En torno a la figura de los Machado, exponentes de esa España rota, dividida, siempre discurre una cuestión inquietante: ¿qué hubiera pasado si el golpe de Franco y el resto de militares en julio de 1936 les sorprende con los papeles cambiados? Es decir, a Antonio en zona sublevada y a Manuel en territorio republicano. ¿Hubieran sido ambos fusilados? ¿Habría escrito el autor de Campos de Castilla coplas loando a los generales rebeldes, como bien hizo su hermano mayor? No hallarán nunca respuesta estas preguntas, pero no por eso dejan de reflejar la aleatoriedad de la vida en una guerra.
Tampoco se entiende muy bien qué es lo que lleva a un médico argentino, sin ningún vínculo con España, a arrojarse a las trincheras y a combatir al lado de las fuerzas rebeldes. No puede ni comprenderse como la antítesis del idealismo del brigadista internacional dispuesto a entregar su vida para frenar el avance del fascismo. Entonces, ¿qué fue lo que empujó a Héctor Colmegna, natural de Buenos Aires, a interrumpir sus vacaciones en Biarritz durante el verano de 1936 para enrolarse como voluntario en las Brigadas Navarras, llenas de requetés y falangistas?
"Un día del mes de julio sostuve una conversación con el capellán de los españoles de la parroquia de San Carlos, don José Oria, sobre la guerra civil de España. Tras un largo y apasionado comentario llegamos a la conclusión de que, debido a la escasez de médicos, podría yo presentar servicio como voluntario en el Ejército de Franco", cuenta Colmegna en su diario, ferviente católico y nacido en el seno de una familia burguesa argentina. Se encontraba en la localidad francesa tras asistir a unos cursos de perfeccionamiento en la Facultad de Medicina de París.
Estas memorias, bajo el título de Diario de un médico argentino en la guerra de España y publicadas por primera y única vez en 1941 en Buenos Aires por la editorial Espasa-Calpe, las reedita ahora Almuzara como parte de su serie sobre la contienda relatada por los protagonistas —ya han publicado otras obras de Pasionaria, el militar republicano Jesús Pérez Salas o la anarquista Federica Montseny—.
Lo cierto es que el atractivo del relato del médico —el lector espera encontrar descripciones de su actuación en las trincheras, de los efectos de la metralla y la crudeza de la guerra; vamos, un punto de vista menos conocido— se difumina a medida que su periplo avanza del frente del Norte a la ofensiva sobre Cataluña, pasando por Toledo o la campaña de Aragón. Pero no se le puede tachar de embustero cuando en el prólogo ya avisa que no es la suya la pluma de Hemingway: "No esperes encontrar en este diario una vívida narración de los hechos en los que he participado y de los cuales he sido testigo. Hubiese sido necesario poseer dotes de escritor que no forman parte de mi patrimonio intelectual".
Los apuntes de Héctor Colmegna, que no dejan de ser una descripción del recorrido que hizo con sus compañeros de la Primera Bandera de Falange de Navarra marcada por sus creencias religiosas y donde abundan frases de admiración "por la gesta realizada por los soldados de Franco" y a "los caídos, que morían invocando el nombre de Dios, con la visión clara de una Patria grande y próspera en un futuro cercano", arrojan, sin embargo, algunas anécdotas reseñables.
Una semana pasó el doctor en Pamplona en sus primeros contactos con la guerra y allí, curiosamente, atendió a Juan Antonio Ansaldo, el aviador que que pilotaba la avioneta destinada a transportar de España a Portugal al "desventurado" general Sanjurjo y que se estrelló el 20 de julio de 1936. El cabecilla del golpe falleció en el accidente mientras que Ansaldo quedó herido leve. "A ver si usted, como médico, le convence de que no se vaya aún... Las heridas de las piernas no están todavía cicatrizadas", le dice a Colmegna la esposa del piloto, que quería volver a subirse a un avión para asistir a la toma de Madrid.
El médico argentino desmenuza en unos pocos párrafos el funcionamiento del servicio militar sanitario de la Bandera durante las operaciones, dedicándole mucho más espacio a relatar la impecable actuación de las tropas sublevadas con los prisioneros enemigos. "Cuando me vio llegar, me miró con temor", cuenta sobre un herido republicano que atendió el 2 de enero de 1939 en el frente de Cataluña. "Le habían dicho tantas veces que las fuerzas de Franco remataban a los heridos que creyó llegada su última hora. Hicimos lo posible por tranquilizarle y le colocamos en una camilla. Antes de ser evacuado, sin saber cómo expresar su gratitud y con emoción vivísima, nos cogió las manos y las besó con exaltación". Y así otros muchos ejemplos.
No hay en el diario Héctor Colmegna menciones a la represión perpetrada por los sublevados, a los fusilamientos; y sí, y bastantes, al "terror rojo". El maniqueísmo de la Guerra Civil. La explicación, el espíritu justiciero y reconversor sin necesidad de sangre de su batallón: "Por todos los parajes donde pasó, la Bandera trató siempre de predicar con el ejemplo. Nuestra mayor ilusión era devolver a aquella gente el espíritu cristiano que los marxistas en su guerra sin cuartel contra le religión habían tratado de destruir sin conseguirlo".
Describe Colmegna la celebración de misas en lugares ilustres que iban arrebatando a los republicanos, como el de Covadonga; y todos los rituales de los requetés carlistas: "Al anochecer, nuestras compañías rezaban el rosario. Después cantaban el himno de la Falange y daban gritos de Franco, Franco, Franco. ¡Todo eso se hacía a unos cincuenta metros de las líneas enemigas!". Al dictador lo vio por primera vez durante el desfile militar para celebrar la toma de Barcelona, y tampoco se contuvo en elogios: "Su semblante conmovido irradiaba bondad. Su expresión era modesta y enérgica".