buena pregunta. Me tuvieron muy jovencitos. Totalmente jóvenes. Mi padre tenía 20 y mi madre 18, una cosa así. De mi padre quizá tengo esa sensación que es muy identificable en mí de que todo va a ir mal: eso me ha salvado la vida. Eso te permite tener los pies en el suelo, y, bueno, yo los tengo en el sótano. Todo es un regalo de los dioses. No he caído de pie en una redacción a los 22 años después de un máster en San Pablo CEU. No. Mi padre tiene ese rollo de la desconfianza hacia la buena suerte. La mala suerte sabemos que viene dada, y eso que yo he tenido mucha buena suerte… siempre pienso que cuando se joda, se jodió. No pasa nada. No estoy instalado en ningún púlpito, en ninguna nube. Lo que la suerte te da, la suerte te lo saca. He venido a pasármelo bien, a divertirme escribiendo, y es un privilegio que encima me paguen por hacerlo.
Con mi madre tengo una relación intensa. Me cuesta hablar de ella. Hablamos todos los días. No sé qué decirte. Físicamente creo que tengo bastante de ella, de mi familia materna. La nariz es paterna absolutamente. Mi madre es la mujer más trabajadora que conozco, y en eso sí que no me parezco nada a ella, por desgracia. No puede estar cinco minutos parada. Descansa de trabajar trabajando más. Mi madre lo dejó todo para parirme y para criarme. Iba a ser la primera universitaria de la familia y lo dejó. Luego volvió a estudiar y a trabajar. Trabajaron los dos, mi madre y mi padre, y había mucho movimiento en casa… entonces se habló de que viniese una chica, una asistenta, a echarnos una mano. Mi madre estaba estupefacta con la idea. Dedicó el día anterior a limpiar toda la casa, hasta los sótanos, para que la chica se la encontrase como nueva. “Tenemos que darle una buena impresión”. Es maravillosa.
¿Crees que es cierto eso que dicen de que la mitad de nuestra vida nos la joden nuestros padres y la otra mitad nuestros hijos?
(Ríe). No creo, no creo. Creo que son obstáculos agradables con los que se convive, obstáculos que no hay que saltar. Te puedes sentar a su lado y disfrutarlos. Pero te la joden más los padres que los hijos, yo creo: hasta los 18 yo viví bajo el régimen de mis padres en casa, bajo el “mientras vives aquí, harás lo que digamos”, es decir, el lema clásico de cualquier domicilio español. Hora de llegada a las 23 h., unos Cristos terribles… esto de que la gente ha vivido en una dictadura… tendrían que haber vivido en mi casa (bromea). Es coña. Luego se relajaron. El libro se lo he dedicado a mi madre. Mis padres vivieron una generación complicada; pero es gracias a ellos que esto es una novela y no un reportaje. Estaban en la edad cuando la heroína se llevó por delante a generaciones enteras. Muchos amigos suyos cayeron. Mi generación ya contempló los destrozos. Eso lo explica muy bien Antonio Vega en Madrid: “Éramos superhéroes, no íbamos espídicos como los otros yonquis, éramos la élite, era maravilloso...”. Hasta que todo el mundo empezó a caer. Ahí vieron cuál era la trampa.
Hablemos del primer deseo. “Me sentía tan raro que no podía ni respirar, como si algo muy bueno me estuviera matando”. ¿Cuánto tiene que ver el deseo con lo oscuro, o, si se quiere, con la culpa?
Has dicho la palabra adecuada, y eso que creo que no la incluyo en el libro: la culpa. Ese primer deseo te hace sentir culpable. Es un sofoco… Y hay algo que no incluí tampoco y me arrepiento, lo pensaba ayer. Lo de “hacer manitas”. Recuerdo que tenía yo 7 u 8 años, la primera vez que hice manitas. Fue en realidad la primera vez que hice el amor. Estábamos en clase viendo un documental, y bajé las manos y se tocaron con las suyas. Era una locura. Una barbaridad. El calor en el pecho. El primer calor. Tenía el corazón bombeando a toda hostia. Y a la vez me sentía fatal, me ahogaba físicamente. Luego cuando acabó la peli no pude ni mirarla a la cara. ¿Qué he hecho? Recuerdo esa vez. Tenemos que llegar a la segunda edición del libro para cambiar esto e incluirlo (risas). La culpa esa, sí. Pasaba también con la masturbación. No sabías si te había mirado dios o si la gente sospechaba. Salías del baño y te preguntabas: ¿lo sabrán? (risas). ¿Dios se habrá chivado? Era una sensación de culpa que duraba días a veces. Es como si ahora con cuarenta años sufriese después de hacer el amor o después de comer helado. Son cosas maravillosas; dos o tres ejes fundamentales por los que estamos en la vida.
Al hacernos mayores, ¿hemos perdido placer por haber perdido la culpa?
Quiero pensar que no. Es verdad que con la culpa, el placer funciona de otra manera. Pero en la edad adulta yo creo que la culpa se traslada al ámbito más privado, más íntimo, al pensarlo y no hacerlo, al terreno de las fantasías sexuales, por ejemplo. Las tienes pero sabes que algunas no proceden, porque puedes hacer daño a otra persona o traicionar a alguien. Te lo reservas. No le debes cuentas a dios ya, te las debes a ti mismo. Supongo que rendirle cuentas a dios es mucho más dramático. Hay actos que pueden darte placer y al final no llevas a cabo porque no te va a compensar ese placer el sufrimiento de después. El remordimiento. Uno aprende a educarse a sí mismo y a conocerse. Pero no existe sólo el placer culpable, sino el placer liberador, el placer al que dar rienda suelta, el placer consensuado y libre, que es un placer que tiene mucho que ver con la vida. Es un “estamos aquí con los papeles en regla”.
¿Qué sabías del sexo con 15 años y qué sabes ahora?
No sabía nada. Todo estaba lleno de primeras veces y de primeras emociones. No te hablo ya de “la primera vez”, que es una cuestión como muy manoseada, sino de la primera vez que tocas un pecho. O una pierna. Ese sofoco lo pierdes. Desaparece y ya no vueles a cruzar ningún río. Ahora sé algo más, claro.
¿Basta para toda la vida un solo cuerpo? Un cuerpo ajeno, quiero decir. Volver a tocar una pierna por primera vez siempre en el cuerpo de alguien nuevo.
Depende de si estás enamorado o no. No sé. Yo como consultor sentimental soy horrible. A veces escribo artículos semi de coña e inspiro tesis: me pasó con el de Hay más cuernos en un “buenas noches”. Me empezó a escribir un montón de gente en plan “tienes razón, voy a dejar a mi novio”. Yo creo que cada uno maneja sus propias emociones, que son diferentes: yo, personalmente, cuando convivo es porque estoy enamorado perdidamente. Luego cada pareja tiene sus cláusulas, sus pactos. Es complicado.
¿Qué crees que entenderá tu hijo cuando lea este libro; qué te gustaría que extrajese?
Primero creo que leerá Manu y le hará feliz… porque eso es la vida. Esto es ficción, pero quiero que entienda una cosa: no hay relaciones más normales que otras, ni desde que eres niño. No hay un carril único. Te puedes sentir atraído por un niño con la mayor naturalidad del mundo, no puedes esconderte ni escaparte… bueno, sí, haz lo que te dé la gana, pero no deberías hacerlo. Hay que sentir cosas buenas, aunque tú pienses que te están matando. Desde el placer más básico, desde el descubrir que te gusta estar con un niño, que te gusta tocarte con él o descubrirte con él. Ese mensaje me parece importante, para él y para quienes le rodeen, porque a veces se escuchan unas cosas… hasta en la progresía. Aíslan a los niños. Dicen “uy, sí, LGTBI, qué bien”, pero oye, cuidado con las cabalgatas, “no hagáis eso delante de los niños”… ¿cómo que delante de los niños? O el “yo respeto mucho lo que hagáis en la intimidad”. Ah, ¿y tengo que pedirte permiso para lo que haga en la calle? Un niño tiene que ver todo para saber que se puede hacer. Si no lo ven, no tiene ni idea de que dos hombres pueden besarse; o piensa que está prohibido.
¿Fue volitivo, fue intencionado el tratar un amor homosexual en el libro; o surgió de la propia historia?
Fue una elección, a partir de un reportaje que hice en febrero del año pasado hablando con padres de niños trans. Y me empezó a crecer en la cabeza cuando lo de la cabalgata…
¿La de “no te lo perdonaré jamás”?
Eso, al final ha pasado a la historia como la cabalgata imperdonable. Los niños no pueden ver un crimen en directo, vale, pero, ¿una cabalgata? La primera idea original para el libro fue escribir sobre un niño trans, pero terminó por darme mucho respeto, porque hacer un reportaje no te homologa para nada. Al final me quedé con esta historia, porque la siento más cercana. Yo también hice Tinieblas y me toqué con amigos y con niños. No soy capaz de saber lo que puede pensar y los tormentos que puede vivir un niño trans. Esto confirma mi teoría: en la vida es más importante saber para lo que no estás hecho que para lo que estás hecho.