La mujer eunuco, dice la intelectual Germaine Greer, es la mujer castrada; la mujer que ha perdido su identidad como ser sexual y el poder de su libido, todo gracias a “la represión de la familia nuclear, consumista y urbana”, aquí enemigo a dinamitar. Por eso bautizó así su texto más revolucionario, su obra más espinosa y polémica, publicada en 1970, en la que desliza que la auténtica liberación pasa por una liberación sexual. Hoy, en junio de 2019, reeditada por Debolsillo, en un contexto en el que la industria literaria produce ensayitos pseudofeministas como churros, el de Greer vuelve a dar el golpe sobre la mesa, a dignificar el movimiento y a elevar el debate.
La autora -una de las pensadoras más irreverentes del siglo XX: académica, escritora y profesora de literatura inglesa en la Universidad de Warwick- asume que a pesar de las conquistas de los últimos años, las mujeres aún no han accedido a la libertad. “Libertad de la condición de objeto mirado, en vez de ser la persona que devuelve la mirada. Libertad de la inseguridad de ser como son. Libertad del deber de estimular el apetito sexual masculino desfalleciente, para el cual ningún seno es nunca suficientemente duro y turgente, y ninguna pierna suficientemente larga”, escribe.
Y vuelve a golpear: “Libertad de las incómodas prendas que es preciso vestir para excitar. Libertad de los zapatos que nos obligan a acortar el paso y sacar culo. Libertad de ser violadas: desnudadas verbalmente por trabajadores de la construcción, espiadas en nuestras idas y venidas cotidianas, interceptadas en nuestro camino, objeto de proposiciones o seguidas por la calle, blanco de las bromas de mal gusto de nuestros compañeros de trabajo, manoseadas por el jefe, utilizadas sádicamente o contra nuestra voluntad por los hombres que amamos, o atacadas violentamente y apaleadas por un desconocido, o una pandilla de desconocidos”.
"Libertad de prostituirse, libertad de mendigar"
Ella luchó por la libertad de la mujer de “correr, gritar, hablar en voz alta y sentarse con las rodillas separadas” mucho antes de que existiese siquiera el concepto “manspreading”. La libertad de “ser una persona, con la dignidad, la integridad, la nobleza, la pasión y el orgullo que constituyen la condición de persona”. En La mujer eunuco no habló de mujeres pobres -“cuando lo escribí, no las conocía”-, pero en una reedición que se hizo veinte años después de su publicación original, ya en los noventa, Greer aclara que las pobres perciben la opresión de las ricas como libertad, pero en realidad están en el mismo saco.
“La desaparición súbita del comunismo en 1989-1990 catapultó a las mujeres pobres del mundo a la sociedad de consumo, donde no existe ninguna protección para las madres, las personas mayores o discapacitadas, ningún compromiso a favor de la atención sanitaria o la educación (…) Tenían la libertad de expresión pero no tenían la voz. Tenían la libertad de comprar servicios esenciales con un dinero del cual carecían, la libertad de desarrollar la forma más antigua de empresa privada, la prostitución, prostitución del cuerpo, de la mente y del alma, entregadas al consumismo, o, alternativamente, la libertad de morirse de hambre, la libertad de mendigar”, ironiza.
La mujer eunuco vive hoy, según su autora, en todo el mundo, “en cualquier lugar dondequiera que puedan llegar los pantalones tejanos y la Coca-cola”, dondequiera que aún veamos laca de uñas, lápiz de labios, sostenes y tacones. “Allí podrán encontrarla triunfante. Incluso bajo el velo”, vuelve a epatar.
Contra el "narcisismo fálico"
El libro, que forma parte de la segunda ola del feminismo, se divide en cinco partes: “El cuerpo”, “El alma”, “El amor”, “El odio” y “Revolución”. Su idea no es que la lectora de esta obra “empiece cambiando el mundo”, sino reconsiderando “quién es ella”. “Resulta imposible argumentar a favor de la liberación de las mujeres cuando no se sabe con ninguna seguridad qué grado de inferioridad o de dependencia natural es inalterablemente femenino”, relata. Por eso arranca su tesis con “el cuerpo”, donde sostiene que “todo podría ser distinto” y desgrana el sexo, los huesos, las curvas, el pelo, la sexualidad y “el útero maligno”, presunta “fuente de histeria, depresión menstrual, debilidad e ineptitud para cualquier empeño continuado”.
Más tarde cuenta que, como los hombres “se han apropiado de toda la energía y la han canalizado en forma de fuerza conquistadora agresiva”, han reducido “todo contacto heterosexual a un patrón sadomasoquista”. Le repele el “narcisismo fálico” y propone “rescatar el sexo del ámbito de la transacción entre personas poderosas y sin poder, dominantes y dominadas, sexuadas y neutras, con objeto de que llegue a convertirse en una forma de comunicación entre seres potentes, dulces y tiernos, algo que es imposible conseguir si se rechaza el contacto heterosexual”.
Contra el amor romántico
Arremete también contra la “estafa” del amor romántico: “Las mujeres deben reconocer en la ideología barata del enamoramiento la inducción fundamental a dar un paso irracional y autodestructivo. Esta obsesión no tiene nada que ver con el amor, porque el amor no es ni desvanecimiento, ni posesión, ni obsesión, sino un acto cognitivo; en realidad, la única manera de aprehender el núcleo central de la personalidad”, lanza.
No se limita a criticar el mito de clase media del amor y del matrimonio, sino que propone una alternativa. Es más, hace un llamamiento insurrecto: “Las mujeres no deberían comprometerse en relaciones socialmente legitimadas, como el matrimonio (…) Una vez desdichadamente comprometidas, no deberían tener escrúpulos antes de salir huyendo (…) Sugiero que las mujeres deberían ser deliberadamente promiscuas”. Qué alegría se llevarían los hombres heterosexuales de los setenta al leer sus ideas. Abolir la santa familia, denigrar la sagrada maternidad, aclarar que las mujeres no son monógamas por naturaleza.
Contra el sistema económico
Greer le pone a la hembra los adversarios enfrente: “La mujer revolucionaria tiene que saber quiénes son sus enemigos: los médicos, psiquiatras, auxiliares sanitarios, sacerdotes, asesores matrimoniales, policías, jueces y elegantes reformadores, todos los hombres autoritarios y dogmáticos que revolotean a su alrededor cargados de advertencias y consejos”. A la vez, apunta, la mujer tiene que saber “quiénes son sus amigas, sus hermanas, y buscar entre sus rasgos los suyos propios: con ellas podrá descubrir la cooperación, la comprensión y el amor”.
La idea de esta intelectual no era que la mujer se incorporase a las instituciones clásicas, a los puestos de poder tradicionales: ella es más de reventarlo todo y volverlo a hacer. No quiere que las mujeres se acoplen a un mundo diseñado por hombres y copien la peor parte de ellos. Sueña con destruirlo todo, hasta los patrones de consumo “de las principales gastadoras de dinero: las amas de casa”. “Si la estructura económica actual sólo se puede modificar a través de su hundimiento, más vale que se derrumbe cuanto antes”, desliza.
“Mi fantasía es que tal vez sea posible saltarse los pasos de la revolución y llegar de algún modo a la libertad y al comunismo sin estrategia ni disciplina revolucionaria”, reconoce Greer, mientras alienta a sus compañeras a “retirar su apoyo al sistema capitalista”. ¿Cómo se hace eso? Ah, evidente, dice: “Retirando su fuerza de trabajo”. Hoy su panorámica del avance feminista es, cuanto menos, pesimista.
“Cuando escribí La mujer eunuco, nuestras hijas no se autolesionaban ni se mataban de hambre. Por todas partes hay hoy mujeres enmudecidas soportan infinidad de dificultades, sufrimiento y dolor en un sistema mundial que crea millones de perdedoras por cada puñado de ganadoras", explica Greer. "Cuanto mayor es el número de políticas que puede exhibir un Parlamento, menos probable es que éste se ocupe de los temas que afectan a las mujeres. La realidad de las mujeres es una vida de trabajo, en su mayor parte no remunerado y, lo que es peor aún, no valorado".
Contra ciertos avances médicos
Se muestra beligerante contra la pornografía, el sexo comercial y la interpretación social de la maternidad. “La última función inherente a la maternidad consiste en cargar con la culpa. Todo aquello que más adelante en la vida le suceda a su criatura será culpa de la madre”. Defendió que la maternidad fuese considerada “como una auténtica carrera, es decir, como un trabajo remunerado, y, como tal, alternativa a cualquier otro trabajo remunerado”. Denuncia la tiranía de los cánones de belleza basados en “el desprecio al propio cuerpo” y embiste contra los avances médicos (desde la anticoncepción a la genética”, porque “dejan a las mujeres indefensas en manos de la química y la mutilación en nombre del establishment patriarcal de la reproducción”.
En su día deseó en voz alta que La mujer eunuco atrajese las iras de todos los sectores. Deseó que fuese ridiculizado y vilipendiado, si no, explicaba, “habrá fracasado en su propósito”. Lo consiguió en 1970. Veremos si hoy también.